A lo lejos parece una fiesta. Desde el otro lado de la calle, un grupo de cabezas se mueve de un lado a otro con saludos efusivos y sonrisas. "¡Hace tanto tiempo que no te veía!”, le dice una señora a otra, antes de fundirse en un abrazo como el resto de invitados que se presentan con vestimenta formal.
De cerca, el panorama cambia.
En la primera fila, después del enjambre de saludos, un grupo de señores ataviados de traje permanece callado. Es 30 de mayo y, casi que por tradición, algunos de los sobrevivientes del atentado de La Penca se reúnen un año más en el Colegio de Periodistas, en esta ocasión para conmemorar 35 años del evento que marcó sus vidas.
En la fachada del Colegio de Periodistas, unas cortinas negras tapan el mural No nos callarán, que se develará por este aniversario. Junto a las telas, los sobrevivientes del suceso poco a poco se ven asediados por cámaras y periodistas de diferentes medios de comunicación.
Cada año, la historia es similar. El 30 de mayo es el día en que estos sobrevivientes se convierten en la discusión del día y repasan, una vez más, el ya lejano 30 de mayo en que una bomba les explotó a escasos metros en el rancho La Penca, en la frontera entre Costa Rica y Nicaragua, cuando participaban de una improvisada conferencia de prensa para esclarecer detalles sobre la insurrección de los años 80 que ocurría en el país del norte.
Tres fallecidos y dieciocho heridos fueron el resultado de una explosión que pretendía asesinar al líder revolucionario Edén Pastora. Con el paso de los años, La Penca se convirtió en un símbolo sobre el valor periodístico. Incluso, desde el 2010 se declaró el 30 de mayo como Día Nacional del Periodista en Costa Rica pues el país empezó a mirar a estos comunicadores como veteranos de guerra de un país sin ejército.
En medio del sonido de los motores de motocicletas y los pitos de los buses que realizan su habitual recorrido por La Sabana, comenzó el acto solemne para conmemorar el atentado. Embajadores y ministros públicos se presentaron para rendir homenaje a los sobrevivientes.
Las autoridades políticas aprovecharon su discurso para visualizar a La Penca como un recordatorio sobre la necesidad de resguardar la libertad de prensa, así como para resaltar la valentía de los periodistas que asistieron al lugar. En buena parte esta reflexión se debe a que La Penca fue el primer atentado en la historia realizado en una conferencia de prensa.
Después de veinte minutos de discurso se develó el mural, mientras un guitarrista se encargaba de aclimatar el evento con acordes tristes.
El mural, que consiste en una pluma rellena de piezas de armas decomisadas por el Ministerio de Seguridad Pública, fue revelado al lado de los sobrevivientes. Entre flashazos de cámaras de medios de comunicación, algunos de ellos soltaron el llanto.
Uno de los que contuvo sus lágrimas fue un periodista bajo, delgado, quien lleva un saco café. Su nombre es Édgar Fonseca.
Una semana después, Fonseca me confesaría que sí tenía aguados los ojos, pero logró evadir el llanto.
“Aunque sí tenía lágrimas no era por mí, era por los demás… Era por las familias de la gente que murió”, cuenta.
LEA MÁS: Mural con 150 kilos de armas recordará los 35 años del atentado de La Penca
Fonseca, para 1984, trabajaba como reportero de La Nación. Tenía 28 años, estaba casado y con un hijo pequeño, cuando lo llamaron repentinamente para cubrir una conferencia inesperada en la frontera norte.
Cada quincena, Fonseca solía ir a territorio fronterizo en busca de novedades sobre el conflicto entre los sandinistas que habían tomado el poder tras derrocar al presidente Anastasio Somoza y los combatientes de fuerzas opositoras, como la ARDE (Alianza Revolucionaria Democrática), jefeada por Pastora. Aunque nunca había estado en el pantanoso sitio conocido como La Penca, Fonseca no temía hacer el viaje pues en más de una ocasión se había infiltrado en ese territorio de la mano de guerrilleros nicaragüenses.
En la mañana de la develación del mural, el comunicador le resumió su historia de sobrevivencia muy superficialmente a otro periodista. Al final de la entrevista, el colega le preguntó a Fonseca si lo recordaba; que él había sido su alumno en la escuela de periodismo.
Tras un par de segundos, Fonseca le contestó. “Claro, que te recuerdo. Lo hacés muy bien. La idea es que vengan ustedes, la nueva generación, y den la cara por el periodismo. Muchos éxitos en todo”, le dijo, y le estrechó la mano con fuerza.
Acto seguido, me presenté y dijo conocerme. “Sí, a mí me gusta estar al tanto del periódico, siempre lo leo; va a ser un gusto contarle mi historia”.
Ambos nos encontramos cuatro días después del evento justo en el mismo sitio, con el mural recibiendo las primeras gotas de una tarde lluviosa.
–¿Le gustó el mural?
–Sí, me parece muy interesante lo que hizo el artista con las armas decomisadas– dice con una sonrisa tibia mientras se queda mirando la insignia que dice: “En homenaje a quienes sacrificaron sus vidas en búsqueda de la verdad; que sus nombres no se olviden ni este crimen quede impune”.
