“Cuando me di cuenta de que mi hija se había convertido al islam, fue muy doloroso para mí”, confiesa Delfina Medrano, una ferviente católica, al recordar aquel episodio durante una conversación reciente en su casa, en Alajuela. A su lado, su hija, Rashida Jenny Torres, musulmana desde hace nueve años, mira al suelo y suelta una risa. Ella sabe cuán difícil ha sido hacerlos comprender.
En Puntarenas, a kilómetros de esa casa, lo que molesta es otra cosa: el calor del Puerto, que se incrementa con el sol del mediodía y hace que el horizonte luzca gelatinoso.
Con aquel bochorno que la brisa no logra aliviar, dos mujeres parecen no calzar en el paisaje costero. Se llaman Romy Rojas y Sandra Núñez y ambas llevan un velo en la cabeza y un traje que solo les deja al descubierto manos y tobillos.
Son costarricenses y musulmanas, por lo que, aunque les encanta la playa, mandaron al exilio sus bikinis.
En un país donde el 71% de la población se declara “católica, apostólica y romana” –según un estudio del Programa Latinoamericano de Estudios Sociorreligiosos (Prolades), en el 2010–, un pequeño grupo de mujeres costarricenses decidieron convertirse al islam por voluntad propia.
Ninguna de ellas tiene familiares en aquellas latitudes desérticas donde el idioma parece un canto armónico que sale de la garganta, ni tampoco tuvieron un enamorado árabe que las convenciera de cambiarse de religión. Las tres fueron criadas entre valores cristianos y muchas veces han comido gallopinto.
En la mezquita de Omar, única en el país, ubicada en Calle Blancos, los encargados dicen desconocer las cifras de cuántas personas se inician en esta fe. “En Costa Rica, hay aproximadamente 500 familias árabes musulmanas, pero no tenemos estadísticas sobre los conversos”, explica Abdulfatah Sasa, secretario general del Centro Cultural Musulmán.
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Rashida y Sandra afirman que son alrededor de 20 mujeres en el país quienes han optado por cubrirse el cabello, hacer cinco rezos diarios, renunciar a la carne de cerdo y al licor, y cambiar sus minifaldas por enaguas largas.
Y lo han hecho libre y voluntariamente. Acogieron las diversas reglas y mandatos del
Cada una tiene su propia historia de cómo permitió que el islam la atrapara en su abrazo renovador, pero a todas las une la fuerza con que se aferraron a ese abrazo y su deseo de no soltarse. Todas las entrevistadas coinciden en que nunca se habían sentido mejor y tres de ellas nos abrieron las puertas de sus casas, dispuestas a contar cómo es su vida tras el velo.
En su certificado de nacimiento se lee “Jenny Torres”, pero desde hace nueve años, ella se hace llamar Rashida, que significa “guiada”.
Después de tres décadas de pertenecer a la Iglesia Católica, Rashida sintió en carne propia una cruz cuyo peso no pudo soportar. “Me ofrecieron la vicepresidencia de una asociación religiosa, donde me di cuenta de ciertos actos de corrupción. Por eso, me alejé”, cuenta la mujer de 42 años de edad.
Aunque sostiene que no tenía intenciones de convertirse a otra religión, admite que la casualidad y “un olfato curioso” la llevaron a ponerse en contacto por Internet con musulmanes.
En aquel entonces, trabajaba como secretaria y no tenía reparos en mostrar sus piernas y vestir “de manera provocativa, aunque sin caer en lo vulgar”. Cuenta que los hombres árabes con los que
“El traje típico musulmán es de respeto absoluto hacia la mujer. Se considera que el cabello es una atracción sexual y por eso se cubre con un velo, para proteger a la mujer”, explica Abdulfatah Sasa.
Fue así como comenzó el llamado “a cambiar su vida”. “Decidí no ser una mercancía, y me di cuenta de que no tenía que andar enseñando mi cuerpo para ser valorada”, narra con orgullo. Poco después, Rashida compró el
Antes de su conversión, Rashida estuvo casada con un tico durante 16 años. Más tarde se divorció y fue para esa época que acogió dicha fe.
Rashida dice estar en contra de la violencia; no obstante, reconoce que en el
“Si las faltas son reiteradas porque yo actué mal, creo que mi esposo tiene toda la razón de pegarme. Yo digo que es como una nalgada que le dan a un chiquillo; porque no puede golpearme en la cara ni dejar marcas”, comenta.
Sin embargo, en esta ocasión, a la violencia “se le fue la mano”, ya que su esposo marroquí la agredía cruelmente. “A los siete meses y medio de embarazo, me pegó tan fuerte que se me vino la bebé y tuvieron que sacarla por cesárea”. En esa oportunidad, la mandaron a callar y la echaron de la mezquita.
“Muchas personas me dijeron que eso me había pasado por hacerme musulmana. Pero yo tenía muy claro que el islam es perfecto; somos los seres humanos los imperfectos. Eso me dio fuerza para cambiar las cosas algún día”, relata convencida.
