*Por respeto al paciente y su privacidad en este artículo no se incluye su nombre completo, ni sus discapacidades psicosociales o rasgos físicos.
Rodolfo ha estado solo casi que toda la vida. Aunque alrededor suyo hay personas que le atienden a diario, no tiene a nadie.
Nació hace 61 años en una zona rural de Costa Rica. Llegó al mundo con lo que en aquella época se conocía como una enfermedad mental. Desde los nueve años fue institucionalizado en un hospital psiquiátrico donde ha transcurrido su existencia. Es posible que él no tenga noción de lo que ha sido su vida.
Rodolfo, hoy don Rodolfo, es el símbolo de los errores de un siglo pasado que se intentan reparar. Nació en el tiempo en el que había desconocimiento sobre las enfermedades mentales y un sinfín de mitos y estigmas sobre el tema.
Su familia, como la de la mayoría de personas que en aquellos años eran institucionalizadas en un hospital psiquiátrico costarricense, vivía en situación de pobreza y tenía muchos hijos; no existía la educación inclusiva: los niños que presentaban esas patologías pasaban todo el día en sus casas.
Adicional a esto, Rodolfo vivió sus primeros años en una época en la que por falta de conocimiento familiar y enfoques de salud permeados por estereotipos hacia las personas que como él nacieron con diferentes condiciones mentales, le destinaron a vivir abandonado, posiblemente un abandono involuntario ante lo poco que sabían sus parientes de su discapacidad.
En esos tiempos, cuando Rodolfo era apenas un niño, las opciones no estaban basadas en la defensa de los derechos humanos. Ante ese escenario, en el que había menos variedad de fármacos para compensar a los pacientes que padecían enfermedades de las que no se conocía mucho y además, podían presentar conductas agresivas, a los padres se les hablaba de la existencia de dos hospitales psiquiátricos y la sugerencia de que era mejor internar ahí a sus hijos.
A Rodolfo lo hospitalizaron y luego lo abandonaron. Hoy, este paciente del hospital Roberto Chacón Paut, en La Unión, suma 53 años institucionalizado, viviendo una vida que, dependiendo de cómo se vea, podría decirse que no ha sido vida.
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Rodolfo terminó su niñez, vivió su juventud y ahora la adultez sin familia. Hoy su cabello coloreado por las canas es recortado por el personal de enfermería, el cual también está pendiente de arreglarle la barba. Su hogar desde siempre ha sido el Chacón Paut (desde 1972), el hospital psiquiátrico ubicado en Tres Ríos. Antes de ingresar allí pasó cuatro años en el centro médico homólogo ubicado en Pavas: al Manuel Antonio Chapuí llegó en 1968.
Hace un tiempo, el Chacón Paut tenía a sus residentes de larga estancia viviendo en casitas que compartían con otros pacientes en sus mismas condiciones de abandono, y ahí convivían seis o siete. Sin embargo, ahora don Rodolfo y otra 36 personas que también tienen muchos años institucionalizadas pasan sus días en lo que conocemos como salones típicos de hospital, dado que la gran mayoría de ellos son dependientes y, en algunos casos, requieren asistencia para bañarse, comer y vestirse, entre otras tareas básicas.
El término de enfermedad mental quedó atrás. Hoy Rodolfo y sus compañeros presentan una discapacidad psicosocial.
“El asunto es que como hubo tantos años de evolución de la enfermedad y de estar en un medio encerrado han generado una serie de dependencias y discapacidad que es lo que llamamos discapacidad psicosocial, que se genera a partir de la enfermedad mental que los vuelve dependientes y hay que asistirles en algunas cosas como ponerse la ropa, bañarse, alimentarse. Se genera dependencia y se requiere que haya un tercero que les ayude con esas labores”, explica Carolina Montoya, directora del Chacón Paut.
Luisa Vargas, jefa de trabajo social de este centro médico, agrega: “Con los nuevos modelos de atención en discapacidad todas estas enfermedades o todo esto que conocíamos como enfermedad mental se agrupa dentro de lo que llamamos discapacidad psicosocial o discapacidad cognitiva. En el caso de él (de Rodolfo) es una discapacidad psicosocial crónica, que nació con ella y la ha mantenido todo el resto de su vida”.
Por privacidad no se detallarán las condiciones con las que nació y que presenta don Rodolfo, pero podemos decir que es una persona con conductas de aislamiento social que está “en su mundo, en sus cositas”, describe Luis Ríos, enfermero del hospital y quien lo conoce desde hace 11 años.
El personal de enfermería es el que más pasa en contacto con Rodolfo y sus pares. Años atrás, siendo más joven, era común que este señor deambulara por las zonas verdes del lugar. Hoy la realidad es distinta.
