Juan Alba Mejía es josefino. Solía vivir al norte de la capital y, ahora vive en el centro. Es un hombre gay, moreno y atlético. Dice que fue en Costa Rica donde comenzó a asistir diariamente al gimnasio.
Tiene 28 años y quiere terminar un bachillerato universitario en el país.
Hace casi cinco años, Alba Mejía fue testigo de un asesinato del crimen organizado y su vida perdió el hilo de la normalidad. Fue asediado en su casa y en su trabajo. Finalmente, recibió una nota en el que amenazaban con matarlo.
En agosto del 2014, sus colegas, sus amigos, su familia... todos se quedaron detrás de las fronteras, en Honduras.
“El temor mío era que me buscaran como el único testigo que había de esa muerte y que después atentaran contra mi vida”, dice Alba Mejía sobre la razón de su viaje sin retorno.
“El mismo día saqué pasaporte, compré el boleto que no sabía ni para dónde sería y lo que se me vino a la cabeza fue Costa Rica. Me vine en Ticabús. Fue muy difícil porque, no creas, dejé la familia. Aunque la relación no fuera buena, siempre sentís un poco de apoyo. Aunque te desprecien, tarde o temprano te van a querer. Pero yo me dije que la distancia iba a hacer que las cosas cambiaran. Cuando venía pasando la frontera, sentí aquella cosa tan rara que se me llenaron los ojos de agua y me puse a llorar. Dije: ‘Dios, dejé mi vida, mi trabajo, mis estudios y mi círculo de amigos’. Empecé una vida de cero. No ha sido fácil”, asegura Alba Mejía, quien desde mayo pasado cuenta con su condición de refugiado.
“A veces, las circunstancias te obligan a salir adelante y dejar todo atrás porque tienes que buscar tu paz interior. Tienes que buscar tu seguridad. Yo decidí salir de mi país”, dice el hondureño.
El caso de Alba Mejía tardó tres años en resolverse. En octubre del 2017 apeló una primera negativa y, tras participar de una audiencia en marzo, cuenta con asilo desde hace poco más de un mes.
Desde el 2015, la Dirección de Migración y Extranjería cuenta con el detalle de las personas refugiadas por razón de su orientación sexual –es decir, hombres gay, lesbianas y bisexuales– o su identidad de género –usualmente, personas trans–.
Según información proporcionada por la organización Comunidad Casabierta, especializada en temas de migración LGBTI, los centroamericanos buscan protección de Costa Rica por casos de violencia física, amenazas verbales, persecución, acoso y, en general, por la inseguridad que sienten en sus países natales.
Migración asegura que, entre el 2015 y hasta este junio, 50 peticiones han sido aprobadas por ese criterio.
Del total de 520 casos de refugiados que fueron aceptados en ese mismo tiempo, casi un 10% forma parte del criterio de orientación sexual e identidad de género.
Problema mundial
Con gobiernos inestables y violaciones flagrantes a los derechos humanos, los centroamericanos huyen con más frecuencia de sus países.
En mayo, la Agencia de la Organización de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) alertó sobre el incremento de desplazamientos forzados en el Triángulo Norte de Centroamérica –es decir, una región formada por Guatemala, Honduras y El Salvador–.
“Escuchamos relatos repetidos de que huyen del reclutamiento forzado de bandas criminales o que sufren amenazas de muerte. La mayoría dice huir porque la situación en sus lugares de origen es desesperada”, dijo en una conferencia de prensa una portavoz de la Acnur en Ginebra.
La agencia de la ONU describe un panorama de altas tasas de homicidios, violencia de género contra las mujeres y agresiones contra las comunidades LGBTI.
“Cuando dicen refugiados todos se imaginan guerras bélicas. Hay una guerra no localizada en el Triángulo Norte. Hay pandillas, crimen organizado y violencia generalizada en estos países”, explica el activista de la Comunidad Casabierta en Costa Rica, Dennis Castillo.
En el 2017, la Acnur afirma que los centroamericanos presentaron 130.500 peticiones de refugio en todo el mundo.
Costa Rica es uno de los cinco países predilectos como destino –los otros cuatro son Belice, México, Estados Unidos y Panamá–.
En el país, el refugio o asilo es autorizado por la Comisión de Refugiados (conformada por tres representantes del poder ejecutivo: uno del Ministerio de Trabajo y Seguridad Social; uno del Ministerio de Seguridad Pública y un último del Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto).
Una vida nueva
A finales del 2013, Alba Mejía fue testigo de un asesinato en Santa Bárbara de Honduras.
Está agotado de repetir la historia entrevista tras entrevista –su proceso de refugio tardó tres años en resolverse y tuvo tiempo de sobra para repetir su caso– y, por lo mismo, ahora cuenta lo que vivió de forma ininterrumpida y sin sobresaltos.
“Era voluntario en ChildFund Honduras, una fundación de bienestar social. Laboraba para la asociación de desarrollo del lado de Atima. Al principio, manejaba una zona que no era muy conflictiva. Mi trabajo era bien valorado. Pero ya se escuchaban rumores de que había asaltos, que las maras habían agarrado para ese lugar y que habían muchos mareros. Hubo un enfrentamiento entre familias y se mataron dos primos”, describe el hondureño.
“Venía de mi trabajo (en moto) y, como a dos cuadras vi cuando salieron dos muchachos encapuchados de un lugar y le dispararon a un muchacho con dos tiros en el pecho. Yo como pude, le di vuelta a mi moto y me devolví”, dice.
Alba Mejía fue el único testigo, pese a que no podía reconocer a los asesinos. De forma anónima, empezaron a indagar con sus colegas y familiares. Nunca interpuso una denuncia por temor a que las amenazas se cumplieran.
“En mi trabajo hallé una nota anónima que decía que me iban a matar. Estaba debajo de la puerta”, recuerda.
Para ese entonces, el hondureño también ocultaba su orientación sexual para protegerse a sí mismo y a su familia.
“Debido a la situación que se dio en Honduras yo tenía temor de contarle las cosas a ellos porque me daba miedo su reacción”, afirma.
Con las manos gesticula que obtener su refugio fue como una liberación explosiva. Después de llegar en agosto del 2014, tardó un año en saber que su historia podía garantizarle refugio, incluso por la vulnerabilidad de su orientación homosexual.
“Por eso salí de mi país. Decidí hacer mi vida tal y como yo era. Tomo mis propias decisiones, sé valerme por mí mismo”, dice.
Alba Mejía afirma que su vida comenzó desde cero. Pasó diez meses friendo pollo y atendiendo la caja de un restaurante de comida rápida. Trabajó en un call center y, hace un mes, obtuvo un puesto en relaciones públicas de una fundación internacional.
Dejar un pasado en su país natal es doloroso, dice. Ahora, planea terminar sus estudios en contabilidad y comenzar un técnico como asistente de cirugías. Quiere una vida “estable”. Sueña con que su mamá lo visite en Costa Rica.
El caso de Alba Mejía tardó tres años en resolverse a su favor. Ahora, puede vivir sin miedo.