A 3820 metros de altura sobre el nivel del mar no hay piedra para protegerse del viento y la temperatura es de menos cuatro grados centígrados, pero eso es lo de menos. La cumbre de Costa Rica es iluminada por una paleta de colores azul con naranja que son soberanos durante el primer cuarto de hora de un amanecer que vale dos rodillas. No hay foto de Instagram que le haga justicia al alba que se cierne desde la cima del Cerro Chirripó.
Es un sábado por la mañana y el cielo está tan despejado que aún se pueden divisar algunas estrellas. Esta es la experiencia que ofrece un ascenso que a la postre le exige más a la mente que las extremidades.
El porcentaje de ticos que ya subieron hasta aquí deben tener bien divisado el trayecto por San Gerardo de Pérez Zeledón, un pueblo moldeado por el turismo. Sin embargo, este reportaje no vamos a hablar de la Cuesta del Agua ni la de los Arrepentidos. No. El siguiente relato se va a centrar en la historia de San Jerónimo de Pérez Zeledón, el pueblo que construyó la nueva puerta hacia el macizo Chirripó.
San Jerónimo
El polvo se empieza a esparcir por el parabrisas de un vehículo que atraviesa, dando tumbos y sin pasar de primera, un camino estrecho de una zona rural. Las piedras esparcidas a lo largo del trillo están calientes por los intensos rayos del sol, que se disimulan entre las bajas temperaturas y el viento.
El vehículo se detiene para darle paso a un pick up que parece haberse estrenado hace más de 30 años –es un hecho que por ese camino no pasan los dos carros al mismo tiempo–.
El conductor del pick Up nos saluda esbozando una sonrisa a la que le faltan unos dientes y sigue su paso con su carga de sacos de café. Eran las 2 p. m. del primer jueves de febrero y sobre San Jerónimo no había ni una sola nube, pero quizá era porque estábamos por encima de ellas.
Este pueblo, que pertenece al distrito de San Pedro de Pérez Zeledón, se encuentra a 45 kilómetros al este de San Isidro de El General. Es un viaje que desde la capital se puede prolongar más de tres horas–cuatro si la carretera está en reparaciones o si se hace la parada de rigor en el restaurante Chespiritos– .
San Jerónimo reposa sobre las faldas de los cerros Chirripó, Lohman, Palmital y Ena. Es un asentamiento relativamente joven, cuyos primeros pobladores arribaron en 1948. A partir de ahí, el desarrollo llegó –cuesta arriba– pero llegó. En 1962 se fundó la primera escuela, 27 años después se implementaría la electricidad y en 1989 el ICE instalaría el primer teléfono público.
Las 600 personas que habitan San Jerónimo dan la impresión de pertenecer a otra época, una en la que los contactos se escribían a lápiz en una agenda de papel. Ahí todavía se cocina al calor del fogón y la gente, con mucho orgullo, empieza a trabajar minutos antes de que se asome el sol. Sin que nadie lo diga, es notorio que San Jerónimo es un pueblo impulsado por el esfuerzo de su gente.
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Estos habitantes aprendieron a vivir a la sombra de los macizos geográficos que los rodean, surcados por senderos que se vuelven laberintos áridos en verano y de barro en invierno; una serie de recorridos empinados y llenos de vegetación que invitan a la aventura a todos los valientes que desean ascender al pico más alto que Costa Rica puede ofrecer.
Lo que para nosotros, los forasteros, es una prueba a la resistencia física y mental–un hito digno de alardear en todas las redes sociales– para los dueños de San Jerónimo es una especie de rutinaria jornada laboral o incluso una herramiento. Así lo entendió Alexis Quirós cuando decidió construir el complejo turístico Las Lajas.
“Yo nací aquí y probablemente me vaya a morir aquí, no me veo a mí ni a mí familia en otro lugar”, explica Quirós, un hombre corto y ancho cuyas manos delatan que ha trabajado la tierra toda su vida; nunca se ha visto en la necesidad de contratar mano de obra.
