En el último día de marzo, la ultraderecha francesa “perdió” a una de sus figuras clave: Marine Le Pen, la favorita de la oposición para disputar las elecciones de 2027, quedó inhabilitada por malversación de fondos públicos europeos. Aunque acababa de ser condenada por corrupción, contó con un respaldo ferviente de sus seguidores. “Perdió” podría releerse como “ratificó”.
Aunque rompió amarras con la vieja dirección de Agrupación Nacional (RN), partido fundado por su padre Jean-Marie Le Pen junto con colaboracionistas nazis y negacionistas del Holocausto, su discurso sigue teñido de xenofobia y antisemitismo. Lo disfraza con una imagen cercana al pueblo: visita mercados y se sube a tractores mientras proclama defender los derechos de los más “vulnerables”. No sorprende que haya apelado el fallo para seguir en la carrera presidencial.
Su sentencia no solo fortaleció a su proyecto político, sino también a la derecha en todo el mundo, al punto de generar un consenso entre Estados Unidos y Rusia. Elon Musk tachó la inhabilitación de Le Pen como un “abuso” del sistema judicial, mientras que el Kremlin la consideró una “injusticia” y una “violación de las normas democráticas”.
El contraste lo lidera François Bayrou, primer ministro francés, quien declaró su “apoyo incondicional” hacia los jueces del caso, puesto a que recibieron amenazas desde que se anunció la sentencia. Lo acuerparon el ministro de Justicia, Gérald Darmanin, y el fiscal del Tribunal de Casación –el máximo tribunal de Francia–, Rémy Heitz, al definir los ataques como “inaceptables”.
En consiguiente, la izquierda calificó de “hipocresía” que Le Pen se presente como víctima. La revista izquierdista Jacobin, por ejemplo, rechazó que la condena fuera un ataque contra RN, ya que la investigación sobre el desvío de fondos se remonta una década.
La paradoja de la justicia
Se supone que el sistema de pesos y contrapesos debe resistir, aun cuando se condena a Marine Le Pen en Francia, a Donald Trump en Estados Unidos o a Jair Bolsonaro en Brasil. Empero, parece que una acusación es confirmación de que se están haciendo las cosas bien; todavía mejor si hay sanción.
Bolsonaro cimentó su carrera reclamando mejoras laborales, llegó a la presidencia y, al perder el poder, encabezó una supuesta tentativa de golpe de Estado contra el actual mandatario brasileño, Lula da Silva. Falta tiempo para que sea juzgado, pero una condena por “abuso de poder” ya lo inhabilitó para las elecciones de 2026 y 2030; se niega a designar un sucesor.
Trump, pese haber sido declarado culpable por ocultar sobornos a una actriz porno, regresó a la Casa Blanca. Entre sus polémicas decisiones, indultó a Carlos Watson, ex presentador de televisión y ejecutivo de Ozy Media, horas antes de que ingresara a prisión para cumplir una condena de 10 años por conspiración financiera.
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La historia se repite con los discursos de líderes de América Latina y todas partes. Fingir amistad con el pueblo mientras alzan marchas para deslegitimar a las instituciones ajenas al Ejecutivo –y a sus jerarcas– es su apuesta para conservar su apoyo pese a la maquinaria de la justicia.
El discurso de esta índole afirma que la institucionalidad pone en juego la democracia, obviando errores o delitos suyos y de sus partidarios. Deslegitiman la lógica de los pesos y contrapesos, cuyo propósito es equilibrar las funciones estatales. Buscan que la gente lo olvide, pero nadie está por encima de la ley. Por ahora.