Ha pasado casi un año desde que murió mi papá, y no lo extraño tanto como pensé que lo haría. Está bien no verlo. Lo recuerdo poco.
Pero supongo que esto tiene que ver con la ciencia del cerebro, y no con la intención de olvidarlo.
Se ha sentido raro.
Pensé que iba a tener meses miserables, ataques de pánico, algún desorden alimenticio, o una leve y profunda depresión. Pero con el paso de las semanas y terapias autoinfligidas, comprendí lo mucho que agradezco su ausencia.
No digo que Pá murió para mostrarme otras cosas que andan por ahí, pero a veces se siente como que sí.
Que ese fue su último acto de amor y rebeldía para mí.
En vida Pá fue, por mucho, tiempo la única luz que reconocía como amiga. Era –según yo– quien mejor me comprendía. Creía que solo él entendía lo esencial, los momentos calmos de la vida que desde niña me enseñó a tener. Vivimos junto en una misma casa solamente dos años.
El resto de nuestra dinámica familiar consintió en despedidas en el portón.
Pá me dejó la aventura. Me enseñó a apreciar el lado bueno de la incertidumbre. La maravilla que hay en todo. El arte de la observación.
El amor por la radio, la Coca Cola y el calor de los carros que parquean bajo el sol. Me enseñó a estar en silencio. A tomar la ruta más larga.
En cambio, mi madre fue por mucho tiempo una invasora en mi vida. Siempre diciéndome qué vestir, como sentarme, qué comer, qué hacer, cómo saludar.
Esa luz era demasiado fría. Tan helada como la sangre cuando se muere.
Mi madre, una bruja escazuceña, fanática de la cuarta dimensión, máster en crochet y cocinera instintiva, siempre supo todo esto.
Vio por mucho tiempo cuanto la odié. Pero esperó paciente, con amor de madre.
El día que enterramos a Pá, yo la abracé a ella. Tenían mucho tiempo de no verse. Sentí alivio en verla llorar.
Luego de sepultar la culpa, no nos quedó nada más que nosotras dos. Así de complejo como se lee.
Má tiene le pelo negro. Ahora se lo tiñó café por las canas. Extraño su cabello negro. Me gusta ver sus brazos, las manchas de su cara, sus cejas. A Má no la puedo olvidar. Escucho sus palabras con mucha atención.
La memorizo.
Todos los días nos enviamos un mensaje de buenas noches. Si nos llamamos, me cuenta lo que almorzó, si amaneció con dolor de piernas o no, o qué tan perpendiculares siente los rayos ultravioleta, o sí salió a hacer un mandado. Aprendió a hacer llamadas por Facebook y entonces a veces y de repente me sale su cara en el celular pero solo puedo ver un par de ojos que se asoman con risa porque aún no sabe calcular la cámara.
Pero Patrick, de cariño, todo lo aprende y todo lo sabe. Es mi bruja favorita. Mi amuleto más fuerte. Al que le rezo y agradezco haberme creado.
Cuando la visito vemos películas y me muestra sus plantas, y los aceites que se compró. En la tarde nos sentamos en el patio a ver atardecer. Pelamos naranjas. Chismeamos en la sala cuando comienza la hora de los zancudos. Comemos pan bonete con el café.
Disfruto conocerla. Recordarla de 18 años en la playa sin zapatos, alimentando un perico.
Pá solía tomarle fotos a la distancia, donde solo se veía la silueta, que en ese entonces era muy morena y delgada. Como luna menguante.
Má creció con poco, nunca fue de una familia adinerada.
Pero en esa casa siempre hubo razón. Somos más mujeres que hombres y no es algo del destino.
Venimos de mi abuela. Teníamos que ser más.
Mi Patrick es un caso particular. Es necia. No le importa medir metro y medio, así se pelea con traileros de tú a tú cuando le tiran encima el camión. Le saca la lengua (y el dedo) a la gente que no le da campo para cruzar. Nunca ha chocado.
Le reza a San Miguel pero no me dejó hacer la primera comunión. Sufre de ansiedad social. No contesta el teléfono. Le gusta comer costillas a la parrilla.
No apagué una luz para ver otra. Alguien más así lo decidió. Supongo que ahora lo único que me gustaría decirle a Pá es que ya entiendo porqué se enamoró.