Una apenada Carmen Electra se escondió debajo de las sábanas. La estrella de Baywatch no se atrevía a asomar la cabeza, pues sabía que su entonces novio, Dennis Rodman, se había metido en problemas: Michael Jordan estaba a la puerta y quería a Dennis de vuelta en las prácticas de los Bulls. Y cuando Jordan pide algo, los demás obedecen.
La anécdota compartida por la recodada actriz es solo una entre las muchas infidencias reveladas en los primeros cuatro episodios de The Last Dance, la épica serie documental de ESPN y Netflix que devolvió la alegría a los amantes de los deportes, tras semanas de abstinencia obligada en su fanatismo luego de que todas las ligas competitivas del mundo se detuvieran de modo abrupto por la pandemia del nuevo coronavirus.
Con apenas dos semanas al aire, The Last Dance nos ha dado un repaso detallado de la temporada 1997-1998 de la NBA, aquella en la que los Bulls de Chicago ganaron el último de sus seis campeonatos. Ya se sabía que ese fue un año lleno de tensiones y disputas en el entonces equipo más famoso del planeta, pero lo que se vio en las noticias no fue nada en comparación a lo que se expone en la nueva serie, donde todos los participantes -ya más viejos y sabios- cuentan lo que solo ellos vieron, le duela a quien le duela.
Como era de esperarse, la producción ha tenido una especial resonancia entre aquellos que éramos adolescentes en la década de los 90, siendo nosotros quienes vivimos en plenitud la era en que la NBA se tornó global. Hoy ya pasados de los 40 años, los intercambios en los grupos de Whatsapp de los lunes y martes con los excompañeros de colegio o amigos de barrio tienen que ver, para bien y para mal, con los Bulls de Michael Jordan.
Así, mientras compartimos memes sobre el “injusto” salario de Scottie Pippen o las 48 horas de fiesta de Rodman, también recordamos y alardeamos de que fue nuestra generación la que primero uso los tennis Air Jordan y las Reebok Pump. Dejamos salir de nuevo el fanático para enseñarles a nuestros hijos que antes de los LeBron y los Curry estuvieron los Ewing, los Barkley, los Robinson y, por encima de todos, los Jordan.
Los mejores del mundo
De antemano me disculpo pues estas líneas podrán parecer tremendamente personales y subjetivas. También aclaro que los deportes para mí son algo que se ve, no que se practica, y que si bien pasé toda mi época de colegial consumiendo baloncesto estadounidense por televisión, mi desempeño bajo los aros siempre fue mediocre rayando en lo patético.
Afortunadamente, disfrutar de los deportes no es privilegio de quienes lo practican (aunque en la liga local de fútbol abundan los jugadores que descalifican las críticas de quienes nunca han pateado una bola, pero eso es harina de otro costal). Y durante la década de 1990, el básquet gringo democratizó su alcance, llegando prácticamente a cualquier casa con una antena en el techo, independientemente de si en ese hogar alguien sabía o no correr mientras picaba una bola sobre un planché.
Desde una óptica conveniente, por aquellos años me convencí de que el baloncesto estadounidense era el deporte colectivo al que más valía la pena ponerle atención y dedicarle horas de sintonía: los partidos de béisbol no garantizan emociones siempre, pues algunas entradas podían irse sin incidencias; el fútbol americano no tenía resonancia más allá de Estados Unidos (y a la fecha aún el resto del planeta no lo entiende) y el futbol tiene el inconveniente de que los partidos malos y aburridos son comunes, además de que suele haber diferencias enormes de calidad entre los equipos tradicionales y poderosos y los emergentes, lo cual lo hace un deporte predecible.
Pero en los 90, en la NBA casi todos eran buenos, muy buenos.
Cuando la década inició, aún estaba fresco el dominio que durante los años 80 ejercieron los Celtics de Boston y los Lakers de Los Ángeles. Con leyendas vivientes y que seguían vigentes como Larry Bird y Magic Johnson, esos equipos terminaron de popularizar a la NBA más allá de su público tradicional, y hasta un chiquillo costarricense podía emocionarse cuando algún pariente iba a Estados Unidos y volvía con una gorra de alguna de esas escuadras como regalo.
