Edgar Trigueros Méndez fue un documentalista insigne, en los tiempos de la narrativa cinematográfica a 24 cuadros por segundo, pionero del arte militante que el Centro Costarricense de Producción Cinematográfica registró en el formato de 16 milímetros, a favor de los desposeídos, con su lema Dar voz a quien no la tiene.
Tenía un leve parecido físico con Ernest Hemingway, legendario escritor y periodista estadounidense. Además, antes de dedicarse a la cinematografía, Trigueros había sido reportero del Semanario Universidad, del Semanario Pueblo y, también, literato. Por cierto, Alfonso Chase, connotado poeta y gestor cultural, incluye un cuento de Trigueros en una antología de creadores nacionales.
En abril de 1979, Edgar preparaba un documental alusivo al irrespeto de los blancos a la comunidad indígena de Salitre de Buenos Aires, en la zona sur del país, depredación que Trigueros había denunciado cuatro años atrás en el semanario Pueblo. En el proceso del documental, realizaba constantes viajes a la reserva de los Bribris, junto con Ricardo Ávila, su camarógrafo, y el sonidista Guillermo Munguía. A raíz de esas giras de investigación, guion y rodaje, un día me propuso que lleváramos cine allá. Decía que si bien la mayoría de los habitantes de la reserva habían visto alguna vez televisión, él estaba seguro de que no tenían idea de la emoción que despertaba un rayo de luz en la oscuridad.
Acepté la propuesta y nos enrumbamos a la zona sur a bordo del Land Rover de doble cabina del Centro de Cine. Ricardo al volante, Edgar a su lado y yo atrás, atento a que el proyector de 16 mm no se volcara, dado el impulsivo estilo de conducir de Ricardito, como le llamábamos. Además de que éramos compañeros en el Centro, los tres vivíamos en Guadalupe de Goicoechea, de modo que la amena charla de carretera, con el infaltable café a medio camino, versaba en torno a anécdotas de nuestros barrios, cine y fútbol.
Tras siete horas de recorrido allende el Cerro de la Muerte, llegamos a Salitre, al rancho de Saturnino y Fulvia Ortiz, donde nos recibieron con jarras rebosantes de chicha. Al caer la tarde, dirigidos por Jaime, hijo menor de los Ortiz, tres muchachos tensaron entre los árboles una sábana blanca que serviría de pantalla. Entre tanto, Edgar, Richard y yo instalábamos la planta de gasolina, a distancia del proyector, no fuera a ocurrir que el ruido de la planta afectara el sonido de la película. Mientras armábamos el equipo, desenredábamos cables y sacábamos los rollos de las latas, los chiquillos nos seguían realmente intrigados.
Pasadas las seis, entre las sombras germinó la oscuridad. Con focos y antorchas, las familias se fueron acercando. Minutos antes de la proyección, Edgar, el barbudo alto y bonachón a quien todos en Salitre querían y respetaban, les hablaba de la fábrica de sueños, y los animaba a que se dejaran llevar por la magia que se aprestaban a presenciar. “Aquí, donde estamos todos, sentados en el zacate, vamos a viajar por otros países, ya verán”, les decía.
Emoción. Expectativa. Richard encendió la planta. El botón rojo del proyector indicó que ya teníamos fluido eléctrico. Entonces procedí a enhebrar la primera cinta, mientras Edgar colgaba el parlante en una rama. ¡Qué tarde-noche aquella! Con sus ojos bien abiertos, los carajillos me recordaban la experiencia cubana en Los Mulos, en las montañas de Baracoa, Cuba, cuando Octavio Cortázar visitó con su cine ambulante el poblado, tema del documental Por primera vez.
Encendí el proyector. El relato en blanco y negro de un gigante egoísta (película animada alemana) se comenzó a perfilar en la pantalla de nuestra sala al aire libre, bajo el cosmos, un techo infinito. Del susto, los chiquillos huyeron despavoridos, tanto que costó traerlos de vuelta y sentarlos de nuevo. Paulatinamente, se fueron acostumbrando al fenómeno. Alternaban la atención entre los carretes que giraban y la alquimia de la luz...
Después de la exitosa función, nos fuimos a dormir; Ricardo y yo en el rancho de Saturnino; Edgar, cuan largo era, se acomodó en el asiento lateral del Land Rover. Al amanecer, opté por estirar las piernas y volví al sitio de la actividad. Me senté y repasé mentalmente la vivencia que habíamos compartido con aquellas gentes humildes. Recuerdo que me aproximé al jeep. A través de la ventanilla lateral del vehículo, observé a Edgar profundamente dormido. No sé por qué reflexioné, en ese momento, cuán inerte es la fisonomía de un ser humano, mientras duerme.
Dieciocho meses después, el 18 de diciembre de 1980, una lancha con personal del ICE y del Centro de Cine se precipitó en un vertedero de la laguna de Arenal. La caída vertical de la embarcación acabó con las vidas de Miguel Pablo Dengo Benavides, jefe del Proyecto Hidroeléctrico Corobicí, de Luis Rodríguez Carmona y de Trigueros, dos de nuestros compañeros, pues Carlos Matías Sáenz, director de la filmación, dichosamente sobrevivió al aciago suceso.
El drama indescriptible de la tragedia recrudeció al día siguiente en Guadalupe, durante el funeral de Trigueros. Minutos antes de depositar su cuerpo en la cripta, bajamos el ataúd al piso. En ese movimiento, la caja se ladeó accidentalmente, la ventanilla se abrió y alcancé a mirarlo en su mortaja. El profundo hematoma que desdibujaba su rostro no alteraba la serenidad que le conocíamos.
Fue en aquellos instantes de dolor supremo cuando recordé, en un flashback estremecedor, el plácido sueño de Edgar Trigueros en la tierra de sus amados indígenas. Allá, en las montañas del sur.