En mi último año de secundaria, como supuesta costumbre adaptada, la generación se puso de acuerdo para hacer un anuario.
La idea básicamente consistía en convertir los nombres de todos los graduandos en una retahíla de fotos en blanco y negro colocadas junto a un “testamento” (muy apropiado término para personas que apenas tenían 17 años).
Recuerdo que fue en el aula de filosofía cuando me contaron la dinámica. El “testamento” era una suerte de desprendimiento de anécdotas que yo les dejaba a mis compañeros. Meses después, cuando leí los testamentos ajenos, algunos me dejaron las tocadas de guitarra en las misas del colegio, los entrenamientos en el equipo de volleyball y alguna otra nimiedad que posiblemente envejecería bien con el paso del tiempo, por más ridículo que sonara incluso con la inmadurez de la pubertad.
En su momento, me aterró la idea de “dejarle” algo a alguien más. No supe qué escribir, no porque la escritura fuese algo lejano para mí (en la etapa colegial se esbozaron mis primeros intentos de ficcionar lo que me sucedía) sino porque me atormentaba escribirle a alguien que posiblemente no me incluiría ni tangencialmente en su memoria.
Meses después, cuando recibí el anuario, confirmé mis creencias. Nunca fui un muchacho que se diga popular; creía que la adolescencia había sido una etapa teñida de dorado, pero cada vez que testifico mi pasado me encuentro con un camino pedregoso.
A quien primero busqué en el anuario fue a la muchacha que me gustaba, por supuesto. Por ella, por primera vez me atreví a decir en altavoz lo que sentía y en los últimos meses del colegio logré pasar algún tiempo con ella.
Aún así, era obvio que no estaría en sus letras. Así fue y así estaba bien. No tenía por qué incluirme; lo entendí desde aquel momento.
Pasé páginas y páginas y busqué mi nombre en los testamentos: la amiga que creía tan especial apenas me dejó un solitario “gracias”, el muchacho que me había hecho bullying y se había convertido en amigo tan siquiera escribió una letra para nadie... Otros antiguos amigos voltearon su mirada hacia otros compañeros y un sentimiento inédito se coló en mi cuerpo.
Me sentí aliviado y me dije: “qué dicha que no les dejé nada”. En la página en que se encontraba mi fotografía, aparecía una pretenciosa carta que no le dedicaba absolutamente nada a nadie: era un ambiguo texto de buenos deseos en que no se escribía el nombre de una persona, tan siquiera de mi familia.
Seguí leyendo testimonios ajenos hasta que apareció uno de mis amigos que datan desde la escuela. Él, desde la primera línea, había dejado en negrita mi nombre.
Todavía me asombro cuando revisito su texto: me dejó párrafos de párrafos de anécdotas compartidas. Hermoso.
Él también me había dejado muchos sentimientos que no compartí, como su casi paródica afición por el comunismo, su absurda necesidad de acumular figuritas de televisión, su harta necesidad de hablar de política y sus extraños cortes de barba que poco a poco ha dejado pasar.
En las páginas finales, topé con los textos de mis otros amigos cercanos hasta el día de hoy. Allí se encontraba mi valeroso amigo que ahora se la pasa dibujando, escuchando los mismos álbumes que yo y quien ha soportado todos mis deslices emocionales... También estaba mi otro amigo ahora melenudo y lleno de tatuajes, de quien nunca olvidaré que fue hasta noveno año que me estrechó la mano en un recreo. Llevábamos cuatro años siendo amigos y hasta ese día se animó a sellarme su amistad con un simbólico apretón de manos.
Por allí apareció la cara de mi amigo tocayo a quien, hasta años después, descubrí que vivía en un fascinado mundo secreto de animé, juegos de video y novelas policíacas.
En mi pasado cumpleaños brindamos los cinco por primera vez juntos. En mi interior, más que por victorias compartidas, brindamos por haber perdido las mismas batallas, por haber cicatrizado juntos, por habernos escuchado en tantos años a pesar de que no teníamos respuestas para rellenar un chat de whatsapp.
Escribiendo estas líneas finales, recuerdo que mi amigo dibujante desechó su anuario a escasos meses de haber acabado la secundaria. Él estaba harto; recién había terminado una relación amorosa heredada del colegio y solo quería olvidar.
Yo, por mi parte, ahora intento reconstruir la fotografía completa de esos días ocurridos hace seis años ya y, cada vez que veo el anuario en el librero, pienso en una promesa.