El café llegó injustamente tarde a la lista selecta de nuestros símbolos nacionales.
Fueron más veloces el manatí, de cuya existencia sabemos, pero poquísimos han visto; el venado cola blanca (cautela coronada andando sobre resortes) y el yigüirro, llamador/amador de aguaceros.
Pero se hizo justicia y ahora el yodito también nos representa. Está muy bien: todos los negros tomamos café, informa la música cubana a la eterna Mamá Inés. Tomamos café negros, blancos, amarillos y rojos. Claro, siempre que apreciemos los placeres grandes de la vida.
De niño vi crecer las maticas en bolsas plásticas de leche que mi padre llenaba con la mejor tierra. Las cuidaba y cuando parecían defenderse solas las trasplantaba al cafetal. El tiempo y el trabajo hacían el resto. Las matas se alzaban del suelo con fuerza y años después, con frecuencia ya caídas las lluvias inaugurales de mayo, sorprendían con buqués blancos, anticipo aromático de lo que encontraríamos en la taza.
El café es magia negra, grano de oro transformado y transformador, maravilla pasada por el fuego. Nació en Etiopía, donde los humanos dejamos los árboles y el ombligo para conocer el mundo.
El mito nos habla de cabras y un cabrero, le atribuye a la casualidad el descubrimiento de unos frutos rojos que al comerlos endulzaban el ánimo y llenaban el cuerpo de entusiasmo. Nada ha cambiado en ese terreno desde entonces.
Llegada la época de las cogidas, en la casa donde crecí aparecían sacos llenos de café. Unos se vendían, otros se quedaban.
Nuestros granos recibían baños de sol durante meses sobre un techo plano de cemento, versión en miniatura de un patio como aquellos que alcancé a ver, ya abandonados, en la hacienda La Verbena donde tíos, papás y abuelos se ganaron el pan y la vida.
Por efecto del sol, la piel y los granos se fundían, pero los separaba la máquina manual. El dele que dele arrancaba la cáscara y más adelante, cuando hubiera chance, entraban en acción los brazos de mi madre.
Instalada en el patio, con una palangana a la cintura y un pañuelo como tapabocas, lanzaba al aire los granos aún sucios para que el viento barriera la basurilla, la cáscara suelta. Quedaban las perlas verdosas en espera del fogón.
Y de pronto la nariz recibía la buena noticia de que mi madre tostaba café. Está vivo el recuerdo: la veo frente a una olla de hierro removiendo sin pausa, con amor, vigilante, durante un rato que a veces parecía una eternidad.
Y luego el ritual de molerlo. Lo hacíamos en una maquinilla negrísima, como recién embetunada.
Qué alegría ver el polvillo cayendo en un traste, cuánta felicidad en el olor, en la bolsa de tela, en el agua humeante, en la taza llenándose con el hilillo fino y oscuro, cordón umbilical precioso que nos une con África, donde millones de años atrás nos pusimos de pie en mitad de un pastizal, ya para siempre con las manos libres, como buscando en el horizonte dónde era que humeaba el placer con dos de azúcar.