Todavía recuerdo como si fuera ayer cuando mi papá llevó a la casa una máquina de escribir eléctrica. Era lo último en la tecnología; una cosa fuera de este mundo en comparación con las máquinas manuales de teclas duras, la cual se disparaba como una bala imprimiendo cada letra en una hoja de papel que iba emergiendo a gran velocidad en medio de un golpeteo ensordecedor.
Tenía también la posibilidad de borrar, que resultaba ser toda una novedad basada en una banda blanca que se alzaba al presionar una tecla específica, con el fin de dejar impresa la misma letra que había quedado en negro pero que no era más que un dedazo que había que desaparecer.
Entonces quedaba oculta en un blanco que se disimulaba muy bien en el papel.
Ahora yo no sé lo que haría sin mi computadora portátil, desde donde armo y desarmo el mundo conectada a Internet. Si algo podemos agradecer en este tiempo de pandemia es que la tecnología y la digitalización han venido a nuestro rescate en un momento tan retador para unirnos de otra forma.
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Esas plataformas que yo ya venía usando para eventos con gente de otros países, empezaron a funcionar también para reuniones de primos y amigos, aunque con el mismo resultado: luego de una hora y media no hay forma de concentrarse. Sin embargo, es ahora una forma de mantenerse en contacto.
Lo digo, en todo caso, como representante de una generación que ha tenido que aprender a fondo a lidiar con la tecnología, pero que igual extraña los abrazos y las tertulias interminables cara a cara, ojalá con un buen vino de por medio.
Porque para los más jóvenes, que pasan de lo real a la virtual como si nada, la pandemia no es que no sea un elemento disruptivo en sus vidas, pero el manejo de lo digital para comunicarse y divertirse les sale, sin lugar a dudas, mucho más natural.
Lo cierto es que no pocos hemos tenido que pasar completamente a la virtualidad para poder seguir trabajando, estudiando, participando en reuniones, eventos y comunicándonos en general.
Y en ese proceso nos hemos acostumbrado a abrir la intimidad de nuestras casas y a meternos literalmente en la cocina de las de los demás.
Y sucede de todo: perros ladran en el peor momento, gatos se pasean por la computadora, el señor de los helados queda grabado en el audio de la conferencia y todo se corta por el aguacero torrencial, por la bandada de pericos que pasa justo en ese momento, y se va la luz en media disertación o a punto de empezar una reunión decisiva.
Ni qué decir de cuándo queda abierto el micrófono y se escuchan conversaciones cotidianas de forma simultánea en varios países. Ha llegado a suceder que una clase se cancela en el acto porque el gato de la profesora le lanza a sus pies un ratón muerto, entrevistas en vivo que se cortan por un temblor mientras los implicados analizan si pueden guardar la ecuanimidad o salir corriendo, y tampoco falta quien se confundió con el huso horario, llegó dos horas tarde o tuvo que levantarse como un resorte de la cama a la computadora porque le avisaron que hace rato lo esperaban.
Luego de la pandemia nada volverá a ser igual, muchas de estas cosas vinieron para quedarse; otras serán solo un recuerdo anecdótico. Sin embargo, un abrazo siempre será insustituible, esa conversación de pasillo, el café con el compañero de clase, la cena con amigos y la reunión familiar.
Así como el día que mi papá me presentó a la máquina de escribir eléctrica, no cabe duda de que la tecnología nos continuará resolviendo muchas cosas en nuestra vida.
Pero la verdadera conexión, esa sí depende de nosotros.