Nos guste o no, no somos una especie evolucionada para discurrir, pensar lógicamente, calcular eficientemente o hacerlo probabilísticamente.
En las últimas décadas hemos acumulado evidencia creciente de que el hombre racional, el homo economicus, no es sino una ficción, una hipótesis que pretendía explicar el progreso, el avance de las ciencias y de las tecnologías, las democracias liberales y el comercio creciente.
Es cierto que seres humanos, como Sócrates o Newton o Laplace o Einstein, o personajes como Sherlock Holmes, o Hércules Poirot, encarnan ese hombre ideal.
Pero no es menos cierto que el resto de los mortales que en el mundo somos, o han sido, distamos mucho de acercarnos a esos niveles de capacidad de cálculo y de razonamiento, no solo en materias de conocimiento, sino de comportamiento y toma de decisiones diarias.
Es solo un conjunto relativamente pequeño y, por lo general, altamente entrenado de congéneres, quien ha sido responsable de brindarnos las mejores explicaciones sobre el por qué y el cómo de las cosas, y otro conjunto, un poco más numeroso, el que nos ha enseñado cómo transformar ese conocimiento en herramientas y tecnologías capaces de mejorar nuestra vida sustancialmente.
Pero, en los últimos tiempos, cuanto más han avanzado la ciencia y la tecnología, y más mágico e incomprensible nos resulta el entorno en que nos desenvolvemos, más difícil nos resulta vernos reflejados en unas personas que tienen conocimientos que al común de los mortales nos parecen arcanos. No solo eso: han comenzado a aparecer grupos significativos de personas que no solo no pueden verse reflejados en esos científicos y tecnólogos, sino que han comenzado incluso a cuestionarse si mucho de lo que nos dicen no será una falsedad y si la creación y difusión del conocimiento no es una conspiración para engañarnos y manipularnos.
Ya no solo hay personas que dudan de la ciencia moderna, sino que ponen en cuestión el conocimiento que, lenta y penosamente, hemos acumulado como especie a lo largo de los siglos. Y defienden que la Tierra no es un cuerpo celeste esferoide, sino que es plana. Y que no hay tal evolución de las especies, ni deriva de los continentes, ni cambio climático. Y que los esquemas universales de vacunación son medios de control que producen, además, resultados adversos terribles. Y que la medicina, en general, es solo un negocio, por lo que proponen algo que llaman “medicina alternativa”.
Quienes hemos dedicado algún tiempo a combatir las pseudociencias, sabemos que la estupidez es un rasgo universal y perenne, que, en mayor o menor medida, nos acompañará a todos por los siglos de los siglos. Y que la astrología, tiempo ha refutada, reaparecerá, como cabeza de Hidra, en las próximas generaciones de humanos, porque sabemos, desde el Eclesiastés 1:15 que stultorum infinitus est numerus.
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Pero esta reacción anticientífica no dejaría de ser risible o anecdótica de no ser por tres circunstancias que, en este momento histórico, la hacen especialmente peligrosa.
La primera, porque que esto esté sucediendo en la época de mayor desarrollo de nuestra especie, pone en cuestión la eficacia de nuestros sistemas educativos formales. La educación universal, gratuíta y obligatoria, en la que tanto hemos invertido, parece no estar produciendo lo que la sociedad esperaría de esa inversion.
La segunda, porque quienes defienden estas opiniones no se sienten compelidos a probarlas, brindando evidencia verificable a favor de sus ideas. O al menos no a presentar evidencia en el sentido en el que el método científico la entiende. Así, no solo se limitan a sostener sus memeces sin soporte alguno, sino que recurren, con enorme frescura, a falsos estudios, evidencias anecdóticas o, recientemente, falsas noticias. Esto último no deja de resultar paradójico: que utilicen tecnologías impensables sin los avances en matemáticas, física y química para negar la ciencia. Como paradójico resultar ver a los partidarios de la curación por la fe en hospitales cristianos o a los líderes de los países cuna de las "medicinas ancestrales" buscar la medicina alopática más cara disponible, aún fuera de sus países.
La tercera es que, curiosamente, estas corrientes aparecen reiteradamente apadrinadas y cohonestadas por discursos ideológicos cavernarios y corrientes políticas reaccionarias.
Esta última combinación no es trivial ni risible. Es altamente peligrosa, porque puede conducirnos en dirección diametralmente opuesta al progreso. Puede devolvernos al oscurantismo dominado por la ideología impuesta de turno, una nueva y distópica Edad Media. Puede también someternos a consecuencia perversas en materia de salud (como el retorno de enfermedades que habiamos logrado controlar y erradicar) y a cataclismos, producto de una crisis climática antropogénica, de consecuencias irreversibles y catastróficas para millones de personas. Y puede disponer a las poblaciones a someterse a líderes visionarios y mesiánicos que prometerán librarnos de todo esto a cambio de someternos a regímenes políticos de corte claramente totalitario.
No nos confundamos. La actitud anticientífica actual no es ni casual, ni anecdótica, ni trivial. Debe combatirse activamente si queremos evitar que nuestras sociedades abiertas deriven en cosas que fuimos y que no queremos volver a ser.
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