Hace tan solo un mes confirmé lo que no quería saber: me va bien con esto de llorar en el cine.
No puedo negar que era un momento especial, pues en la oscura e infinita sala del Magaly tenía un primer plano de Clint Eastwood sosteniendo sus ojos cargados de agua. Por más que el viejo vaquero quisiera llorar, no podía. Yo, desde la butaca, le hacía el favor y sacaba las lágrimas que él no liberaba.
Aunque no dudo que esa película tiene sus momentos para el rato lacrimógeno de la semana, yo no lloraba tanto por lo que sucedía en la cinta como por lo que pasaba por mi mente. Sentía que el arrugado Eastwood que veía en la pantalla se estaba despidiendo de mí; que esta sería su última aparición en la pantalla a pesar de ser inoxidable a sus 88 años. Escuchaba sus palabras del guión, pero en su mirada leía un mensaje especial para mí.
Clint Eastwood significó mi bautizo en el cine. Cuando lo conocí, él estaba lejos de ser aquel fornido y apuesto vaquero que, con un par de pistoletazos, tenía al mundo en sus manos. Al señor Eastwood lo conocí en el cuarto de mi madre, cuando Warner pasaba Million Dollar Baby en una mañana de domingo.
Yo tenía unos diez años para aquel entonces y Clint poco más de setenta. Su cara la memoricé de inmediato y, cuando de noche tocaba la hora del zapping, no dudaba en decirme a mí mismo: “ese es Clint Eastwood, el único actor que reconozco”. Sentí que su rostro fue el arrullo que me dio la bienvenida para enamorarme del cine.
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Ahora, pienso demasiado en que ningún famoso que haya muerto ha significado un verdadero duelo para mí.
Fui testigo de cómo personas cercanas lloraron con la muerte de Bowie, con la ausencia de Prince, con el recuerdo del gran Michael… Pero el dolor de la muerte de alguien que nunca conocí es algo que aún no ha llegado a mis fibras.
Temo que Clint Eastwood será quien me dará la bienvenida al sentimiento de dolor, así como me dio a conocer el abrazo honesto del cine.
En este último contacto que tuve con el señor Eastwood en la sala del Magaly, quise creer que él hizo esta película para mí. Hacía diez años que no había aparecido como actor y aquí estaba de nuevo, contra todos los pronósticos y con el mismo temple de siempre.
Al final de la película, y por primera vez en su carrera, Eastwood termina vencido, con la infaltable bandera americana tatuada en su piel y con las venas de su frente abiertas al lente de la cámara.
Supuse que esa sería la agonía de su vida; el acompañamiento que no le daría cuando se encuentre indefenso en su cama a la espera de la visita de las sombras mortuorias.
Lloré por él y lloré por mí. Lloré porque ha sido mi padrino en las noches de insomnio en que sus películas rellenaron los espacios en blanco.
Tanto tiempo después, en esta última ocasión de ver al señor Eastwood en la pantalla grande, lo veo como un consejero que me dice “aquí estaré cuando me busques”.
No importará si tendré que volver a escuchar sus palabras en la sala oscura o en la parrilla de programación de Warner. Lo que importa es que el viejo vaquero es la perfecta persona desconocida para soltar unas lágrimas cuando llegue el momento, aún cuando el humo que sale de su revólver no se ha desvanecido con el viento.