“En conducta antes era más activo, deambulaba solito. Ahora está más sentado, más en cama. Es una persona de 61 años a quien el cuerpo le pide descanso. Él ha seguido un proceso de envejecimiento. Ha estado estable en sus patologías mentales y físicas. No ha requerido internamientos en otros hospitales especializados”, añade el enfermero.
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Los registros con los que cuenta Trabajo Social indican que los papás de don Rodolfo fallecieron en los años 70. Desde entonces, nunca más recibió visitas. Se sabe que tiene hermanos pero, en el caso de él, no cuentan con datos para localizarlos. Lo más cercano que ha conocido como una familia es lo que tiene en el hospital, a esas personas a las que les sostiene la mirada e identifica tras verlas seguido durante años.
Él
Don Rodolfo usa la misma vestimenta que cualquier paciente internado en los hospitales. Él prefiere las camisas sin botones y los pantalones largos. Privilegia las medias antes que los zapatos. Él no tiene lenguaje verbal, pero a las personas que reconoce les comparte miradas y atiende cuando le llaman por su nombre.
Por medio de gestos manifiesta sus emociones. Cada vez que los funcionarios de terapia ocupacional realizan actividades en las que juegan con bolas o plastilina, él sonríe.
“A veces está contento. Está alegre dentro de las dinámicas. (Sonríe) cuando escucha música (de cualquier tipo) y cuando se le conversa; disfruta la estimulación neurosensorial. Cuando le hacemos masajes se ve que se relaja, sonríe y está tranquilo”, cuenta el enfermero Luis Ríos.
Cada día la rutina de don Rodolfo es la misma. Primero el baño, luego el desayuno, más tarde distintas dinámicas como salir a tomar el sol, asistir a diferentes terapias, entre otras.
“En la tarde a la hora del café a veces variamos para que tome café en otra parte. A la hora de dormir se hace con cuidado para que tenga buena higiene del sueño. Velamos para que no haya mucho frío, ni ruido. Todo ese cambio lo hacemos para que ellos sepan que es de mañana, de tarde o de noche. También les decimos cuándo habrá una actividad especial. Saben que hay queque, música, antifaces”, continúa el funcionario.
A Rodolfo le gusta y sonríe cuando le dicen que es su cumpleaños.
“A él le gusta. No sabemos si realmente sabe”, agrega el enfermero.
Rodolfo no se relaciona mucho con los otros pacientes; es más cercano a los funcionarios a quienes reconoce. Eso sí, cuando en el hospital realizan actividades, él participa. Lamentablemente tras la llegada de la pandemia este espacio de esparcimiento se suspendió.
Todas las semanas los pacientes que viven en este hospital disfrutaban de una carne asada y en fechas como Navidad, Semana Santa o las fiestas de Independencia llegaban vecinos de la zona y estudiantes a realizar distintos eventos. Esto permitía que los usuarios se involucraran con la comunidad y que los estudiantes empezaran a derribar mitos en torno a la salud mental. En las festividades, Nutrición les prepara platillos de la época.
Antes, algunas veces al año, don Rodolfo y sus compañeros salían de paseo a una playa, al Parque Diversiones, al antiguo zoológico Simón Bolivar y hasta a museos, pero desde la llegada del coronavirus todo esto se suspendió. Incluso se anularon, por el momento, las visitas que tenían algunos pacientes de familiares con quienes ahora deben comunicarse por videollamada. En el caso de Rodolfo no es así.
Don Rodolfo no conoce otra vida que no sea esta. Una vida con dignidad limitada en la que si bien tiene techo, abrigo, alimentación, y, según los funcionarios del hospital, hasta afecto; no cuenta con la posibilidad de realizar actividades cotidianas básicas como elegir su ropa, qué quiere comer y en qué momento hacerlo o elegir ver un programa específico, por ejemplo.
La idea es que esto cambie y que pronto don Rodolfo tenga una nueva vida. El hospital ejecuta un programa de reinserción en el que esperan llevarlo a vivir, al igual que a sus 36 compañeros, fuera de ese centro médico.
Los errores del pasado
Luisa Vargas, trabajadora social, dice que tanto don Rodolfo como todos los seres humanos que han vivido prácticamente una vida entera en un hospital psiquiátrico “no lo merecían”.
“El hospital como todo hace su mayor esfuerzo (para que los pacientes tengan sus necesidades cubiertas) pero nadie debe vivir institucionalizado y vivir tantos años desvinculado de su familia, de la comunidad, del sistema educativo. Eso es violatorio de los derechos humanos. Ese aislamiento lo viven las personas que cometieron un delito o una falta y es que ellos (las personas que viven en el Chacón Paut) no cometieron ninguna falta. No merecían vivir toda su vida en un hospital psiquiátrico”, afirma.
