Aquel 17 de agosto del 2006, Ariana Fernández vio sus fotos en The New York Times . Señalaba un detalle en el traje de un niño kurdo sobre un maniquí, pero no estaba haciendo antropología social sobre moda, sino mostrando la entrada de proyectiles sobre una de cientos de víctimas del régimen de Sadam Hussein.
“Al principio analizábamos las pruebas sobre mesas pero, junto a compañeros filipinos, ideamos lo de los maniquíes para reconstruir el contexto”.
A su tienda llegaban objetos extraídos de las fosas comunes de la matanza de kurdos ordenada por Hussein tras la primera invasión de 1991. “Había unos 500 restos humanos; tardamos dos años investigando. Los arqueólogos forenses hacían el análisis biológico y me pasaban cabello, dientes, ropa y efectos personales. Yo los limpiaba y clasificaba. Fue un trabajo multidisciplinario en el que, por ejemplo, logramos recrear a partir de datos de los restos y de objetos como un vestido, la imagen de una mujer joven, de contextura gruesa, embarazada, y que había sido fusilada con un niño en brazos”.
Fernández trabajó y vivió en la base militar estadounidense en Bagdad durante dos años, algunas veces corriendo al búnker por los continuos ataques de morteros. Tenía 31 años, pero ya era una veterana en el oficio. Cinco años antes había participado en un equipo similar en Kosovo.
Allí trabajó en la morgue de Orahovac e investigó la matanza de Srebenicra. “La guerra había terminado en el 99 y me ofrecieron ir en el 2000. ¡No podía decir que no a estar allí para conocer de primera mano lo que había sucedido”. Fernández es máster en Antropología Social y posee maestrías en Asuntos Internacionales y Derechos Humanos.
La experiencia en Kosovo la llevó luego a Croacia y Bosnia, y también a exhumar fosas en España en el 2007. Fernández explica que la reacción de las familias ante la recuperación de los restos es distinta entre las diferentes culturas. “En España, los familiares quieren saber dónde están enterradas las víctimas, pero la Ley de Amnistía lo impide. En Tailandia, tras el sunami, o en Camboya, prefieren no ‘molestar’ a los muertos. En Vietnam, algunos grupos hacen polvo ‘mágico’ con huesos. En Kosovo entregamos cuerpos individuales y las familias los volvieron a enterrar en fosas comunes. Nuestra visión occidental es diferente”.
La experiencia de Fernández en campos de matanza es extraordinaria, pero no única. Su hermana Eleonor, desde los tribunales, y su maestra Roxana Ferllini, desde la ciencia, han sabido desentrañar los secretos entre los restos humanos tras crueles matanzas en el extranjero. En Costa Rica, la científica Georgina Pacheco también lucha por llevar el aporte de la ciencia a la investigación de crímenes violentos.
Ciencia del crimen
Ariana recuerda sus clases de esquelética en la Universidad de Costa Rica a cargo de la primera antropóloga forense que existió en el país: Roxana Ferllini. Sobre sus inicios, la científica recuerda: “A mitad de los ochenta, la disciplina apenas se desarrollaba, y en Costa Rica era desconocida. El doctor Eduardo Vargas Alvarado, entonces director de patología forense, me contrató como la primera antropóloga forense del OIJ (Organismo de Investigación Judicial)”.
Los patólogos extraen información del tejido blando y los antropólogos físicos, de los huesos. Las condiciones climáticas tropicales, la acción de animales y la falta de protocolo para la manipulación de restos dificultaban el trabajo. Sin embargo, para grandes casos –como el del triple homicidio en el río Guacimal en 1990–, cuenta Ferllini que se empezaron a hacer perfiles biológicos más exactos que incluían sexo, rango de edad, estatura y tipo de trauma.
“Estuve en el OIJ de 1989 a 1993, y trabajé en unos 100 casos, entre incinerados, ahogados, descuartizados y decapitados, cuando apenas empezaba a ser noticia la zona del Zurquí (como “depósito” de cadáveres tras crímenes violentos). Era una época difícil porque la CCSS no conservaba radiografías, ni los odontólogos datos de pacientes que sirvieran para comparar. Las pruebas de ADN empezaron apenas en los noventa”.
Ferllini impartió clases en Antropología y Medicina en la Universidad de Costa Rica y, en 1993 se incorporó al equipo de la Universidad Estatal a Distancia que inició la capacitación profesional en criminología.
