La pureza del agua es el hilo conductor que dirige la vida de Edwin Aguirre Varela. Fue hallado culpable de matar a tres personas con un arma de fuego y luego decapitarlas en diciembre de 1990, cuando tenía 21 años.
Según los detalles expuestos en el juicio, Aguirre les reclamó por utilizar una sustancia para envenenar el río Guacimal de Puntarenas, una cuestionable técnica para pescar camarones. Aguirre vivía junto a ese río.
Fue condenado a 55 años, readecuados a 25, que era la sentencia máxima en prisión (en 1998, ese límite se amplió a 50 años). Estuvo en la cárcel 12 años, hasta que salió en régimen de libertad condicional.
En aquel momento, los familiares de las víctimas se opusieron a la liberación, alegando que se trataba de un crimen muy violento. Aguirre afirmó que estaba arrepentido.
Dos veces le rechazaron la libertad condicional. Un Tribunal de Puntarenas determinó en octubre de 2001: “Tan sano se encontraba Aguirre Varela al momento de los hechos como se encuentra al día de hoy, sin que se trate de un aspecto que nos permita razonablemente estimar que aún hoy no sea capaz de volver a tener una reacción de furia e inusitada violencia como la que propició el homicidio de tres personas”.
Finalmente obtuvo el beneficio y no se volvió a saber de él.
Un periodista y una fotógrafa de la Revista Dominical estuvieron cara a cara con Aguirre el pasado 4 de febrero, para tratar de entrevistarlo sobre el caso. En su vivienda, ubicada cerca del sitio donde ocurrieron los hechos de 1990, una señora informó de que estaba trabajando en un acueducto rural.
Eran las 3 p. m. de ese martes y la jornada laboral llegaba a su final. Un grupo de hombres se afanaba en colocar unos tubos cerca de la carretera Interamericana, pero Aguirre no estaba con ellos.
Llegó un rato después, en motocicleta, calzando botas y con la ropa achocolatada por el contacto con el barro.
Habló unos minutos con los otros obreros, que discretamente le advirtieron de la presencia de los dos extraños.
Con total amabilidad, se acercó y saludó extendiendo una mano ancha y rugosa. Ahora tiene 45 años; es un hombre robusto y la piel muestra el pigmento natural de quien está muchas horas bajo el sol.
En silencio
Estaba muy reacio a hablar. Amablemente, explicó que no quería revivir el dolor de los familiares de las víctimas. Pidió que no se le hicieran fotografías ni que se revelaran detalles sobre dónde encontrarlo.
Es un estira y encoge normal en el periodismo. Muchas veces, la fuente rechaza la entrevista de primera entrada y luego, cuando toma confianza, termina accediendo. Pero Aguirre insistía en mantener cerrada la bóveda.
Al final, posiblemente para ganar tiempo, solicitó a los periodistas volver al día siguiente. “Búsquenme en mi casa, ahí conversamos”. Y se despidió, con una mezcla de cordialidad e incomodidad por revolver un episodio que lo transporta a la peor decisión de su vida.
El día después no hubo rastro por ningún lado. Ni en su casa, donde se le dejó un mensaje escrito, ni en el acueducto donde trabaja. Nada.
En su vivienda, una motocicleta estaba oculta debajo de una manta. Había unas personas jugando cartas alrededor de una mesa, en el corredor, y dos perros hacían la enésima siesta del día.
Un amigo, contactado con anterioridad, ya había advertido que a Aguirre no le gusta hablar del triple homicidio. “Pero diay, siempre pueden buscarlo, a ver cómo les va”, aconsejó.
Aquel hombre que finalmente rechazó la entrevista trabaja en un acueducto y es experto en fontanería. De nuevo, la pureza del agua está en el centro de su vida.
Colaboró: Andrés Garita, corresponsal en Puntarenas