Y sí, la respuesta fácil para un niño en 1991 era decir que su equipo favorito eran los Bulls y que su jugador predilecto era Michael Jordan, pues bien sabemos que en la infancia nos identificamos con los ganadores, y por eso hoy en Costa Rica tantos pequeños citan a Keylor Navas como su referente absoluto. Están en todo su derecho. Sin embargo, la NBA de inicios de los 90 tenía el talento tan bien repartido geográficamente que uno casi que podía escoger cualquier equipo de la liga e iba a encontrar una buena cara en que persignarse.
Si usted le apostaba a Nueva York, ahí estaba Patrick Ewing; si se decantaba por San Antonio contaba con David Robinson; si optaba por Houston se apoyaba en Hakeem Olajuwon; para Denver se apuntaba con Dikembe Mutombo, y en Seattle podía escoger entre Gary Payton y Shawn Kemp. ¿Quiere más? Sir Charles Barkley; Karl Malone; Clyde Drexler; Reggie Miller; John Stockton; Grant Hill; Larry Johnson; y un joven e insolente gigante llamado Shaquille O’Neal eran líderes en sus respectivas escuadras. Es más, hasta equipos relativamente “malos”, como los Warriors de Golden State (sí, niños, hubo una época en que los Warriors no eran protagonistas), lucían a joyas como Chris Mullin y Tim Hardaway.
Vayamos más allá y pensemos en los actores “de reparto”: jugadores de tremenda calidad que ocupaban un rol secundario en el organigrama de su equipo, opacados por un astro protagonista pero indispensables, siendo el mejor ejemplo Scottie Pippen, el escudero de Jordan en las gestas de los Bulls, quien a pesar de no ser la estrella principal del conjunto fue uno de los mejores basquetbolistas de su era.
Como Pippen, muchos otros jugadores de menor rango igual eran suficientemente prestigiosos como para que fuese aceptable usar las camisetas con su apellido en la espalda. Esos eran los casos de, por ejemplo, Jeff Hornacek, Horace Grant, Mookie Blaylock, Hersey Hawkins, Vlade Divac, Dan Majerle, Mitch Richmond, Detlef Schrempf, Alonzo Mourning, John Starks, Rod Strickland, Charles Oakley, Kevin Johnson, Nick Anderson o el mediático Dennis Rodman. Podríamos seguir por horas...
En época época preinternet, la NBA la seguíamos en televisión y en vivo: no había de otra. En Costa Rica mucho le debemos a fiebres como Jorge Martínez, Rodolfo Fonseca, Gregory Villalobos y Juan Carlos Pérez, quienes le daban voces a las transmisiones. Mucho recuerdo cuando Jota y Rodolfo tenían su programa Full Basket, en el Canal 29 de VHF, el cual era simplemente imperdible.
Jorge Martínez logró accesos que parecían inalcanzables para el periodismo futbolcéntrico costarricense, cubriendo in situ finales de la NBA y fines de semana de Juego de las Estrellas. Su máxima demostración de poder fue cuando logró que varias figuras del baloncesto estadounidense visitaran Costa Rica para promoción, siendo sin duda el recordado Anthony Mason, de los Knicks de Nueva York, su invitado más rutilante por estos lares.
Eran años en que las estadísticas las llevábamos anotadas con rigor en cuadernos Conapa, y en la que guardábamos la página de La Nación en que venían las tablas de posiciones. Eran tiempos en los que se trasegaban las tarjetas coleccionables de Upper Deck y Topps (doble puntaje si salía una tipo holograma) y en la que los entrenadores locales tenían referentes como Phil Jackson, Chuck Daly y Pat Riley.
1992 y el Dream Team
En estos días de cuarentena, participé en un interesante debate virtual entre amigos sobre cuál ha sido el mejor equipo deportivo de todos los tiempos, en cualquier disciplina. Ejemplos excepcionales abundaron, principalmente provenientes del fútbol, pero muchos tenían el común denominador de un súper jugador rodeado de compañeros talentosos, pero no de su mismo nivel, que potenciaban a la estrella, como cualquiera que incluyera a Pelé y Maradona. Yo expuse mi caso, uno que empecé a construir desde que estaba en décimo año de colegio.
