Hacia 1884, San José era un puñado de cafetales desperdigados por un valle y sin siquiera un teatro que hiciera de joya de la corona.
Era un pueblo iluminado con canfín, cabecera de una provincia con apenas 50.000 habitantes. Ahí, en ese potrero en penumbras, dos hombres pusieron a trabajar una pequeña planta hidroeléctrica.
Para hacerlo, desviaron unas cañerías que alimentaban una pileta destinada a refrescar a los bueyes que llegaban a la capital.
El primer capítulo de la electricidad en nuestro país puede resumirse en eso: dos tipos robándole agua a una boyada para encender 25 bombillas.
Costa Rica era entonces un país joven donde se permitían las quijotadas. El primer cargamento de bananos había salido de puerto Limón cuatro años antes con destino a Noruega y, durante el resto de la década, se inaugurarían la Biblioteca Nacional, el Liceo de Costa Rica y el Colegio de Señoritas. La ambiciosa reforma educativa de 1886 era todavía un proyecto que se paseaba en unas cuantas mentes.
A ese rincón regresó, en 1882 y tras un viaje a Estados Unidos, el costarricense Manuel Víctor Dengo, a quien la Universidad de Santo Tomás le había otorgado unos años atrás el primer título de ingeniero mecánico del país. Venía de ver la luz tranquila que ofrecía la estación eléctrica de Pearl Street, instalada por Thomas Edison en Nueva York.
Tras volver a Costa Rica, Dengo seguramente miró por muchas noches las lámparas de hierro alimentadas con canfín, ubicadas a 50 metros una de otra, que un encargado llegaba a encender a diario con una mecha en llamas. Debió de ser así porque, en julio de 1882, el gobierno le concedió el derecho exclusivo de desarrollar en el país la luz eléctrica.
Así empezó el camino eléctrico en Costa Rica: un poco de antojo, otro de envidia, un manojo de emprendedurismo y un piñazo de ganas. Dengo se alió con el guatemalteco Luis Batres, quien era el dinero y los contactos, y juntos fundaron la Compañía Eléctrica de Costa Rica.
Claro, en tiempos donde no existía Amazon, ni Aerocasillas, ni DHL para pedir un paquete por envío aéreo urgente (carajo, no había ni siquiera aviones) las cosas caminaron lento.
En algún momento entre 1882 y 1884, llegó un extravagante pedido a las oficinas de la compañía Thompson–Houston en la avenida Wester, Lynn, Massachusetts. Un lugar llamado Costa Rica necesitaba una rueda Pelton de 75 caballos de fuerza, un dinamo de 50 kilowatts y 25 lámparas de arco abiertos. Muchas gracias y no se olvide de mandar factura.
¿Primeros? ¿Segundos? ¿Terceros? El hecho: el 9 de agosto de 1884, cuando estaba anocheciendo, los emprendedores pusieron a trabajar la planta, ubicada diagonal a la esquina noreste de la antigua Fábrica Nacional de Licores. Desde ahí hasta el Parque Central, se esparció la luz en un parpadeo.
El mito: San José fue la tercera ciudad del mundo en tener alumbrado público, luego de Nueva York y París.
Suena comprensible. En 1884, comunicarse era complicado y mantenerse al día era asunto para iluminados. El teléfono tenía apenas ocho años de haber sido patentado en Estados Unidos y amores y enemistades se tramitaban por carta. Era impensable que la Municipalidad de San José tuiteara: “Esta noche inauguramos el sistema eléctrico #tercerosenelmundo”.
El hashtag hubiera sido útil. Es sencillo determinar que San José no estuvo en el podio histórico de las ciudades que primero tuvieron alumbrado público, pues existe un grupo numeroso que adquirió esa tecnología antes de 1884. El reto es saber cuál fue la primera. ¿Wabash, Indiana, en 1880? ¿Lyon, Francia, en 1855? ¿Londres en 1878? ¿Kimberly, Sudáfrica, en 1881? ¿Nueva York en 1882?
“Todas esas fechas aseguran, a su manera, que fueron la primera ciudad en tener alumbrado eléctrico público. El problema entonces se traslada a definir qué se considera una instalación exitosa”, explica Ernest Freeberg, doctor en Historia, profesor en la Universidad de Tennessee y autor de un libro sobre la historia de la electricidad.
