Juro por Dios que vi a la Segua, su cara de caballo, los enormes dientes, la crin negra, la piel blanca, espanto del jinete que huyó como alma que lleva el diablo, sin esperar otro relincho de aquella ‘mujer’ que a primera vista se apareció hermosa, desprotegida, encantadora, solitaria, a la vera del camino.
Dicen que en lejanas décadas se le vio desde México hasta Costa Rica. La llamaron Siguanaba en El Salvador y Guatemala, la Sucia en Honduras, la Segua o la Cegua también en Nicaragua...
Como quieran decirle, vestía de blanco aquella noche, angelical al inicio, espectral después. Miraba hacia el cafetal, cantaba, cuando aquel hombre se le acercó casi hasta tocarla por la espalda, sin imaginar el rostro a punto de voltearse.
No es cuento. Aquella no salió del poema de Carlos Luis Sáenz (1944), ni de los relatos de Anastasio Alfaro (en los años 60), tampoco apareció en el tablado de Alberto Cañas (1971), ni en la cinta de Antonio Yglesias y Óscar Castillo (1984). Esa risa, alarido o relincho, sepa Dios, no se inventa, no se imagina, no se olvida. Se queda en un escalofrío aun cuando desaparece.
No me crearán. Tampoco los culpo. Dirán que blasfemo, si también juro que en otra noche vi al Cadejos, el enorme perro blanco (dicen que hubo otro negro), con uñas largas, filosas, casi metálicas como las cadenas que arrastraba por el empedrado camino. A decir verdad, tan solo lo oí. No quise mirarlo. Cerré los ojos cuando el tintineo se fue acercando poco a poco a mis espaldas, hasta que, casi al lado, sin detenerse, ya no hacía falta mirar. Era él. Pasó a un costado, olfateó sin detenerse y se adelantó quizás un metro, justo antes de un gran silencio, como si la noche entera callara: no más pasos, no más jadeo, no más cadenas, no más Cadejos cuando finalmente me animé a mirar.
Desapareció para siempre, como el Padre sin cabeza o la carreta sin bueyes. Después les llamaron mitos y leyendas, así no más, como si fueran inventos baratos destinados a entretener o asustar a borrachos, mujeriegos, desobedientes o trasnochadores, en los tiempos con escaso alumbrado público. Nací en otra época más iluminada, con televisión y sin candelas en las casas, pero me declaro testigo de semejantes apariciones.
Jamás supe, sin embargo, si realmente existió la Monalisa, una especie de mica casi humana que vagaba por los techos de Puntarenas, allá por los años 60. Se le oía correr y saltar de una casa a la otra, asomarse por los balcones de algún segundo piso y volver a estremecer el zinc. Yo también me habría acostado temprano con tal de evitarla, como aconsejaban entonces los padres a sus hijos.
Le temía, lo confieso, como temieron los malportados a la Tulevieja o los niños a la Llorona. Me asustaron, de niño. Me encantaron, después.
Juro que los vi y no en un libro de esos que ya nadie compra, sino de carne y hueso, si acaso tenían carne, si acaso tenían hueso. Lo juro, aunque usted no me crea, aunque ellos se hayan ido con aquel que les daba vida en cada relato. Rodeado de niños asombrados, atentos, asustados, parecía temer otro susto de esos. Nos juntaba en la sala en esas noches en las que solo los grillos suenan desde las sombras de lo que entonces eran cafetales. Habría dicho que le preguntaran a él, pero partió hace ocho días, aquel contador de historias, al que en vida llamamos Tío German.