Quirós es un líder de la comunidad y uno de los fundadores de La Asociación de Turismo Cerro Ena (ATURENA), un conglomerado que se inició con la intención de atraer turistas que desean conocer el cerro Ena. Posteriormente, trabajaría un nuevo sendero que culmina en el albergue Crestones, el punto de encuentro antes de llegar al Cerro Ventisqueros, la Laguna Ditkevi y, por supuesto, al Chirripó. Nuestra meta.
Si usted es nuevo en esto de la aventura quizá no sepa que para llegar al Cerro Chirripó se tiene que caminar, y mucho. Generalmente se asciende por un trillo que comienza en San Gerardo de Pérez Zeledón; sin embargo hace unos tres años, el Sistema Nacional de Áreas de Conservación habilitó también la ruta por San Jerónimo.
Revista Dominical se adentró más allá de El Valle de El General para conocer este nuevo trecho y a la gente que se mantiene gracias a los visitantes que son atraídos por la vista a 3820 metros sobre el nivel del mar.
La preparación
Alexis y su hija Jessica Magaly nos reciben en el centro de Pérez Zeledón. El emprendedor de turismo se encontraba lejos de casa porque necesitaba comprar un congelador para instalarlo en su complejo de cabinas.
Quirós saluda con un fuerte apretón de manos y, prácticamente sin preguntarle, empieza a narrar la historia de su esmero –que a veces según su hija raya en la terquedad– para hacer de su San Jerónimo una zona atractiva para los turistas.
“Mis cinco hermanos, mi cuñado y yo empezamos a construir las cabinas, pero la gente piensa que con la inversión la ganancia va a venir de inmediato, pero así no son las cosas. Así que algunos se fueron yendo porque se les metía el agua y, bueno, él que se va no hace falta mientras él que se queda no estorba”, nos explica Alexis, quien se ha capacitado en cursos de administración, turismo, construcción, agricultura orgánica y, además, es parte de la brigada contra incendios forestales.
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Muchos de los hermanos de Alexis emigraron a Estados Unidos al igual que los hicieron otros vecinos que dejaron de encontrar rentable la siembra de café o cubaces con la que se mantuvieron sus progenitores.
Pero Quirós, a sus 55 años, no se ve pidiendo visa o adaptándose a una vida lejos de la cordillera de Talamanca. Dice que, para él, eso sería como mendigar.
Nuestro interlocutor interrumpe abruptamente su relato, para advertirnos que en su casa no tiene tomates, así que tiene que comprar en unos de los abastecedores de San Jerónimo. Por desgracia para él, las pulperías se quedaron cortas de tomates por el atraso de un encargo proveniente de San Isidro. Alexis, apenado, no le quedó más remedio que pedirle los vegetales a un familiar de la zona.
Para llegar al centro turístico Las Lajas, hay que dejar el vehículo a un kilómetro de las cabinas, atravesar un puente sobre una quebrada del río San Rafael, en la cual yacen piedras gigantescas que fueron arrastradas hace un par de años durante la tormenta Nate. Alexis bromea que fue él quien las puso ahí un día que estaba muy enojado con el mundo.
Tras pasar el puente, hay que ascender por un sendero rodeado de árboles. Esto apenas es un entremés de 500 metros para los 14 kiló metros que nos esperaban al día siguiente.
La caminata culmina en un trillo adornado por flores que crecen en la zona; bailarinas, ojos de poeta y orquídeas marcan el camino hacia tres cabinas de madera. Al lado hay una poza repleta de truchas y en una de las cabinas hay un tendedero del que cuelgan las sábanas que usaremos en la noche.
La cabina del centro es la más amueblada, tiene un pórtico con sillones para descansar y un par de mesas de madera. En esa misma cabaña hay una cocina que se alimenta con el fuego que proviene de unas tucas de madera. Allí se encuentra la esposa de Alexis, Ana Patricia, quien, en unos ollones de hierro, prepara una porción más que generosa de arroz, frijoles, picadillo de chayote y cerdo cortado en fajitas.
– ¿Conseguiste los tomates? Fue lo primero que Patricia le preguntó a nuestro anfitrión.
– ¡Ay los tomates! refunfuñó Alexis quien se tuvo que regresar al carro.
La lucha para recuperar la montaña
“Mándese fuerte que mañana les toca caminar un montón”, nos explica la señora con una sonrisa mientras coloca los platos sobre una de las mesas que están en el pórtico de la cabaña central.
