Gabo da una entrevista enjorquetado en una silla, como si fuera a caballo.
El respaldar ve al frente y frente a García Márquez hay una periodista.
El escritor lleva camisa azul, contraste fabuloso con la llamarada amarilla de un ramo de flores que al fondo parecen mariposas presas de un jarrón.
Antes de que la conversación vuele, cuando el programa empieza, dos niños, uno de ellos descamisado, juegan en las vías de un tren con algo que parece un globo, pero podría ser un pedazo de alegría arrebatado a la pobreza.
Suena música que recuerda a un vallenato y vemos tumbas blancas. Un hombre pasea por un cementerio al lado de un mar que sin duda es el Caribe.
Los cementerios caribeños deberían ser de colores, como los que conocí en Chichicastenango y a los cuales llenaba de vida el sol de la tarde.
(Chichicastenango es un pueblo con calles de piedra sobre las cuales extienden en los días de mercado alfombras de agujas de pino. El aroma sube al majarlas, ancianas indígenas queman incienso en pequeñas latas frente a la boca negra de iglesias blancas. Así lo revivo en el recuerdo).
Y al fin oímos a Gabo, pero aún no lo vemos. Dice que un escritor tiene licencia para inventarlo todo siempre que sea capaz de hacerlo creer.
Remedios la bella sube al cielo en cuerpo y alma y lo creo, pero no que un hombre regresa de la muerte al tercer día. La falla de los libros sagrados es enredarse con el dogma. Así perdieron libertad y empezaron a ser sospechosos.
Soy descreedor de tiempo completo, pero un Credo me gusta: el de Carlos Mejía Godoy. Lo descubrí en la infancia, cuando desconocía la existencia de los pintores primitivistas.
Años después pude adentrarme en esos cuadros de exageraciones verosímiles que son como retratos de los portales caseros donde convivían pastores palestinos con guacamayas plásticas y los patos nadaban inmóviles en aguas de vidrio.
Los pintores primitivistas son escritores con pincel. Hacen posibles mundos de árboles celestes donde hombres, garzas y venados tienen el mismo tamaño. Inventan una vida nueva.
La periodista interroga a García Márquez con una pregunta a la medida de un voyerista: “¿a usted qué le gustaría ver por un agujerito sin ser visto?”.
Gabo piensa, responde: “la vida desde la muerte”. Y la periodista avanza: “¿y cómo le gustaría morirse”.
“Si a mí me pusieran a escoger la muerte, sencillamente no la escogería, me niego rotundamente. Yo la única opción que acepto es la de no morirse. La muerte es una trampa, una traición. Pa’ mí es muy serio el hecho de que esto se acabe, creo que es injusto”.
Y sigue la periodista: “¿Y qué podemos hacer para evitarlo?”.
Gabo se crece: “Escribir mucho”. Y sonríe.
Su imagen se funde con la de una cruz, una ciudad y un sol a medio cielo que impide adivinar si sube o baja.
Sí, escribir es un acto para espantar a la muerte, pero sería mejor no morirse nunca o al menos conseguir lo que proponía la pintora inglesa Leonora Carrington, creadora de hienas mansas y gatos rojos.
Al hablar de lo ineludible Leonora enseña su cara surrealista: “No me gustaría morir de ninguna manera, pero si llego a hacerlo algún día, que sea a los 500 años de edad y por evaporación lenta”.
Leonora soñaba con la sublimación y Gabo con ver la vida desde la muerte. Yo propongo la revolución: ver la vida desde la vida. Verla y participar.