Sabrina Butler tenía 17 años cuando Walter, su segundo hijo, dejó de respirar. Siguió los consejos de una vecina y practicó maniobras de reanimación con su bebé.
Cuando el niño llegó al hospital, estaba muerto y su pecho tenía moretes. Sabrina fue detenida. Recién cumplidos sus 18 años, fue condenada a muerte.
“Hola, esta es mi primera vez aquí. Me llamo Sabrina Butler y soy la única mujer que ha sido exonerada en Estados Unidos. Estuve en el corredor de la muerte seis años y medio. Fui liberada en 1995. Me alegra haber venido”. Esas palabras las dijo en 2011, en Virginia, frente a unas 50 personas que le aplaudían con fuerza. Un testimonio más se unía a su lucha grupal.
Todos forman parte de Witness to Innocence (testigos para la inocencia), una organización que reúne a personas condenadas injustamente a la pena capital por crímenes que nunca cometieron.
Sus historias de supervivencia, lucha y amistad protagonizan el cortometraje documental The Resurrection Club ( El club de la resurrección ), resultado de un viaje de casi siete años que realizó un equipo de El País Semanal con apoyo de Amnistía Internacional.
Un par de veces al año se reúnen junto a sus familias. Viajan desde todo Estados Unidos para compartir sus miedos, fraternidad y cicatrices. También hay risas: unas que solo tienen sentido bajo la complicidad de haber compartido por error, una pena que acabaría con sus vidas.
Cuando Sabrina contó su historia se encontraban en Roslyn Center, una antigua granja de la Diócesis Episcopal de Virginia. Ella y su madre viajaron en junio del 2011 desde Columbus (Misisipi), un sitio donde la esclavitud y la segregación racial golpearon con fuerza.
“No me gusta estar aquí”, dijo la afroamericana unos años más tarde, cuando el equipo de documentalistas la acompañó al lugar en que perdió a su bebé. Suspira.
Desde que se demostró su inocencia, no ha conseguido empleo y su fuente de ingresos es el dinero que recibió de indemnización por el error cometido.
Clive Stafford-Smith, su abogado, probó en un nuevo juicio que Walter murió como consecuencia de una enfermedad del riñón y fue así como Sabrina se reencontró con su libertad.
Desde la ventana de su carro observa la probable causa de la muerte de su bebé: una explanada donde se encontraba la planta química de la compañía Kerr-Mcgee.
Durante años, relató para el medio, la empresa vertió sobre las barriadas residuos de creosota: una sustancia que provoca convulsiones, irritaciones, problemas de hígado, cáncer de piel, escroto y la muerte.
El Departamento de Justicia de EE. UU. denunció a la compañía y llegaron a un acuerdo para pagar $5.100 millones por el desastre ocasionado y así compensar a los 8.000 afectados de la zona. Sabrina no está en esa lista.
Ella es una de las 156 personas que la justicia estadounidense ha exonerado de la pena capital desde 1976, año en que el castigo fue restaurado, tras reconocer su inocencia.
Todos los recuerdos del episodio que cambió la vida de Sabrina se amontonan en lo que llama el Scrapbook of horror (álbum del horror), un libro lleno de recortes de periódico sobre su caso y una imagen de su bebé que la acompañó por años dentro de una celda.
Castigados en la inocencia
“No estoy vivo gracias al sistema, sino a pesar del sistema”, dice el afroamericano Shujaa Graham en un podio de la Facultad de Derecho de la South Texas University.
“Somos sobrevivientes. No somos víctimas... somos sobrevivientes”, agrega. “No queremos venganza, queremos justicia”.
Shujaa creció en las plantaciones de algodón de Luisiana, pero se mudó cuando era niño a South Central, uno de los barrios más conflictivos de Los Ángeles. Eran los sesenta y el doctor King, Malcolm X y Panteras Negras peleaban por los derechos de los negros.
Shujaa se metió en problemas rápidamente. La primera vez que fue detenido fue a los 15 años. A los 18, ingresó a prisión por un robo del cual se declaró “totalmente culpable”.
“Empecé a cambiar, a condenar mi pasado. Me uní a un movimiento que peleaba por los derechos de los presos, la justicia social y la educación”, cuenta ahora en libertad.
En una revuelta en la cárcel de Stockton (California), un guardia fue asesinado. Shujaa fue acusado de liderar el motín y fue condenado a muerte. Pasó 11 años en prisión, ocho de ellos en el corredor de la muerte.
Phyllis Prentice, su esposa y miembro activo de la organización explica la importancia de esas reuniones para los sobrevivientes: “El gathering es como un club de veteranos”, dice. Pero también para sus familias. Pesadillas, ataques de pánico y estrés postraumático son algunos de los síntomas con los que hay que aprender a convivir. Esa libertad no viene sola, se acompaña de profundas secuelas.