Con un plato al frente, con su debida guarnición de ensalada con tomate. Alexis nos explica cómo fue que poco a poco se apropiaron de los macizos que los rodean.
“Una vez con la familia salimos a explorar el cerro Ena y en la mitad del camino nos dimos cuenta que un señor de apellido Garita, oriundo de Pérez Zeledón, lo estaba vendiendo…,¿cómo si el cerro fuera de él? Viera como nos enojamos en el pueblo, salimos a denunciarlo ante la Fuerza Pública. Después de ese incidente, nos propusimos a explorar más el cerro y abrirlo a los visitantes”, explica Alexis mientras combina con una cuchara el arroz blanco y los frijoles.
De esa manera, nació ATURENA, como un grupo de pobladores que se adentraron a la montaña para garantizarle a los turistas una visita “segura” . Allí, se encontraron a cazadores ilegales y sembradíos de marihuana e iniciaron un pulso para ver quién se dejaba el control de la montaña.
“Cuando comenzamos con esto del turismo nos empezamos a dar cuenta que había gente mal intencionada que se aprovechaba de la desolación de la zona para cultivar marihuana. A medida que nos íbamos adentrando, lo que era un secreto a voces resultó ser verdadero”, explica Quirós.
Pero las exploraciones no se detuvieron y más bien, el conglomerado turístico se echó los materiales al hombro para construir una especie de cabaña que fungía como albergue en el cerro Ena; sin embargo, Alexis recuerda que a su “cabañita” la quemaron los narcos como una especie de represalia para alejar al turismo de la zona.
“Es frustrante que algunas personas la tengan contra nosotros por denunciar las siembras de marihuana y que tomen medidas que están afectando la llegada del turismo nacional y extranjero... , sin embargo, cuando ellos nos quemaron la cabaña, inmediatamente construimos otra y más grande para que les chimara. Este es nuestro pueblo y aunque seamos pocos, somos bien molestos”, enfatizó Quirós, mientras excavaba la poca comida que le quedaba en el plato.
Alexis nos cuenta que uno de esos incendios en la zona alta del Chirripó se salió de control, hace siete años exactos. Las brasas se esparcieron rápidamente y consumieron 150 hectáreas de sus macizos. Esa vez, Quirós puso el centro turístico Las Lajas a disposición de la Cruz Roja y los bomberos, quienes instalaron el centro de operaciones en sus cabinitas. Quirós nos confiesa que en febrero del 2012 subió a la montaña hasta donde sus plantas de los pies se lo permitieron.
“Nosotros preparábamos los alimentos para que la gente no se fuera a la montaña sin comer. Luego atendíamos a los periodistas, me acuerdo que una vez hasta me tuve que echar al hombro la cámara de un camarógrafo de Canal 7, quien no pudo con la cuesta, pero uno lo hace con gusto. En esa época, casi no dormía, teníamos reunión de logística hasta la medianoche y al día siguiente había que estar despierto desde las 3 a . m. para preparar desayuno ”, explica Alexis antes de disculparse para nuevamente bajar el trecho por donde vinimos. Se había olvidado del congelador en la parte trasera del vehículo.
“Igual, aquí nadie roba”, dijo en son de burla mientras descendía como un conejo por el camino adornado por las flores.
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“Alexis no los podrá acompañar mañana, pues ya tiene un compromiso”, nos informa Patricia.
Todo se debe a que el complejo Las Lajas estrenará corriente, sí, el milagro de la electricidad llegará a las tres cabinitas donde estamos hospedados, gracias a una turbina instalada en el pozo de las truchas y a dos paneles solares que reposan sobre el techo de la estructura principal del consorcio.
“No podrá ascender el trillo con ustedes porque invitó a casi a todo el pueblo a cantar karaoke. Va a ser un fiestón”, nos termina de explicar Patricia, mientras nos indica que vamos a dormir en una de las cabañas, que ya todo está en orden para que pasemos la noche ahí.
