¿Por qué querría gastar más de ¢4.000 por un corte de pelo cuando a simple vista lo único diferente es que el lugar es más bonito que la peluquería de turno y que a uno le dan algo de tomar antes de volarle la melena?
Muchos amigos lo han hecho, pero para mí no existía razón alguna. Hasta que finalmente fui.
El Barbero es una peluquería y barbería para hombres que vende una experiencia aventurada; es un lugar en el que peluqueros y barberos profesionales se toman jugosos lapsos para dejar a sus clientes con la mejor cabellera posible, por un precio un poco más alto que el de una peluquería genérica.
Aquí, hasta las tijeras son lindas. La estética del local de Pinares, en Curridabat (El Barbero también tiene presencia también en Santa Ana, Heredia y Alajuela), se asemeja a todo excepto a una peluquería. Con una mesa de pool en la entrada y finos acabados en todo el inmueble (hasta el baño se ve bonito), parece más un club o un bar que un lugar donde barren kilos de cabello diariamente.
Debajo del nombre en el rótulo, se lee “Gentleman's Shop” (tienda para caballeros, en inglés), porque esto no es solo una barbería. La marca El Barbero cuenta con decenas de productos para el cuidado del cabello y la barba, así como también vende accesorios para hombres como billeteras y tirantes.
“No queríamos ser nada más una barbería, sino tener un concepto de club para caballeros”, explica Josué Solano, uno de los propietarios. “La idea es que cuando venís al Barbero podés conseguir todo lo que sea de caballero”.
El Barbero abrió su primer local en Pinares en 2014, pero el espacio se quedó corto rápidamente. Primero abrieron en otras tres ubicaciones y luego pasaron la tienda de Pinares a un espacio más grande.
“Aquí nuestros barberos tienen que tener bastantes ganas de trabajar y amar lo que hacen”, cuenta Solano. Lo demás está implícito: este es un lugar para que el hombre se vea y se sienta espectacular.
“Cuando yo era cliente de barberías tradicionales y salones de belleza (porque no había otras opciones en el país), era muy distinto el trato al cliente; aquí la decoración, el protocolo y el concepto marcan la diferencia, desde la bebida de bienvenida hasta la colonia del final. Damos cosas distintas a los salones tradiciones”, manifiesta Solano.
Fuera pelaje
No me cortaba el pelo hace cuatro meses. Sobre mi cráneo lo que había era una masa para nada uniforme, para nada estéticamente aceptable, para nada dócil. Si no existieran la gel y la laca quizá ni me hubieran dejado entrar al bus en las últimas semanas. Era, sencillamente, un desastre disfrazado de melena.
No más llegando me sirvieron un vaso de té frío que me tomé a gran velocidad porque no podía concebir que un solo cabello entrara en el recipiente. Marco me saludó y de inmediato concentro su mirada en el caos capilar que necesitaba intervención urgente.
Cuando me dispuse a explicarle cómo suelo peinarme y dónde están localizados mis tres remolinos, Marco ya estaba al tanto. Ya sabía cómo cortarme el pelo para que se me acomodara bien y para que me pudiera ver decente por lo menos durante un par de semanas. Aquí los clientes suelen venir cada dos o tres semanas; yo soy malo con la constancia.
Marco tiene unos dos años de estar cortando pelo en El Barbero. Su madre es estilista y desde joven agarró la máquina, el peine y las tijeras, y empezó a experimentar cortes con sus amigos. Trabajó en un par de locales antes de este, y este parece ser su hogar por ahora: no solo es un lujo para los clientes, sino también para los peluqueros.
Entre 30 y 40 minutos le tomó a Marco perfeccionar con la máquina en distintos niveles mis costados y partes traseras. Me hizo lo que llaman un “fade” –cuando el pelo empieza a ascender de abajo para arriba–, pero sus transiciones fueron tan sutiles que mi cabeza tomó una nueva forma, una mejor forma, sin que el “fade” necesariamente se notara.
El trabajo con tijeras no se extendió por más de 10 minutos, y durante todo el encuentro Marco labró mi cabellera cual jardinero trabajando en su vegetación, al mismo tiempo que era capaz de estar 100% concentrado en su labor y sacarse de la manga decenas de temas de conversación.
En ese momento entendí que en lugares como El Barbero uno no paga ¢9.000 por un corte de cabello (los precios varían dependiendo de las necesidades del cliente), sino por una experiencia, un chineo.
En lugar de pagar ¢4.000 por un corte que tal vez no sea el mejor y que el peluquero hizo en 10 minutos, este tipo de negocios ofrecen un espacio de relajación, cuidado y atención personalizada.
Es el equivalente a un salón de belleza para las mujeres, en donde ellas se toman el tiempo que se necesite para verse tan espectaculares como sea posible, algo a lo que los hombres –por un asunto de rol de género y ciertas "reglas sociales– no estamos tan acostumbrados.
Sentado ahí, mientras Marco hacía su magia, me di la oportunidad de pensar en una nueva forma de ver la vida, quizá con mejores productos que la gel de supermercado, quizá incluso con ceras para el cabello y acondicionadores que refuercen mis vellos... Quizá, solo quizá, un futuro en el que verme al espejo no sea tan patético como lo ha sido siempre.
Nunca antes había salido de cortarme el pelo tan satisfecho con lo que veía en el espejo. Nunca había estado en el peluquero sin tener que decir, en algún momento, “mae, ¿no cree que sería mejor si me corta eso?”.
No sé si fue Marco o El Barbero o el combo completo, pero toda la experiencia me hizo sentir fabuloso, y para alguien con serios problemas de autoestima esto no es cosa fácil.
Está claro que no todos podemos darnos el lujo de pagar ¢9.000 cada mes o cada dos semanas para acicalarnos la cabeza, y este no es un negocio horizontal destinado a satisfacer a toda la población.
Empero, las cosas como son: aquí se paga por lo que se recibe, y no está nada mal que un profesional capilar se tome su tiempo para podar nuestro jardín hasta que nuestras cabezas brillen, en un ambiente acogedor, diseñado para sentirse bien, no para querer salir corriendo.