Fonseca no tiene problema en repasar la historia que vivió en La Penca. “No es que uno siempre esté hablando de esto”, aclara, “pero nunca ha representado un trauma psicológico para mí”.
Cuando habla sobre la convocatoria de prensa, sobre el equipo de La Nación que lo acompañó hasta el norte, así como sobre su salto en el aire cuando la bomba explotó, parece tener un guion listo y depurado. Haber contado su experiencia tantas veces dota su narración de gran dramatismo: Fonseca golpea la mesa para imitar el sonido del estallido y se para de su asiento para recrear la manera en que logró esconderse en medio de la balacera que realizaron los guerrilleros una vez ocurrido el estallido.
El único momento que parece sacar a Fonseca de su narración surge al aclarar que La Penca no fue el primer atentado en que se vio involucrada la prensa. En 1977, recuerda, un comando guerrillero sandinista atacó, desde Costa Rica, una base de operaciones de Anastasio Somoza en San Carlos de Nicaragua. Allí, el ministro de seguridad costarricense, Mario Charpentier, había organizado una gira de prensa de la que participó Fonseca.
Durante ese ataque, el entonces joven periodista se tiró al cauce del río, raspado “pero con el alivio de que nadie murió, no con la fatalidad con la que terminó La Penca”. Después de narrar este episodio, vuelve a la calma y repasa las heridas que le dejó la explosión de hace 35 años. Brazos y piernas quemadas, más uno que otro golpe en su cabeza, fueron las consecuencias de un ataque “en el que no me fue tan mal como a los otros compañeros, los que murieron o los que quedaron sin una extremidad o con un trauma para toda la vida”.
–¿Le resulta doloroso o desgastante volver a contar la historia?
–Mmm, no. La verdad es que no. Que el crimen quedara impune es frustrante, pero lo puedo hablar con naturalidad porque no fui una de las mayores víctimas. Sino, posiblemente, sería diferente.
Juan Carlos Ulate, entonces fotógrafo del diario La República, piensa igual que Fonseca. Él mira su brazo lacerado antes de revelar sus memorias y dice que “pudo ser peor que estas heridas de quemadura”.
Pensar en La Penca hace que Ulate recuerde su infancia. Creció a unas cuantas casas de la redacción de La República y siempre soñó en ser fotoperiodista.
Con 21 años vio su primera gran oportunidad de fotografiar un hecho histórico y no dudó en viajar hasta la frontera norte para encontrarse con el comandante Edén Pastora.
LEA MÁS: Fiscalía da por agotado caso La Penca por muerte de sospechoso Roberto Vital Gaguine
LEA MÁS: ‘No tengo evidencia de la muerte del asesino de La Penca’
Ulate se asombró al saber que debía cruzar el río San Juan junto a guerrilleros de la milicia, pero lo tranquilizó viajar con colegas de otros medios de comunicación. En medio de las dos docenas de periodistas que se embarcaban, le llamó la atención un muchacho que tenía dificultades para sortear un alambre de púas.
Ulate se le acercó y le sostuvo un maletín para facilitarle el paso. Horas después se enteraría de que ese bolso contenía la bomba del desastre y que el hombre al que ayudaba era un terrorista que se había hecho pasar por un fotógrafo danés.
“¡Qué iba a saber uno!”, dice con impotencia.
Para Ulate, La Penca significa un parteaguas en su vida espiritual. Con la mirada saltona, recrea cómo ocurrió la explosión.
Apenas habían pasado cinco minutos de la improvisada conferencia cuando Pastora caminó unos cuantos pasos hacia el frente. Ulate decidió caminar hacia su derecha y quedó al lado de Édgar Fonseca. Delante de ambos, se ubicaron el chofer Evelio Sequeira, el camarógrafo Jorge Quirós y la periodista Linda Frazier. Un par de minutos después, la bomba estalló y asesinó de inmediato a Sequeira, Quirós y Frazier.
“¡Fue una cuestión de centímetros! La bomba estalló junto a ellos y si no me hubiera movido ahí quedaba. Yo no era una persona espiritual, no practicaba ninguna religión, pero por La Penca sentí que había algo para mí; que me iba a convertir en periodista de guerra. Sentí que Dios tenía algo para mí”.
LEA MÁS: Cineasta busca sanar heridas abiertas de La Penca
Su premonición la confirmó catorce años después, cuando volvió a encontrarse de frente con el estallido de una bomba. Ulate viajó hasta México para cubrir un partido de fútbol entre la selección local y el combinado de Alemania.
Decidió irse hasta El Zócalo, donde había grandes pantallas que transmitían el partido. De repente, volvió a escuchar un pitido que lo dejó sordo y lo envió a volar.
Cuando se levantó de la explosión, encontró personas con extremidades despedazadas a su lado. La historia se repetía y, para sorpresa propia, no tenía ni un solo rasguño.
“Y yo lo que acaté hacer fue tomar fotos”, rememora, “al igual que hice con La Penca. Yo sentí que la cámara me llamaba para tomar y supe que estaba destinado para esto. Es algo que parece increíble”.
