Siempre que puedo echo unas cuantas cosas en un maletín de lona, regalo de un amigo, y me voy de viaje. Espanto la mula, decían antes.
No hablo de subir a un avión y salir del país, que es lo que muchos entienden hoy por viajar, sino de algo más sencillo.
Anduve recientemente en los llanos del norte, donde los ríos Medio Queso y Frío alimentan humedales extensos que, en algunos casos, cruzan la frontera y siguen más allá. La vida en estos casos no sabe de barreras. Va, viene, crece.
La sequía empieza a notarse en algunas áreas. La tierra sedienta deja pocas charcas y hay muchos picos hambrientos. El suelo agrietado recuerda un rompecabezas por el cual han caminado pájaros, reses y gente. Lo cuentan las huellas impresas en el barro.
Supe, siendo escolar, que mi país contaba con ríos navegables y saberlo me sorprendió. Los imaginaba enormes y como hervideros de personas y de cosas. Una vez los representé en una tarea. Dibujé en una tabla pequeña el contorno de Costa Rica y los cursos de agua por los cuales creía que viajaban barcos de muchos tamaños, algunos con velas hinchadas, como bongos de un cuento de Salazar Herrera.
Rellené con jabón azul en barra la superficie del mapa y con granos de arroz crudo tracé los cauces. Así separé las aguas de la tierra. Fui dios por un instante.
Nunca había estado frente a un río por el cual fuera posible navegar. Mi saber en ese campo se limitaba al Tiribí, del que sacaban el sustento los últimos areneros de Alajuelita, o el Limón, que marcaba la frontera entre mi barrio y el monte.
El Tempisque inauguró mi lista de los ríos navegables conocidos. Lo dibujé en mi cabeza al escuchar una canción de Los Talolingas que decía “del Tempisque, en un remanso, se bañaba mi morena y por eso no me canso de ir a besar la arena...".
Era yo un niño, iba una mañana hacia la playa y lo cruzamos. Estaba de un verde invitador y había bañistas refrescando en él el calor bravo del verano.
El Medio Queso, me contaron hace poco, es un río profundísimo y allá, me señalaron hacia el norte, queda otro país, aquellas montañas son ajenas. El agua por la cual navegué corre algunos kilómetros más, cruza la frontera, y se hermana con el San Juan.
Hace lo mismo el Frío, que se descuelga de las faldas del volcán Tenorio, busca las planicies y en su camino se llena de lanchitas, pescadores y casas sencillísimas donde el viento agita la ropa que cuelga en mecates, banderas de la escasez. Pero da gusto ver hacia las orillas y encontrar al martín pescador, quieto en un tronco como un ave de piedra o suspendido en el aire, calculando el mejor momento del clavado.
Qué alegría descubrir un jabirú en la rama de una ceiba, qué bien colorean la laguna y los árboles las espátulas rosadas.
Es domingo y hay pescadores en las riberas y en el agua. Niños, adolescentes, mujeres solas, todos prueban suerte en busca del gaspar, pez poco agraciado y de carne suculenta. Hace falta paciencia, que la tienen, y horas para meterse en una tarea de resultado incierto.
Me queda la impresión de que en estos lugares los días pasan con lentitud, como si tiempo y agua fueran lo mismo y se aquietaran en un remanso.
Es la opinión de un visitante, alguien que llega, ve y se marcha aunque quisiera quedarse. Me reconfortan unas palabras de Alberto Moravia, que afirmó con sabiduría “quien viaja deja pedazos de su corazón en muchos sitios”.
Que sea entonces mi corazón un lirio de agua y que lo nutran las corrientes de un buen río.