Desde muy pequeño me habían soltado la trillada frase de que el agua era vida, que era lo opuesto a todo lo malo, que significaba una especie de punto intermedio entre el mundo grisáceo y el reflejo de las nubes donde habita Dios.
Pasaron los años en que cada diciembre significaba un largo viaje hacia la playa de siempre, el Puntarenas que me coronaba como el niño más feliz del planeta y donde el agua era mi ducha eterna.
En aquellos días, cuando la palma de mi mano no podía ni sostener el pichel de limonada de la casa, creé cierta rutina para ingeniármelas en mis días en la playa: me despertaba cuando la luz del vecino se encendía a las cuatro de la mañana, esperaba con ansias la salida completa del sol mientras en la cama de la casa imaginaba ciudades imposibles, y me sentaba en el portal del vestíbulo oxidado para ver a las hormigas jugar con su bocadillo del día.
En el segundo año de tomar esta rutina –podía tener unos nueve años, tal vez– me atreví a escaparme de la casa con el tiempo suficiente para regresar antes de que los adultos abrieran sus ojos. Era mi propia fuga de Alcatraz, con arena, olas y amigos imaginados en el apresurado recorrido por la playa de mi infancia.
Entonces, el mundo antes de las nueve de la mañana se convirtió en algo infinito, con la playa libre de turistas, con las olas extendiéndose por el mar como un tablero de ajedrez con incontables posibilidades de juego.
LEA MÁS: Tinta Fresca: De cuando odié a Má
Fue en una de esas mañanas de libertad cuando conocí a Cristóbal, el viejo pescador del puerto que, con aspecto de un desaliñado Quijote, surtía de carnada para pescar a todo el vecindario.
Cristóbal vivía encorvado, con una prominente barba que parecía sacada de los sesos de Cervantes y con orejas y narices tan velludas que podían reconocerse a cinco metros de distancia. El día que lo conocí, había logrado sacar con sigilo una pequeña pala roja del cajón de juguetes de la casa, y me planteé hacer una interminable serie de cuadrados en la arena, digna de la fantasía del más acérrimo jugador de crucigramas.
Estaba trazando las líneas hasta que Cristóbal se acercó. Yo estaba mirando mi creación con calma hasta que una larga sombra cubrió la arena. Cuando volteé, estaba su rostro inmutable, de cutis partido.
El viejo tomó un cangrejo que se acercaba a mi pierna y lo disparó con sus dedos hasta el mar. Posiblemente creyó que me pellizcaría con sus tenazas, quiero pensar.
Cristóbal separó su mirada de mí, se apartó entre la arena y tomó de nuevo su rumbo, hasta sentarse cerca de unas piedras que abrazaban la entrada a la playa.
Me sentí tan abandonado como para sentir fría la arena caliente, y no pensé dos veces en tomar la decisión: me acerqué a él en un acto de agradecimiento. Tomé asiento junto a su balde de carnada y, sin emitir palabra, pasé minutos con el viejo.
¿Habrá sido un par de segundos o una hora? No lo sé, pero cuando creí que ya mi familia podía despertarse me levanté para devolver mis pasos hasta casa. Fue el momento en que Cristóbal aprovechó para tomarme del hombro y susurrarme algo al oído.
Quedé inmutado al escucharlo y me asusté. Solté una angustiosa sonrisa de compromiso y corrí de vuelta a casa.
Aquel día pasó como cualquier otro: fuimos por un granizado, jugué al fútbol con mi hermano en unas canchas improvisadas y tragué agua salada en el océano como podía esperarse. A lo lejos, miraba a Cristóbal acostado sobre una piedra con la inseparable reserva de carnada que lo acompañaba. Sin decirle nada a mi familia, me acosté en mi cama cuando la noche cubrió nuestra casa. Para mi sorpresa, no tuve problema en dormirme.
A la mañana siguiente, salí tímidamente de la casa a la hora de siempre. No pasé a saludar a las hormigas de la casa que hacían lo suyo con un coco lleno de agua y me fui directo a la playa.
Cuando toqué la arena, no encontré a Cristóbal. Me desplacé hacia el otro lado de la costa, donde unas grandes piedras tapaban mi mirada y lo encontré.
El viejo, con las barbas mojadas, estaba flotando, vacío, hecho uno con el mar y cumpliendo su profecía.
Cristóbal me había dicho que aquella noche moriría y que nada podía hacer yo. Que yo era solo un niño, que eso no me tocaba a mí, sino al de arriba.
¡Cuántas veces habría visto Cristóbal a Dios en la costa! ¡Cuántas veces su llanto se habrá confundido con el de las olas!
No podía pensar en la desgracia en que había caído.
¡Hacía cuánto tiempo que su sangre se había hecho barro con la arena del Pacífico!
El calor me asfixió como nunca en esa mañana de mar enmudecido. El cuerpo de Cristóbal se revolvió en espumas que la marea llenó de muerte. ¿Habría sido Cristóbal una nueva Alfonsina? Han pasado tantos años y solo quiero creer que las propias olas le dieron la noticia de su muerte.