Sin embargo, no ha sido para nada fácil. Ha tenido que soportar el yugo de la discriminación y comentarios de una sociedad donde parece no haber espacio para las diferencias. “En la calle me han dicho que si soy la esposa de bin-Laden o de Sadam Hussein y me han gritado: ‘Tírense al suelo, que ahí viene la talibana’. También me han preguntado. ‘¿De qué parte de
Además, cuando ha viajado fuera del país en autobús, pasar la frontera ha sido toda una pesadilla. Cuenta que en Peñas Blancas los policías le pidieron a todos los pasajeros que se bajen del vehículo y a ella la dejaron adentro, mientras subían perros a buscar explosivos.
Hasta tomarse la foto de la cédula con el velo puesto fue un martirio. “El suyo es el caso típico de los
Sus hijos también han sido víctimas de la exclusión. A su hija menor la molestaban en el kínder por usar el velo, y a al segundo de sus hijos lo expulsaron del colegio por ser musulmán. “Pero yo no soy de las que se queda en la casa llorando, relamiéndome las heridas, yo me levanto y hago algo”, afirma con determinación, para referirse a los vehementes reclamos que ha tenido que hacer y a acciones como una corta huelga de hambre para defender sus derechos.
“Mi
Al final de la entrevista, saca una alfombra y la coloca en el suelo para rezar por tercera vez en el día.
Antes, habló sobre su mayor deseo: que algún día haya otra mezquita en el país y que se derriben los muros de tantos prejuicios. “Hay mucho camino por delante; yo confío en que lo mejor está por venir”, dice.
En su clóset, Sandra tiene una colección de velos ordenados por color, para poder combinarlos con el resto de su atuendo. No es cuestión de moda, pero el
Hace tres años, cuando comenzó a usar el
–¿No le da calor?
–Para nada, todo eso está en la mente, responde.
Todo empezó cuando en la fe católica le cerraron las puertas. “Tuve un problema con mi matrimonio y acudí a un grupo religioso. Me dijeron que como no era casada por la Iglesia, no me podían ayudar. A raíz de eso, me retiré resentida”.
Tiempo después, Rashida, quien era amiga suya, le comentó del islam, por lo que comenzó a investigar y terminó en Calle Blancos, pronunciando la
Ahora, esta religión es parte de su vida cotidiana. Bajo el calor abrasador de Barranca, en Puntarenas, Sandra sale todos los días rumbo a su trabajo, en Incopesca, cargando la alfombra que usa para rezar. “Antes me molestaban, pero ahora hasta tengo un compañero que me saluda en árabe”, relata.
Según la tradición islámica, se deben hacer cinco oraciones al día a horas específicas. Por aquello del despiste, Sandra echó mano de su celular y tiene activadas alarmas para saber cuándo orar. “Son como los 15 minutitos de café, solo que no voy a comer, voy a estar con Alá”.
Actualmente, Sandra vive con dos de sus hijos, ya que se divorció de su esposo anterior. Sin embargo, no está entre sus planes cercanos buscar compañero sentimental. ¡Es que el islam tiene reglas hasta en el amor! Una mujer musulmana solo puede contraer matrimonio con un hombre del mismo credo. Por el contrario, “un musulmán se puede casar con una no musulmana, pero los hijos deben ser de fe islámica”, explica el actual
Aunque las mujeres no están obligadas a asistir a la mezquita, cada viernes que puede Sandra toma el bus rumbo a la capital, para asistir al
Con el islam, Sandra ha encontrado una nueva familia. “Es una experiencia muy bonita, hay una hermandad muy fuerte entre las mujeres que asistimos”, relata.
A Romy Rojas hasta la han amenazado de muerte. “En una oportunidad, iba caminando y un muchacho me dijo que me iba a matar porque era terrorista y me escupió la cara”, recuerda indignada.
También vecina de Puntarenas, es la más nueva de las convertidas entrevistadas, ya que conoció el islam hace poco más de un año. No obstante, ya tiene práctica para ponerse el velo.
Aunque educada bajo las normas católicas, decía ser atea y el islam le llegó a través de un
Aunque pensó que era la única musulmana en su barrio, Sandra vivía a la vuelta de la esquina. “Antes, yo me sentía triste, pero tenía una hermana cerquita y no lo sabía”.
Al igual que en el caso de Rashida, la tolerancia ha sido la gran ausente durante todo este proceso de conversión. “Mi mamá se enojó porque es muy católica y, cuando me veía con el velo, me decía que me lo quitara. También he perdido amistades; aunque si se alejaron por mi religión, no eran amigos de verdad”, opina.
Por suerte, sus dos hijos, amantes del
Aún no se ha animado a hacer la
Aunque todavía está aprendiendo, Romy tiene claras sus nuevas convicciones y desea que estas no sean una barrera para vivir en la sociedad tica.
“La gente asocia el islam con el terrorismo, cuando en realidad es una religión de paz donde nos llevamos muy bien unos con otros”.