El caso de Lyon parece haber sido una travesura pasajera de los ingenieros franceses Lacassagne y Thiers. Newcastle, Inglaterra, hace también un reclamo tímido: Sir Joseph Wilson Swan instaló una lámpara en 1879. Pero, ¿apenas una lámpara? Descartado. Cleveland dice que iluminó su parque central en 1879. Ah, pero solo el parque. Wabash, es cierto, iluminó el 31 de marzo de 1880 todo el pueblo con cuatro gigantescos focos colocados sobre el edificio municipal, pero, a ver, era un poblado diminuto de 320 habitantes, dice Freeberg.
Londres, con el viaducto Holborn, el 13 de diciembre de 1878, es una candidata fuerte. También Kimberly, Sudáfrica, que documentó ampliamente su iluminación el 1.° de setiembre de 1882. Tres días después, se inauguró la planta de Pearl Street, en Nueva York. Y así debe haber muchas por el mundo que escapan de esta revisión, por lo que hacer una lista definitiva es complejo.
¿Y París? Bueno, en la capital francesa se iluminaron temporalmente dos calles para la Exposición Universal de 1878 y, necesariamente, para la Exposición Internacional de Electricidad de 1881. No es sorpresa que le llamen la Ciudad de las Luces. Sorprende, sí, que no haya habido instalaciones estables.
En América Latina tampoco ganamos. Santiago de Chile y la ciudad de Campos, en Río de Janeiro, Brasil, encendieron su alumbrado eléctrico público en 1883. Pero fuimos terceros.
Pioneros
El sistema nacional era sencillo, pero ingenioso. El Gobierno les dio a Dengo y Batres una subvención mensual de 200 pesos por cinco años y ellos se comprometieron a proveer el mejor sistema moderno tras firmar un contrato con la Municipalidad de San José.
Los hombres optaron por la producción hidráulica y para esto se valieron de una caída de agua de 15 metros que sobraba en los tanques de cañería y que alimentaba hasta entonces la pileta de los bueyes.
El sistema llegó a suplantar los viejos faroles de canfín que desde 1841 iluminaban las noches josefinas. Para su inauguración –¿se habrá visto un acontecimiento semejante en aquellos años?–, el presidente Próspero Fernández salió a su balcón en el Palacio Presidencial y las multitudes curiosas llegaron de Alajuela, Cartago y Heredia.
De un pronto a otro, pasadas las 6 p.m., las 25 lámparas instaladas sobre postes de madera se encendieron. La gente reunida tuvo dos grandes reacciones. Primero, un grito colectivo de asombro y después, pasado el susto inicial, incredulidad. “Las calles por donde iban colocando los postes y se tendían los alambres, eran sitio de obligada romería para todos y algunos llegaban manifestando sus dudas porque, a lo mejor, los tales alambres eran huecos, como finísimos tubos, por los cuales circulaba el canfín de los faroles”, escribe el cronista Alberto Quijano en su libro Costa Rica ayer y hoy , de 1940.
La reacción era similar a la que había provocado el alumbrado eléctrico en otros países. Durante la exposición que hicieron en Lyon Lacassagne y Thiers en 1855, la Gazette de France reportó que “las señoritas se cubrían con sus sombrillas, no como tributo a los inventores, sino para protegerse de los rayos de ese misterioso y nuevo sol”. En Newcastle, en 1878, los pobladores se aglutinaron para ver la solitaria lámpara en la calle Mosley.
En 1884, fueron muchos los que llegaron a ver la única ciudad iluminada entre Estados Unidos y Chile. Durante varios años, el país mantuvo un lugar de privilegio y las naciones vecinas que se fueron uniendo (México en 1887, Panamá en 1889 o Colombia en 1890) debieron conformarse con saber llegar.
Terceros o no, queda el mérito de que Dengo y Batres lograron encender San José en pleno reinado del canfín y antes de que lo hicieran muchas capitales europeas. Es un punto alto en la historia del país, pero ningún cronista relata si el 10 de agosto de 1884, mientras ambos celebraban, los bueyes que llegaban a San José habrán arrugado la cara, perplejos, al encontrar semivacía la pileta donde cada mañana acostumbraban refrescarse.