En 1995 participó en el equipo que exhumó una importante fosa común en Ruanda, que este año conmemora el vigésimo aniversario de su genocidio (ver nota aparte), y en misiones en Kosovo y Siria. En este último país investigó las evidencias de los crímenes del genocidio armenio por parte de los turcos, que cumplirá 99 años este 2014. En 1999 viajó con su esposo a Londres, donde trabajó como profesora hasta el 2013 en el University College of London, y en donde también ha sido consultora de la Policía.
Tras la justicia
El primer objetivo del levantamiento y análisis de restos tras un genocidio es servir como evidencia en un juicio. Las Naciones Unidas han creado tribunales específicos para juzgar delitos internacionales como los de Núremberg, tras la II Guerra Mundial, Tokio, Ruanda, Yugoslavia –en el cual la jurista costarricense Elizabeth Odio fungió como jueza–, Sierra Leona, Timor y Camboya. La Corte Penal Internacional entró en funcionamiento apenas en el 2002, tras la firma del estatuto de Roma, en 1998.
En la capital camboyana Nom Pen vive otra Fernández, Eleonor, junto a su esposo –un etnólogo alemán especialista en culturas precolombinas– y un hijo pequeño. Ella es la hermana de Ariana Fernández y recuerda la fascinación infantil que le producía admirar la escritura jemer cuando sus padres –los diplomáticos Mario Fernández Silva y Gabriela Muñoz– la llevaban de paseo al museo Guimet, en París. Más tarde, como estudiante de segundo año de Derecho, visitó a su hermana en Kosovo y ambas anécdotas son pistas de cuanto hace hoy.
Eleonor no comparte el quehacer científico de su hermana, aunque sus corazones y oficios sí son vecinos de causa. Ella es especialista en Derecho Internacional de la Universidad Católica de Lovaina, tiene una maestría en Derechos Humanos de la Universidad de Coimbra y una en Derecho Penal Internacional de la Universidad de Colonia.
En Camboya funge como funcionaria jurídica en las Salas Especiales para Camboya, el primer tribunal de su tipo en la historia pues es mitad internacional y mitad camboyano.
“La otra gran diferencia es que, en todos los otros tribunales, las víctimas han sido solo testigos. Acá son parte con iguales derechos que la fiscalía y la defensa”. Ariana llegó allí en el 2009 para recolectar evidencias y testimonios. Tras el trabajo de instrucción, 3.867 personas son actores en el proceso. El genocidio camboyano exterminó a casi dos millones entre 1975 y 1979, durante el régimen comunista de los jemeres rojos en la Kampuchea Democrática. “Por su brutalidad, ha sido el genocidio más violento de los regímenes comunistas de la historia”.
En 2012, tras 222 días, el tribunal cerró el primer caso al condenar a cadena perpetua a Kaing Guek Eav, alias Duch, quien dirigía la prisión donde se torturó y ejecutó a miles. El segundo caso está por resolverse en junio y es contra el exsecretario del Partido Comunista, Nuon Chea, y el exjefe de Estado, Khieu Samphan. Hubo dos acusados más, pero uno falleció y la otra padece demencia senil. Faltan dos grandes juicios más por programarse cuyos acusados son miembros actuales del Gobierno camboyano.
Tras tanto esfuerzo y tanto dolor, ¿vale la pena seguir haciendo tribunales? ¿Las víctimas finalmente tienen justicia? “Definitivo”, dice Ariana. “Si bien no son para retribuir a las víctimas individuales, los tribunales sirven para revelar la verdadera historia, para poner un alto a la impunidad y a las amnistías”. Para su hermana Eleonor, aunque la reparación sea simbólica, socialmente es vital. “Los jóvenes camboyanos –65% de la población– deben conocer lo que hicieron sus mayores para no repetirlo. En Camboya asesinaron a camboyanos de origen vietnamita y a chams (musulmanes) solo por serlo; luego se negó que se hubiera asesinado a camboyanos, dijeron que los ataques habían sido de estadounidenses y de vietnamitas. Acá no hay libros, en las universidades no se enseña lo que pasó. Los jemeres rojos lo destruyeron todo, incluido el futuro de sus víctimas. Tras estos procesos hay rehabilitación de las víctimas, hay memorización y educación”.