En 1992, durante los Juegos Olímpicos de Barcelona, vimos en acción a la mayor concentración de talento individual amalgamada como un mismo colectivo: el Dream Team que representó en baloncesto a Estados Unidos. Fue la primera olimpiada en que se permitió a los profesionales del básquet participar, y los estadounidenses echaron la caballería, conformando una escuadra de súper estrellas, plagada de apellidos que por sí solos ya eran marcas comerciales millonarias.
Por años me precié de poder recitar de memoria la conformación de aquel batallón de astros: David Robinson, Karl Malone, John Stockton, Charles Barkley, Larry Bird, Magic Johnson, Patrick Ewing, Chis Mullin, Michael Jordan, Scottie Pippen y Clyde Drexler, acompañados por el universitario Christian Laettner. Tan solo verlos a todos juntos posar para una foto era suficiente para ponernos los pelos de punta.
El Dream Team fue efectivamente un sueño. Nos dio la oportunidad de ver jugar juntos a los dos íconos y rivales de los años 80, Larry Bird y Magic Johnson, al lado del dueño absoluto de los años 90, Michael Jordan. Larry estaba en el ocaso de su carrera, y Magic incluso se había retirado anticipadamente en 1991, tras sacudir al mundo con su diagnóstico de VIH.
Laettner, el menos mediático de los convocados, era una estrella indiscutible de la liga universitaria, donde lo había ganado todo con los Duke Blue Devils. Si bien cuando pasó a la NBA su desempeño fue bastante discreto y se retiró en el 2005 sin logros importantes, sigue siendo recordado como uno de los mejores jugadores universitarios de todos los tiempos. Por eso, en 1992, a nadie le extrañó que fuese para él el único espacio amateur dentro del equipo soñado, imponiéndose a otro joven jugador que aún no había llegado a la NBA y que luego todo el planeta conocería como Shaq.
El Dream Team se construyó alrededor de Jordan, para aquel momento el deportista más famoso de todo el orbe. Si bien nadie lo ha confirmado en voz alta, se da por descontado que fue Jordan quien marginó de la escuadra a su némesis, Isiah Thomas, con quien había sostenido una rivalidad encarnizada en los años previos a Barcelona. Thomas era el líder de los Pistons de Detroit que descarrilaron en dos ocasiones a los Bulls de Jordan en postemporada, usualmente aplicando las infames “reglas Jordan” con tal de frenar a MJ sí o sí, aunque fuese a punta de empujones y faltas arteras.
La mala sangre entre Thomas y Jordan no ha disminuido con el paso del tiempo, y así se evidencia en The Last Dance, donde ambos jugadores son entrevistados y admiten el mutuo disgusto. Por eso no extrañan las versiones que dicen que Jordan condicionó su participación en el Dream Team a que Isiah (con su doble anillo de campeón 88-89 y 89-90 aún brillando) no fuese convocado, aunque si se ve desde el punto de vista estrictamente deportivo su nombre tenía mucho más sentido en el equipo que el de, digamos, los veteranos Larry o Magic, que ya iban de salida.
El Dream Team fue un abuso de poder: lo suyo no estaba en el plano humano. No solo aplastó con mínimo esfuerzo a las selecciones que enfrentó en su marcha hacia la medalla de oro, sino que los jugadores rivales no podían oponer resistencia, deslumbrados ante los ídolos que les pasaban por encima, y nadie pudo culparlos por estar más pendientes de tomarse una foto con Barkley o Malone que del puntaje.
Cuando en 1996, en el marco del aniversario 50 de la NBA se anunciaron los 50 mejores jugadores del baloncesto profesional estadounidense hasta ese momento, 10 de los 12 integrantes del Dream Team de 1992 fueron incluidos (solo Mullin y el universitario Laettner no entraron). Y de los 12, únicamente Laettner no es parte del Salón de la Fama de la NBA.
