Despuntaba la mañana del 24 de abril del 2013. Las puertas del edificio Rana Plaza debían estar cerradas, pero no lo estaban. No lo estaban porque la maquinaria no podía detenerse: había que producir.
El Rana Plaza, al noreste de la ciudad de Dhaka, en Bangladesh, albergaba varias maquilas enormes, parte de una industria que concede empleo a 40 millones de personas alrededor del mundo, cuatro millones de ellas solo en el país surasiático. En Bangladesh, el octavo país más poblado del planeta, viven más de 117 millones de personas y hay por lo menos 5.000 maquilas.
5.000 eran, también, las personas que trabajaban en el Rana Plaza, cuyas puertas se habían cerrado días atrás porque las condiciones del edificio ya no solo eran agobiantes e indecentes: eran una bomba de tiempo a punto de estallar.
Apenas un día antes, el 23 de abril, un programa de televisión habían grabado tomas que mostraban las columnas del Rana Plaza con enormes ranuras; el estado del edificio era nefasto, y parecía sostenerse en pie de milagro, a punta de la voluntad de algo mucho más grande que el inmueble, que las vidas de las personas que allí trabajaban, más grande que Bangladesh: la voluntad del capitalismo más extremo.
Porque el Rana Plaza, escondido en la Asia septentrional, era uno de los pilares más importantes –y menos conocidos– de una de las industrias más importantes del planeta: la moda.
Las camisas, las blusas, los zapatos, los jeans, los abrigos: toda la ropa linda que se utiliza en el mundo occidental, que se vende en los centros comerciales llenos de luz y música de moda; la ropa que aparece en las vallas publicitarias de Europa, Estados Unidos, América Latina, Costa Rica.
Toda esa ropa existe gracias a lugares como el Rana Plaza, oculto en la injusticia social y el caos político de Bangladesh. La maquinaria no podía detenerse.
Así que, aunque las autoridades habían clausurado el edificio, al Rana Plaza no le importó y, cuando despuntaba la mañana del 24 de abril del 2013, abrió sus puertas y sus empleados ingresaron a cumplir con sus labores, obligados por el hambre y el temor de ser despedidos.
Entonces, a las 8:45 de la mañana, el Rana Plaza no pudo más. El edificio colapsó y se vino abajo. Miles de seres humanos quedaron atrapados entre los escombros de un inmueble que fue un monumento al egoísmo y la ambición capitalista.
Murieron 1.129 personas; cerca de 2.500 quedaron severamente heridas: algunas personas perdieron piernas, brazos, la cordura. Fue el accidente más mortífero en la historia de la industria textil. Fue, además, el segundo desplome de un edificio con más víctimas en todos los tiempos; solo le supera en la lista la caída de las Torres Gemelas, en Nueva York.
Cuando el polvo se asentó, quedaron a la luz los números: solo en ese año, se habían presentado tres de los cuatro accidentes con mayor número de víctimas mortales jamás ocurridos en la industria de la moda. Uno cobró 289 vidas; otro, 112.
Los tres ocurrieron en Bangladesh, cuyas calles, cuando se ocultaba el sol del 23 de abril del 2011, quedaron manchadas de sangre. La misma sangre de la que está impregnada la ropa que visten en Europa, Estados Unidos y América. La ropa que vestimos usted y yo.
El costo de una ganga
Forever 21. Zara. MNG. H&M. Todas estas marcas, junto a otras, resultarán familiares para cualquier persona que haya puesto pie en un centro comercial en algún momento de los últimos cinco años, cuando menos. Son nombres recurrentes en la ropa que utilizamos las personas –sobre todo jóvenes– de este lado del planeta.
También, son marcas que han hecho todo lo posible por disociarse de las maquilas que producen la ropa en países del tercer mundo. Así lo explica el documental The true cost , del cineasta estadounidense Andrew Morgan, que muestra la cruda realidad en la que viven las personas que deben trabajar en estas fábricas.
El caso de los obreros de la industria textil en Bangladesh, por ejemplo, es alarmante: su salario promedia los $3 diarios, que los convierten en unos de los trabajadores peor pagados del planeta, sobre todo cuando se toma en cuenta que sus jornadas diarias son de sol a sol, sin el amparo de responsabilidad laboral o social alguna por parte de sus empleadores.
Mientras tanto, durante el año que siguió a la tragedia de Rana Plaza, la industria de la moda vivió su ciclo más lucrativo de la historia: cosechó tres millones de millones de dólares. En promedio, los seres humanos consumimos, en doce meses, 80 mil millones de piezas de ropa. Esto representa un aumento del 400% con respecto a hace solo dos décadas.
La práctica no miente: basta recordar cómo hace cosa de diez años, cualquier persona solía comprar un par de jeans al año. Hoy, comprar ropa es una cuestión mucho más frecuente para una buena parte de la población: los precios han bajado, las marcas famosas son más accesibles, las posibilidades son más cercanas.
Sin embargo, tal como lo expone The true cost , esto es opuesto al resto de elementos de la vida cotidiana: los carros son más caros, las casas son más caras, los estudios son más caros. Sin embargo, la ropa es más barata.
Pero, ¿realmente es más barata? ¿Es el dinero el único costo de una prenda de vestir?
En 1960, Estados Unidos –consumidor número a nivel mundial de moda, como de casi cualquier otra cosa que se venda– producía el 60% de su ropa. Hoy, esa cifra apenas alcanza el 3%.
