Les debo a mis abuelos y a mis papás la música de los primeros costarriqueñismos.
Chafirro, atiparse, maracandaca...
Eran gente diccionario, gente llena de palabras cuyos sonidos parecen desvanecerse.
En cualquier momento las soltaban, como si dejaran libre un animal hermoso. Llevado por la curiosidad infantil yo las seguía para aprenderlas. Aprenderlas sin hache y aprehenderlas con hache.
Llamaban mi atención e iba tras ellas igual que hacíamos los güilas con las chicharras del verano.
Varejón, bandola, delicuitas, hogazón...
Mi abuela Nina me contó un día que una vez sacadas del comal, las tortillas se ponían en el lebrillo. Pero yo no encontraba en la cocina nada con aquel nombre tan raro (que me sonó a libro pequeño) y al ver que lo buscaba con la mirada, ella estiró la mano y lo señaló.
El lebrillo era un lebrillo, todo el mundo lo sabía (todo el mundo menos yo). Era, y sigue siendo, una ollita baja de barro, con la boca más ancha que la base, usada para guardar las tortillas envueltas en una tela (género, decía la abuela) o en una hoja de plátano.
Me fueron gustando aquellos términos que sonaban solo en la familia.
Moronga, mosqueta, fachentada…
Nadie en la escuela los decía. O quizás sí y no lo recuerdo.
En una de sus columnas de opinión Alberto Cañas defendía hace muchos años la palabra chacalín, a la que definía como la más sonora del habla tica. La comparaba con cipote, que también significa niño, pero a la cual le falta brillo y sonoridad. Le molestaba, decía don Beto, que una tuviera ya la bendición real de la Academia y la otra no. Al chacalín costarricense le cerraron la puerta que le abrieron al cipote.
Bueno, chacalín sí está en el diccionario, pero no con el sentido que le daban nuestros viejos. Para los académicos el chacalín es un crustáceo y los crustáceos, lo sabemos, no son chacalines.
De las palabras me seduce su inmenso poder evocador.
Chacalín, por ejemplo, tiene para mí el sonido de una carreta con bueyes...
Juan Ramírez, el arenero del pueblo, sube la cuesta del barrio en su camino diario hacia el río Tiribí. Las ruedas de la carreta lo anuncian antes de que llegue al altillo. Yo dejo el pan y el café y corro hasta la esquina por donde pasará.
El cajón va lleno, pero queda campo. Me acomodo, feliz de la vida, y los bueyes echan a andar de pronto. Un chiquillo se tambalea. “¡Agárrese de las orejas, chacalín!”, le dice Juan. Papi Juan, como lo llamábamos los demás güilas imitando a sus nietos de verdad.
Evocar es revivir. Dije una palabra, una sola, y fui hasta una mañana brillante de finales de los setentas. Me pasa a menudo con los costarriqueñismos más generosos, que me traen imágenes y olores que parecían perdidos.
En mi mesa de trabajo me acompaña siempre el diccionario de Miguel Ángel Quesada Pacheco y a veces lo repaso únicamente por el placer de darle cuerda a la memoria.
Corroncha, quelite, misingo, pasmado...
Mis tatas y mis abuelos me heredaron un mundo de palabras que conviven ahora con las mías, más frescas. Me gusta conocerlas, chinearlas, que sigan vivas. No permito que el viento se las lleve.
Cuijen, chiquizá, acusetas, zurrón, cachazudo, chichí, balandrán …