Desde entonces, Estados Unidos ha tenido otras encarnaciones del Dream Team, con nuevos talentos asumiendo la tarea y bañados también en oro. Y si bien la versión del 2012 fue impresionante, con monstruos como LeBron James, Kobe Bryant, Carmelo Anthony, James Harden y Kevin Durant en sus filas, su colectividad no alcanza para verse a los ojos con sus antecesores de 20 años atrás.
Nota: Vale decir que el Dream Team del 92 sí tiene un serio contrincante en cuanto a calidad individual de sus integrantes en los equipos de gimnasia olímpica femenina estadounidense del 2012 y 2016, ambos excepcionales, ganadores de la medalla de oro y con talentos inmensurables como Gabby Douglas, Aly Raisman y Simone Biles.
El rey Michael
Cuando en 1991 en MTV se estrenó el video de Jam, es justo decir que no era fácil decidir cuál de sus dos MJ protagonistas era más famoso: ¿Michael Jackson o Michael Jordan?
En aquel audiovisual, Jordan le enseñaba a Jackson a encestar y Jackson le enseñaba a Jordan a hacer el icónico baile del moonwalk. Nosotros, los adolescentes ticos prendidos de la señal de Hola juventud, no dábamos crédito a lo que veíamos. ¡Qué gran momento para estar vivos!
Ególatra como pocos, Michael Jackson entendió que Michael Jordan estaba a su nivel en casi todos los aspectos y por eso convocó al astro del deporte para participar en el video. Jam, cuarto sencillo del disco Dangerous, estuvo lejos de ser un éxito de popularidad para Jackson, pero su audiovisual se incrustó para siempre en los anales de la cultura pop.
Hoy, al ver los capítulos de The Last Dance, volvemos a repasar el génesis de la grandeza de Jordan, una anomalía en medio de este mar de mortales. Dotado de un físico casi perfecto, una agudeza mental envidiable y un hambre de triunfo insaciable, el hijo predilecto de Carolina del Norte fue una fuerza de la naturaleza imparable, que ganó todo lo que quiso y cuando quiso, trascendiendo el plano deportivo para convertirse en un ícono de éxito, un rol aspiracional para millones de seguidores y un personaje fácilmente comparable con los superhéroes de las historietas.
Desde entonces la leyenda de Jordan se ha hecho más grande que la vida misma, y por eso nos hacemos de la vista gorda ante sus falencias humanas. Sin embargo, en la serie documental se nos recuerda que Jordan también fue tremendamente cruel con quienes le molestaban, que presionó al extremo del abuso a compañeros de equipo con tal de ganar, y que el acercamiento de la “gente de a pie" no solía generarle sonrisas (inolvidable la escena en la que le niega con indiferencia un autógrafo a un técnico de televisión francés previo a una entrevista).
Michael Jordan se acostumbró desde muy joven a contradecir a los astrónomos, pues él es el verdadero centro del universo. Desde que debutó en la NBA con los Bulls, en 1984, todos debieron acostumbrarse a marchar a su ritmo, a riesgo de ser expulsados por un proceso de selección natural en el que solo los más fuertes podían aguantarle el paso. Todos podían aspirar a “ser como Mike” pero no a “ser Mike”.
Tras su retiro de las canchas, Michael ha bajado un poco el tono de su celebridad, aunque sigue siendo una de las figuras deportivas que más ganancias generan al año. Es la cuarta persona negra más adinerada de Estados Unidos y el primer basquetbolista billonario; es empresario gastronómico, deportivo y automovilístico; su apellido es parte de la publicidad de todo tipo de marcas comerciales, y anualmente dona muchos millones de dólares a causas benéficas. Es grande, enorme, y ve al mundo desde arriba con una sonrisa, mientras fuma sus inseparables habanos, señal inequívoca de que estamos ante alguien que lo logró todo.
The Last Dance no le huye a endiosar a Jordan, y el público lo acepta porque así ha sido siempre: con él no hay letra pequeña. Y es por esa serie que aquí estamos otra vez, 25 años después, recordando los tiempos felices, cuando la vida podía resolverse en un planché de cemento con dos aros en cada extremo y cuando no hacía falta ser un prodigio atlético para saberse parte del mejor baloncesto de todos los tiempos.