Ulate lleva veinte años trabajando para la cadena internacional Reuters, donde ha realizado coberturas adrenalínicas como desastres naturales y caídas de gobiernos latinoamericanos.
El fotógrafo me cuenta con energía su historia en la redacción de La Nación, donde pidió que nos encontráramos. Tan solo una semana después de haber abandonado el hospital por las heridas que le dejó La Penca, fue contratado por La Nación.
En la redacción se da el gusto de abrazar y bromear con docenas de excompañeros. Palmadas en la espalda y risas lo acompañan en su visita al periódico, sobre todo al encontrarse con parte de los actuales fotógrafos de La Nación.
“Yo he visto a muchos de ellos crecer”, relata, “desde que empezaron a hacer sus primeras fotos hasta ahora. Ya han pasado muchos años… Vea que ya pasaron 35 años de La Penca, imagínese”.
“Pero bueno... Lo malo de que hayan pasado tantos años es que La Penca sigue impune”, sentencia y cambia su rostro.
Por primera vez en su vida, Ulate habla sobre La Penca a un medio de comunicación. Nunca le ha interesado conversar públicamente al respecto e incluso la develación del mural es el primer evento conmemorativo al que asiste. La impunidad del crimen de La Penca golpea su motivación y lo distancia.
“Creo que el hecho de que el 30 de mayo sea el Día del Periodista intenta compensar un poco eso, esa impunidad… Es un recordatorio de que el periodismo también puede ser de extremo peligro”.
Otra cara
William Céspedes pasa las páginas de su álbum de recuerdos sobre La Penca sin mucho cuidado. En la sala de su casa, mira de reojo algunas de las cartas que le escribieron antiguos alumnos de periodismo cuando se recuperaba en el hospital de las lesiones provocadas por la bomba. También, ojea por encima otras cartas enviadas por embajadores y figuras públicas como el expresidente Rafael Ángel Calderón Fournier. Todas estas epístolas son resguardadas en un gordo fólder que preserva su esposa Beatriz.
Céspedes es uno de los más longevos sobrevivientes de La Penca. Tiene 68 años y, aunque vacila un poco a la hora de sacar sus memorias, no tiene inconveniente en hablar sobre el atentado.
“Nunca he tenido problema sobre eso”, aclara el señor quien, para esos años, trabajaba para Radioperiódicos Reloj.
Para su esposa, la experiencia de revivir el 30 de mayo de 1984 es diferente. Desde que Céspedes fue convocado a la conferencia de prensa, ella tuvo un mal presentimiento.
“Yo sentía algo raro”, dice con voz titubeante, “y esa misma noche, cuando me llamaron para decirme que había una bomba, me dijeron que todos estaban muertos. Usted no se imagina lo que sentí”.
Su esposa cree que es mejor enterrar el caso, que no vale la pena relatar la historia tantas veces. Ella cuenta que cada año, cuando se acerca el 30 de mayo, los teléfonos de la casa suenan desesperadamente en búsqueda de entrevistas para hablar sobre La Penca. A ella le resulta cansino; a Céspedes, le da igual.
“Yo puedo hablar de La Penca, pero no creo que haya algo que contar”, dice entre risas ahogadas. El señor muestra sus piernas, donde alguna vez hubo una herida, y apenas deja ver un par de antiguas quemaduras que no considera graves. “Para mí no significa nada”.
Él confiesa que “simplemente estaba haciendo lo que le tocaba hacer”. “Nosotros íbamos a una conferencia de prensa. Eso era todo. No íbamos creyendo que íbamos a una guerra”.
Céspedes nunca ha sentido necesidad de regresar a La Penca para sanar sus heridas, a diferencia de Ulate y Fonseca quienes visitaron el sitio un año después de la explosión. El veterano periodista cuenta que muchas veces intentaron persuadirlo de visitar de nuevo el lugar y que, ante la insistencia, aceptó ir meses después del atentado. En esa ocasión, ni siquiera le interesó entrar al rancho donde ocurrió el estallido de la bomba.
De la misma forma, Céspedes se distanció del proceso de investigación sobre el atentado. Fue a un par de reuniones al respecto y se hizo a un lado. A la fecha, está resignado a que el crimen quede impune.
“No teníamos nada por decir. Ya la investigación iba por su cuenta; nosotros estuvimos ahí pero nadie sabía quién era el tipo porque nadie sabía a lo que iba”.
Para su esposa Beatriz, esa distancia con La Penca fue lo que hizo a Céspedes superar cualquier trauma emocional.
“Él un día dijo: ‘hasta aquí’ y cortó de raíz. Él fue muy fuerte y dejó atrás lo que pasó”, rememora.
“Sí, es que realmente a mí me da igual”, dice el comunicador.
–Don William, ¿para usted qué significó que declararan el 30 de mayo como Día del Periodista?
Él pierde su mirada y toma unos segundos antes de contestar. “Nada, la verdad… Nada”, dice y suelta una risa tímida.
–¿Y le gustó el mural que hicieron por los 35 años?
Céspedes encoge sus hombros. “Diay...”, dice y deja salir una larga risa.