Breve guía del ascenso por San Jerónimo
Antes de emprender el camino, Alexis nos recomendó hacerle frente a los 14,5 kilómetros que separan el borde de San Jerónimo con el albergue Los Crestones con zapatos cómodos; pueden ser tenis pero preferiblemente uno tipo Hi-Tec para prevenir un desliz en el trayecto. También, es bueno contar con dos bastones para escalar, los cuales se vuelven salvavidas cuando el terreno es resbaladizo. Hay que llevar un par de meriendas para reponer y dos botellas de llenas de agua para no deshidratarse.
No se puede escatimar en bloqueador pues a pesar del viento y las bajas temperaturas en comparación a San José, los rayos del sol no dejan de ser intensos– creánme que uno lo nota– , tampoco se debe olvidar un chapstick para humectar los labios que se queman por le viento. Por último, un tip de mañoso: untarse vaselina en los pies y entre los dedos disminuye la fricción del camino, sus extremedidas inferiores se lo agradecerán.
Las luces de las cabinas se encienden a partir de las 3 a . m. En la madrugada, San Jerónimo suele estar a unos cinco grados centígrados y el agua del baño es tan fría que justifica cualquier madrazo.
El camino lo iniciamos a las 4:30 a . m, esa es la hora a la que se suela arrancar, esto con el fin de aprovechar el día al máximo. Eso sí, doña Patricia no nos dejó salir de Las Lajas no sin antes apretarnos una porción de pinto, dos huevos revueltos, maduro y dos tazas de café. Mi cuerpo me recordó el desayuno durante todo el ascenso.
El camino lo emprendimos en compañía de Jorge y Abelardo Quirós, ellos son el sobrino y el tío de Alexis, respectivamente. Algo curioso de San Jerónimo es que la mayoría del pueblo lleva los apellidos Jiménez o Quirós– no necesariamente tienen que ser familia–.
Antes de arrancar, Jorge nos explica que es primordial que nos mantengamos con el grupo hasta llegar a la Sabana de los Leones, uno de los sitios más cotizados por los caminantes y el cual está ubicado más allá de la mitad del trayecto.
También nos acompaña un grupo de turistas josefinos, cuyos relojes inteligentes, drones y cámaras fotográficas contrastan con la indumentaria sencilla de los guías.
Los primeros kilómetros y la oscuridad de la madrugada nos obligan a llevar un foco que se cuelga sobre la frente, una iluminación que apenas revela las zanjas que hay entre las piedras o una irregularidad en el camino.
“Por esa razón no se suele salir más temprano, porque se necesita de mucha maña para subir por acá a oscuras, sino más bien la gente se nos puede caer y lesionar ”, nos explica Abelardo, quien a sus 68 años puede decir que ha pasado toda su vida subiendo y bajando el cerro, y probablemente lo haga hasta que muera, pues nos confiesa que no tiene pensión pero de todas formas no se visualiza de otra manera que no sea trabajando.
A diferencia del camino con San Gerardo, que es el tradicional, San Jerónimo presenta un trillo menos desgastado pues ahí no pasan los arrieros que llevan la carga a caballo. Además, este trayecto ofrece un recorrido por las faldas del cerro Lohman el cual se engalana con una vista digna de enmarcar. Solamente hay que tener cuidado con las hojas secas, que son resbaladizas.
"Generalmente solemos durar unas ocho horas, con descansos y el desayuno incluidos, lo importante es que sean conscientes del esfuerzo que hacen. Todo el mundo puede subir esto, es cuestión de determinación, el tiempo es lo de menos. Esto más que un asunto de fuerza es algo de mucha cabeza..., de huevos”, nos explicó don Abelardo antes de iniciar la caminata.
El primer kilómetro es un cruce del río, ahí hay que tener cuidado con las piedras. Los guías nos advierten que antes el camino no era de esa manera, sin embargo fue por la tormenta Nate que ahora todo se ve tan “desordenado”.
El trillo continúa y antes de que saliera el sol, Jorge se abre paso a través de una franja que separa el camino de una finca bautizada como Laguinilla, esta hectárea le pertenece al complejo turístico. Con el amanecer ya sobre nuestras cabezas, emprendemos el primer ascenso fuerte de la jornada, antes de llegar a Patio de Agua.