La profesional reconstruye el pasado para comprender mejor la realidad del siglo anterior y el por qué tantas personas terminaron viviendo en un hospital psiquiátrico. En el 2004, este centro de salud mental inició un programa de reinserción social. Desde entonces 136 pacientes lograron vivir fuera de este lugar, siendo que 36 se ubicaron con sus familias de origen. La centena restante fue a lugares asignados por el Consejo Nacional de la Persona Adulta mayor (Conapam), organizaciones no gubernamentales y por el Consejo Nacional de Personas con Discapacidad (Conapdis).
“Revisando tomos de expediente de salud, la mayoría de los usuarios en esta condición de abandono por largos periodos de hospitalización y que fueron ingresados siendo niños o adolescentes, tienen elementos comunes en sus historias: había desconocimiento general en aquel entonces (años 60 y 70) sobre la enfermedad mental. Estaba rodeada de un montón de mitos”, explica Vargas.
La funcionaria añade que muchas de estas personas que terminaron institucionalizadas vienen de zonas rurales.
“Había elementos de privación sociocultural, de pobreza extrema. Era un contexto histórico donde las familias eran numerosas, no como ahora. Había cinco, seis hijos y de repente este usuario empieza a crecer y a desarrollar lo que en ese entonces se conocía como toda la enfermedad mental que se torna con conductas muy agresivas. Aquí aparece otro elemento: no podemos culpar solo al usuario o a las familias, también era el acceso a los servicios”, detalla.
La trabajadora social ejemplificó que, en las décadas de 1970 y 1980, las opciones educativas para niños con esas condiciones eran pocas y además, segregadas.
“La escuela (Fernando) Centeno Güell y las aulas diferenciadas o aulas integradas que tenían los sistemas educativos, estaban concentradas en el gran área metropolitana, no en zonas rurales”, explica.
Ante esto, la mayoría de los niños que en ese momento eran diagnosticados con las llamadas enfermedades mentales no tenían acceso a elementos educativos. Pasaban todo el día en sus casas.
En cuanto a los servicios de salud, en esa época, recuerda Luis Vargas, no estaban habilitados los hoy conocidos Ebais, por lo que las personas acudían a las clínicas.
“Muchos de esos enfoques en salud estaban permeados, hay que decirlo, de todos estos mitos y estereotipos que se tenía hacia estas poblaciones. Eran enfoques de atención muy biologistas. No tomando en cuenta derechos humanos y de integralidad.
“Bajo estos enfoques era difícil para las familias contenerlos dentro de sus comunidades o de las propias familias. Aparte había otro elemento: la variedad de fármacos que tenemos ahora como equipos de apoyo o como ayudas técnicas para estas poblaciones, que servían para minimizar estas conductas de agresividad no se daban en esos años. La oferta de fármacos que se tienen ahora y con la que se puede ayudar a las conductas de los seres humanos es muy variada”, detalla Luisa Vargas.
“Estas familias estaban limitadas: estaban los problemas de conducta, de agresividad; no tenían acceso a servicios de salud, vivían en condiciones de pobreza extrema, sin información de la enfermedad mental que tenía el usuario y un sistema de salud que en algunos casos le ofrecía que era mejor internarlos”, añadió.
En sus investigaciones, la profesional topó con que muchos de los pacientes llegaban primero porque entraban en crisis, los dejaban hasta dos meses hospitalizados y esto se iba repitiendo. Hay quienes tuvieron hasta 40 ingresos antes de ya ser dejados permanentemente.
“(...) Como era tan difícil venir de tan largo, en condición de pobreza extrema, no había dinero, ni la flota vehícular de servicio público que tenemos ahora, de repente deciden que lo mejor es que este usuario permanezca indefinidamente en los hospitales. En ese momento sí estaba la posibilidad de institucionalizarlos por enfermedad mental, porque había un montón de mitos y estereotipos en torno a estas dinámicas. Entonces estos usuarios se hospitalizan de forma permanente y poco a poco el vínculo se va perdiendo y pasa el elemento que es común en muchos de ellos. Los papás, quienes eran los que más los visitaban, fallecen. Al morir los padres los hermanos no mantienen el mismo vínculo por distintos motivos (...)”, añadió.
Otro factor que jugaba en contra de la permanencia del lazo familiar es que muchas personas daban como referencia el teléfono público de su comunidad. Esos números eran de seis dígitos. Hoy son de ocho.
Como se mencionó al inicio, la historia de Rodolfo tiene aspectos similares a los expuestos por la trabajadora social. La diferencia entre él y otros pacientes es que en este momento es quien tiene la estancia más prolongada en el hospital Chacón Paut.
