Cuando tenía seis años, un tipo de mi barrio trató de violarme: me metió por la fuerza a su
casa, me llevó por la fuerza hasta su cuarto, forcejeó con mi pantaloneta mientras me decía al oído cosas horribles, babosas, con la lengua pastosa de los borrachos. ¿Usted cree que yo hubiera querido que un extraño fuera EL PRIMER HOMBRE que tocara mi vagina? Hicimos una denuncia en la oficina del OIJ, mis papás y yo. Me hicieron repetir como un mantra, que me aprendí de memoria y no olvido hasta el día de hoy, toda la declaración, una y otra vez, una y otra vez, frente a personas desconocidas, tratando de dar con la mentira en mi voz, tratando de ver si me contradecía con la declaración anterior. La mano de mi mamá sujetando la mía con firmeza, tratando de decirme que yo no había hecho nada malo: ese es el recuerdo.
Cuando tenía nueve años, iba caminando con mi hermano mayor por el centro de San Isidro del General y el copiloto de un camión de entregas sacó la cabeza por la ventana y me gritó, en la pura cara: “¡Flaca pero rica!”. La vergüenza de mis piernas enclenques, mi pecho plano manifestándose por primera vez en mi conciencia, y la mano de mi hermano sujetando la mía con firmeza: esos son los recuerdos.
Cuando tenía doce años, un taller mecánico se instaló a dos casas de la mía. Los tres empleados del taller fueron mi pesadilla hasta los dieciséis, cuando me cambié de colegio y no tuve que volver a pasar por ahí para ir a clases. Me gritaban groserías, me decían vulgaridades, se reían de mí. Mi cara roja del asco, el odio y la vergüenza: ese es el recuerdo.
Cuando tenía diecinueve años, un tipo me metió la mano entre las piernas en la fila del bus. Me apretó con fuerza la vulva y se fue como si nada, muerto de risa. A él lo perseguí y lo golpeé. ¿Usted cree que yo hubiera querido que un desconocido fuera EL SEGUNDO HOMBRE que tocara mi vagina? La ira y el odio: esos son los recuerdos.
El año pasado, un desconocido se masturbó frente a mí en la puerta de mi negocio. Estos episodios no son aislados. Ya tengo 35 años y sigo viviendo bajo la amenaza de que se repitan. Las historias no se acaban. Pasa un día sí y otro también. No me pasan solo a mí: a mi hermana la han perseguido en bicicleta diciéndole porquerías. A la mesera de mi negocio le han manoseado los senos en plena vía pública. A todas mis amigas y conocidas, a TODAS, les han gritado groserías en la calle y las han tocado o tratado de tocar sin su consentimiento perfectos y mojigatos desconocidos que se sienten autorizados para hacerlo.
¿Quién los autoriza? Si cuando lee estas líneas usted encuentra la forma de culparme a mí, de culparnos a todas por el acoso del que somos víctimas, el problema es suyo. Si usted cree que los hombres tienen derecho a “piropear”, acosar, toquetear, mostrar su pene en el bus, mirar con lascivia a chiquitas de seis años, el problema es suyo. Las mujeres somos seres humanos. Las mujeres no somos propiedad de nadie. Las mujeres no somos objetos, no somos espacio público. Las mujeres no pedimos que nos acosen, no disfrutamos que un desconocido nos manosee en público. Las mujeres queremos construir nuestros propios recuerdos, sin que estos estén llenos de historias de acoso, de miedo, de vergüenza. Usted, yo, todos: estamos obligados a garantizar que el acoso no sea parte de los recuerdos de las próximas generaciones de mujeres. Tenemos que cambiar la historia. Tenemos que sacar el acoso, de una vez y para siempre, de la memoria colectiva de las mujeres costarricenses.