Arriba, ya a más 2500 metros sobre el nivel del mar, tomamos un descanso para desayunar. El grupo de josefinos saca de sus mochilas un gallo pinto con huevo envuelto en hojas de plátano, como si fueran tamales. Sin embargo, ya para ese entonces nosotros ya habíamos tenido suficiente comida gracias a doña Patricia, así que nos conformamos con una barra de granola mientras que Abelardo sacaba de su pantalón una especie de cajeta de dulce de leche.
Mientras descansamos,, Jorge nos cuenta que la montaña es muy bonita pero hay que tenerle respeto.
“Yo les digo que todos pueden subir este camino, pero para disfrutarlo hay que prepararse, de lo contrario hay que detenerse cada 300 metros y la subida se puede prolongar por más de 12 horas y al final llegan al albergue hechos una desgracia. Me acuerdo que una vez vino un señor cuya única actividad física era bajarse del carro para comprarse un combo McDonald’s. Les juro que así me lo dijo y, además fumaba, ese día duramos 14 horas del kilómetro cero al albergue Crestones. Eso es ser irresponsable porque aquí uno compromete el corazón”, enfatiza Jorge, quien además de guía también se ha desempeñado como arriero.
El trayecto continúa por un bosque que culmina en una línea cortafuegos, lo cual es una faja de terreno de varios metros de ancho, donde se ha cortado y extraído toda la vegetación con el fin de combatir un eventual incendio. De hecho, desde donde estamos se pueden ver otras líneas cortafuegos y alrededor segmentos de bosque que denotan que por ahí pasó un incendio hace muchos años. Quizá eso es lo más llamativo que tienen estos macizos geográficos, que son su su historia en sí mismos.
Sobre la línea cortafuegos, Jorge nos narra otra historia de un turista que decidió subir al cerro Ventisqueros, el cual está a más de 3812 metros sobre el nivel del mar –apenas unos ochos metros por debajo de el Chirripó–. El problema fue que el turista se envalentonó a subirlo en medio de una tormenta eléctrica y sobre la cumbre un rayo le cayo a unos cuatro metros de distancia. Al turista lo encontraron vivo, desorientado y con las piernas quemadas.
“Tuvo suerte el huevón porque el rayo le impactó la parte derecha del abdomen porque si lo hubiera agarrado por le otro lado le revienta el corazón y creáme que tuvo más suerte porque tenía una buena póliza de seguros, de esas que te cubren hasta un helicóptero si te lesionás en el cerro, de lo contrario lo hubiéramos tenido que bajar a caballo”, nos explicó Jorge, quien a sus 30 años conoce todos los rincones que la cordillera de Talamanca puede ofrecer.
Al pasar la cortafuegos, llegamos a la Sabana de los Leones, la cual es una planicie rodeada de robledales y vegetación. Este sector que representa dos kilómetros del recorrido está abarrotado de matones de zacate , que al secarse se parecen a las melenas del rey de la selva, de ahí proviene el nombre.
Para este sector es vital taparse la piel, pues no hay árboles cerca del trillo y el sol puede ser bastante pesado. La parte más difícil se encuentra después de la Sabana, un kilómetro y medio de pura cuesta, la cual pone a prueba hasta a los mismos locales. El esfuerzo es recompensado con un mirador que se posa sobra unas gigantescas piedras. Desde ese punto se puede apreciar la meta, el albergue base que está a apenas a un kilómetro de bajada y desde donde se lanzan los que van en pos de la cúspide del Chirripó.
El albergue es partícula de humanidad en medio de un lugar recóndito que emana una sensación de grandeza, una recompensa al esfuerzo y un recordatorio a las palabras de don Abelardo: “esto más que un asunto de fuerza es un algo de mucha cabeza..., de huevos”.
Con la camisa empapada de sudor y las piernas hechas un lío, así comienza nuestra preparación para al día siguiente ascender hasta el Chirripó. Pero mientras nosotros nos maravillamos de la naturaleza a 14.5 kilómetros se encuentra Alexis probablemente cantando a todo galillo Un Beso y una flor de Nino Bravo estrenando una máquina de karaoke con el resto de sus vecinos. Todos celebran el milagro de la electricidad pero sobre todo en haber conquistado una montaña, que siempre fue suya.