La producción, en cambio, la han asumido países como Bangladesh, El Salvador, La India o Nicaragua, países donde los salarios son mucho más bajos y las responsabilidades laborales de los patronos son casi inexistentes. Así, para que una camisa en el mall cueste 4.000 colones en lugar de 8.000, un obrero pasará a ganar la mitad sin posibilidad de reclamar.
Al mismo tiempo, dado que la ropa es mucho más barata, también se vuelve desechable con celeridad. Aunque en nuestro país los precios de estas marcas son un poco más elevados, en Estados Unidos y Europa los bajos costos han generado una cultura de consumo y desecho inmediata.
Tal como lo explica el presentador de televisión, Stephen Colbert: “El mercado global es un lugar donde esperamos que se realice un trabajo, en las condiciones que sean necesarias para que el producto llegue a mí lo suficientemente barato como para que yo lo pueda botar a la basura sin pensarlo dos veces”.
Viva la revolución
“Se llama fast fashion ”, dice Sofía Conejo, quien forma parte del colectivo Fashion Revolution Costa Rica, célula en el país del movimiento global Fashion Revolution. En Costa Rica, el grupo está integrado además por Catalina Chaverri, Myriam Esquivel, Melissa Castro, Noelia Guzmán, Jackeline Nunjar y Valeria Rodríguez; la coordinación está a cargo de Whitney Oguilve.
A nivel global, Fashion Revolution nació como una forma de ejercer presión sobre las marcas que subcontratan los servicios de maquilas en países subdesarrollados y que son responsables de catástrofes como la del Rana Plaza. El movimiento aboga por un consumo responsable de la ropa, y exige condiciones laborales dignas para los obreros.
“El fast fashion –o moda rápida, en español– es la producción acelerada de ropa que los consumidores no necesitamos, que compramos solo por su bajo precio y porque las marcas no dejan de ofrecer cosas nuevas”, explica Sofía. Similar a la comida chatarra, la moda rápida fabrica un modelo de producción, consumo y desecho casi inmediatos.
Fashion Revolution aboga por un proceso más atiempado, llamado slow fashion . “El fast fashion es posible por productos de baja calidad, producidos a bajo precio”, cuenta Conejo. “En cambio, con procesos más lentos, la ropa es de mayor calidad y, al mismo tiempo, es más responsable con los productores”.
La industria de la moda es ineludible. Una de cada seis personas en el planeta trabajan en algún proceso de la producción de la ropa. No existe ni una sola sociedad moderna en el mundo en la que la ropa no sea un bien de uso diario difundido casi al 100% de la población. Tal como lo expone la diseñadora Orsola de Castro en The true cost : “La ropa es la piel que escogemos”.
Sobre esa premisa es que trabaja Fashion Revolution. “No podemos pretender cambiar la industria de un día al otro, pero queremos que la gente sea más responsable con la forma en que compra ropa”, cuenta Sofía. “Cuando vas a la tienda, preguntate si vas a usar esa prenda por lo menos 30 veces. Esa simple acción puede generar una diferencia”.
Conejo admite que la intención del colectivo no es satanizar las marcas, ni juzgar a los compradores por preferir los precios más bajos, “sino reducir el consumo desmedido”. Una de las formas en que el colectivo hace presión sobre las marca es instando a las personas a preguntar a los fabricantes, a través de redes sociales, “quién hizo mi ropa”.
“Queremos que el consumidor recuerde que es quien manda, quien tiene el poder. Si no estamos de acuerdo con que una marca sea irresponsable con sus empleados, entonces no compremos esa marca”.
Moda verde
La necesidad de vender más ha acelerado los procesos de producción de la ropa, incluso hasta su base más elemental. El algodón genéticamente modificado ha transformado la agricultura que alimenta la industria textil. En Texas, donde se produce la mayor cantidad de algodón del planeta, el 80% es modificado genéticamente.
En el estado norteamericano, al igual que en otros países donde el acceso a los servicios de salud es muchísimo más complicado, el uso de pesticidas y otros químicos está haciendo que broten casos de cáncer, defectos de nacimiento y enfermedades mentales, entre otros padecimientos.
En la India, los productores de algodón se endeudan para comprar las semillas y los químicos que les permitirían competir. Sin embargo, el suelo está tan dañado que, cuando los productores no pueden producir suficiente para pagar su deuda, terminan perdiendo su tierra. El resultado: más de 250.000 agricultores de algodón de la India se han suicidado durante los últimos 16 años. Eso promedia un agricultor suicida cada treinta minutos. Es la peor ola de suicidios en la historia de la humanidad.
Todo, con tal de que una camisa en el mall sea más barata.
“Queremos que Fashion Revolution también afecte, de forma positiva, a los productores”, cuenta Sofía. El efecto dominó de un consumo más responsable podría, en efecto, salvar vidas, aunque estas estén al otro lado del planeta.
En el caso particular de nuestro país, Fashion Revolution tiene un plan ambicioso, aunque Sofía cuenta que saben que el proceso para lograr su cometido será largo y complejo: si Costa Rica se vende como un país verde, entonces eventualmente podría venderse también como un país con una industria textil verde; es decir, un país responsable tanto con el medio ambiente como con quienes trabajan directamente en la producción de tela y ropa.
“No hay países que vendan moda verde. ¿Por qué no hacerlo nosotros”.