Phyllis es blanca. Conoció a Shujaa en la cárcel cuando era enfermera ahí. “Solíamos besarnos entre rejas. Ella me traía burritos para comer”, recuerda.
Ella ayudó a sacar a Shujaa de la cárcel en 1981. 35 años después, tienen tres hijos y seis nietos.
Su activismo político y social los mantiene unidos. Sin embargo, los momentos difíciles siempre se hicieron presentes, como cuando Shujaa dejaba de hablarle a su familia, sin razón evidente. “Nada que objetar”, dice su hija. “Es un héroe para nosotros”. Jabari, el menor, lleva el rostro de su padre tatuado en el brazo.
Las secuelas
“Mi pesadilla comenzó cuando mi esposa fue hallada muerta de la forma más brutal: había sido violada, le habían dado una paliza, le habían cortado el cuello…, ya saben, el combo completo”, dice Greg Wilhoit.
Era el principal sospechoso. Se acababan de separar tras dos años de relación y se habían conocido en una clínica de desintoxicación.
Una mordedura en el pecho de su esposa fue la única prueba por la que fue condenado a muerte, en 1985, y que lo hizo permanecer durante cinco años en el corredor de Oklahoma.
Al reabrirse su caso, se logró demostrar que la huella que casi le cuesta la vida no le pertenecía.
Greg salió en libertad y se volvió a casar. Falleció en el 2014 por causa de hepatitis C y cirrosis. Las drogas y el alcohol lo siguieron persiguiendo hasta su muerte.
El País Semanal visitó a Ida Mae y Guy, sus padres, en una casa en las afueras de Tulsa (Oklahoma).
Así como solía hacerlo su hijo, cuentan que lo más duro tras el asesinato de la esposa de Greg y la condena, fue haber tenido que dar en adopción a sus nietas. Ida y Guy seguían visitándolas en su nuevo hogar pero Greg prohibió que lo vieran en prisión.
Krissy, la mayor, toma con fuerza la mano de su abuelo. Cuando su padre quedó libre ella tenía seis años. El único contacto que habían tenido hasta entonces era por teléfono. “Me lancé sobre él y lo abracé”.
Una vez afuera, la relación fue buena, pero su padre ya no era su padre. Entre toda la familia deshilachan los detalles de su caso, cuentan sobre el abogado borracho que no fue de ayuda y cómo no supieron reaccionar a tiempo tras la recaída de Greg en los vicios.
“Espero que nunca escuchen cómo un fiscal les dice lo cruel y horrible persona que es su hijo”, dice Guy. “Rezo para perdonar a ese hombre. No he sido capaz. Aún lo odio”.
De vuelta a la vida
Antes de morir, Greg se convirtió en un poderoso megáfono contra la pena de muerte. La segunda oportunidad que le habían dado no sería desperdiciada. “Nos impresionó”, declara su padre orgulloso. “No tenía ni idea de que era capaz de hablar así”.
Witness to Innocence ha reunido hasta un tercio de los sobrevivientes acusados injustamente y a sus familiares. Juntos han creado un grupo de apoyo y un movimiento social de protesta contra la ejecución como castigo: una pena que ha acabado con cerca de 8.500 estadounidenses en los últimos 40 años.
El número de ejecutados por los crímenes de alguien más es incierto. Sus historias son la prueba viva de que el sistema judicial se equivoca y se ha equivocado... y que es posible matar inocentes legalmente.
“Son momentos intensos. Beben una cerveza tras otra. Y pasan de la carcajada a la seriedad en segundos”, narran Guillermo Abril y Álvaro Corcuera, los periodistas que acompañaron por varios años a los sobrevivientes.
Mientras anochece en una de las sesiones de Virginia, Ron Keine le cuenta a Randy Steidl (17 años en el corredor de Illinois) cómo ocho guardias lo sacaron de su celda un día y lo patearon hasta dejarlo inmóvil. Pat, la pareja de Ron, se tapa los oídos y cierra los ojos.
Tras un silencio, Randy recuerda también cómo una de las reporteras que lo entrevistó poco después de quedar libre le preguntó sobre lo que más echaba de menos cuando estuvo en prisión. Él respondió arqueando las cejas. “¡Aparte de eso!”, continuó la periodista. Todos soltaron una carcajada en conjunto.
Al inicio, Witness to Innocence pretendía ser una agencia de oradores, pero evolucionó rápidamente en una familia: en un selecto grupo de amigos capaces de entender lo que es regresar a la vida después de ver a la muerte tan de cerca por error... con todo lo que eso implica.
“Se sentaban y comenzaban a contar historias del corredor. Con un humor muy negro”, cuenta Nancy, la hermana de Greg. “Era divertido. Crearon un vínculo impresionante. Le dieron un rumbo nuevo a la organización”.