Don Rodolfo tiene casi que una vida entera en el lugar por el que han pasado funcionarios que a lo largo de 50 años se han casado, convertido en padres, abuelos y ahora pueden hasta disfrutar de una pensión tras terminar su ciclo laboral.
“(Rodolfo) genera empatía y, por su condición de salud, genera más empatía con el personal de enfermería que está con ellos 24/7”, explica Vargas.
La vida en el hospital
La historia psiquiátrica de la Costa Rica del siglo pasado habla de pacientes sedados, sujetados con camisas de fuerza y hasta a quienes les daban descargas eléctricas. La directora Carolina Montoya asegura que la realidad actual es muy diferente.
“Yo no lo vi, pero lo he leído en la historia. La legislación internacional y lo que Costa Rica ha aplicado en cuanto a derechos de personas con enfermedad mental o discapacidad psicosocial ha sido básicamente eso: garantizar el respeto a la dignidad de la persona. Las historias de descargas eléctricas, camisas de fuerza, sujeciones permanentes, personas dormidas todo el tiempo eso es historia del siglo pasado. La legislación no lo permite ni es lo que hacemos”, asegura.
Rodolfo estuvo viviendo en un hospital desde 1968, en Pavas. Cuatro años más tarde se trasladó al Chacón Paut. En los expedientes a los que han tenido acceso los funcionarios no se detalla si alguna vez él pudo vivir alguno de esos agresivos “tratamientos”.
“No está documentado nada de esto que estamos hablando. El expediente es de salud. Se documentan atenciones en salud. Se documentan en algunos expedientes, no tengo el de él a mano, que en momentos de agresividad haya sido necesario aplicar mayor sedación y uso de sujeciones con cierto protocolo. Eso sí se usa en algunos casos con estándares de seguridad. En el de él no lo tengo a mano y no sabría decirle. Pero este tipo de restricciones no las he visto, las he leído en la historia de psiquiatría en Costa Rica”, reitera.
En el hospital los usuarios cuentan con servicio de enfermería, medicina general y psiquiatría. En horario administrativo tienen el apoyo de terapia física, hay acompañamiento de psicología y trabajo social si lo requieren. Además, son asistidos por un departamento de terapia ocupacional. Sin embargo, lo deseable es que cada una de estas 37 personas, incluyendo a don Rodolfo, tengan una vida fuera del hospital.
Tanto el hospital psiquiátrico Manuel Antonio Chapuí, en Pavas, como el Roberto Chacón Paut han estado trabajando en la reubicación de los pacientes, pues ambos centros han albergado a muchas personas por extensos períodos de tiempo, luego de que fueran abandonadas ahí por sus familias.
En la actualidad, esto es lo que se puede hacer por estas personas. “La reubicación es el proceso en el que estamos trabajando en coordinación con Conapdis, que ha sido un gran aliado en la defensa de los derechos de las personas con discapacidad psicosocial. Es buscarles un lugar y medios económicos para que puedan salir a vivir fuera de acá. En este último proceso es en el que estamos. Existe una coordinación amplia para ubicar un lugar adecuado para que los reciba”, comentó la directora.
El enfermero Luis Ríos contó que además de reubicar a estas personas en centros para adultos mayores está la opción de llevarlos donde familias solidarias que se ofrecen a encargarse de ellas. Estos voluntarios recibirían un subsidio, pues tanto don Rodolfo como sus compañeros son responsabilidad del Estado.
“Nosotros no solo capacitamos a los cuidadores. También vamos a las áreas de salud para explicarles que estos usuarios van a estar en la comunidad y qué les pasa cuando no quieren comer, cuando lloran o tienen fiebre”, explica el enfermero.
Don Rodolfo, quien suma 53 años institucionalizado, será parte de un proceso paulatino en el que se irá incorporando a su nueva vida. Se espera que ocurra este mismo año.
“Son muchos años de vivir aquí, donde se le ha garantizado acceso a lo básico y se le da afecto. Este será un proceso cuidadoso. No es que vamos, lo dejamos y lo olvidamos. Se hacen acercamientos continuos. Se van introduciendo las otras personas. Las personas con quienes tiene más afecto son quienes van a hacer ese proceso de transición de manera que no le sea emocionalmente impactante y logre adaptarse a ese otro lugar. Que las personas que lo van a cuidar conozcan sus gustos y preferencias. Nosotros también nos encargamos de hacerle seguimiento y acompañamiento”, explica la doctora Carolina.
Mientras ese momento llega, don Rodolfo continuará viviendo cada día igual que hace cinco décadas.