¿Hay posibilidad de reconciliación? “Ese es un concepto muy occidental que remite al ‘perdón’”, explica Eleonor. “Los camboyanos quieren vivir en paz, pero eso no tiene que significar perdonar al vecino”.
Roxana Ferllini está por publicar un libro sobre geopolítica y genocidio. “Tras todos los casos hay planificación, industrialización de las matanzas, intereses creados, negocios de armas, injerencia de grandes potencias, uso de minorías”. ¿Fueron realmente las diferencias étnicas motivos para estas matanzas? Ferllini usa las palabras del arqueólogo forense Derek Congram (esposo de Ariana Fernández) para responder: “¡No! ¡Es política, es estupidez!”.
El OIJ del futuro
Cuando Roxana Ferllini dejó el puesto en el OIJ en 1993, su plaza nunca se recuperó. Durante algunos años, Florizul Cruz Vega ayudó como consultora externa y, desde el 2010, Georgina Pacheco ha hecho equipo con el personal forense. “Aunque sigue sin haber plaza, ni protocolo, el trabajo es necesario y estamos viendo resultados. Al principio me enviaban un caso al mes, ahora uno a la semana, tanto de zonas rurales como urbanas”. Georgina Pacheco se graduó en antropología física en España, donde ha excavando fosas comunes y un cementerio romano en Menorca, y a su mesa han llegado todo tipo de restos. El modus operandi del narcotráfico –balazo en la cabeza y posterior incineración o descuartizamiento– prevalece, pero la violencia doméstica y entre vecinos no se queda atrás.
“Podemos determinar datos ante mórtem (padecimientos) peri mórtem (tipo de objetos que impactaron el cuerpo) y post mórtem (si fue enterrado, sumergido, incinerado o expuesto y por cuánto tiempo). En lo que hay menos definición es en la afinidad biológica, porque los ticos somos muy mezclados”. Y aún en los países en que no lo sean, tras el proceso de descomposición ¿quién distingue a un danés de un ruandés? Esta es reflexión para estos científicos, acostumbrados a trabajar con lo que fueron personas.
“Cuando analizo me concentro en que no trabajamos para los muertos, sino para los vivos; pienso en el cuerpo, no en la persona, porque se trata de historias horribles”, explica Derek Congram. Eleonor Fernández no exhuma fosas sino pesadillas en las víctimas: “Para analizar tantos casos terribles hay que dejar la empatía al lado para poder concentrarse”. Con ella coinciden Ariana Fernández, Roxana Ferllini y Georgina Pacheco.
Trabajar con restos humanos no tiene que ver con su glamorosa ficción televisiva. Georgina Pacheco imparte cátedra en Antropología y Derecho. “De unos años para acá noto que está de moda. Es posible que tenga que ver con ciertas series de televisión, pero siempre explico a los estudiantes que esto es un trabajo científico serio y demandante, y que las escenas de poner una pieza en un aparato para obtener todos los resultados es ficción. Todavía no estamos allí”.
Donde sí estamos es en la necesidad del trabajo coordinado. “Todavía no existe protocolo para la necesidad de que sea el antropólogo quien haga el levantamiento de restos, pero en Limón hicimos un trabajo muy bueno trabajando en conjunto con la unidad canina y los biólogos forenses para hacer un escaneo tridimensional. Con los entomólogos estamos trabajando un proyecto para criar colonias de microorganismos que eliminen el tejido blando de los huesos de manera más rápida y eficiente. Con fotografía forense vamos a empezar con la descripción morfológica de personas vivas con criterios científicos y hay planes para reconstrucción facial a partir de cráneos”, dice Pacheco.
Ferllini está dedicada a escribir. Pacheco se ve haciendo su trabajo en 10 años. La experiencia en Irak convenció a Ariana de seguir su corazón, y hoy cursa el doctorado en auditoría en políticas públicas en la universidad de Toronto. “Ahora quiero concentrar mis esfuerzos en los vivos, sobre todo en poblaciones vulnerables como las madres adolescentes”.
La formación y experiencia de Eleonor Fernández serían grandes atestados para continuar ascendiendo en la judicatura internacional. “No lo sé. Todavía faltan dos casos y no sé qué pasará. Ha sido difícil, pero por ahora voy a terminar mi trabajo en Camboya, por las víctimas, porque estoy comprometida con ellas”.