Yo tenía cinco años cuando me enamoré por primera vez. Después de eso me quedó la maña de enamorarme muy a menudo. A disgusto de mi papá, he tenido muchos novios, la mayoría feos. Pero aquel amor de cinco años fue diferente al resto. Fue el primero.
Hanzel era mi compañero de prekínder. Uno de los tres hombres de la clase en un colegio de monjas donde, en aquel entonces, solo asistían mujeres. Así que nunca entendí qué hacía Hanzel y los otros dos (completamente opacados por mi primer amor) en mi clase, pero ahí estaban. Y ahí estaba él: de larga cabellera rubia, pelo ondulado, despeinado, look rebelde. Era todo lo que las monjas no permitían. Desde ese entonces me gustan así: chicos malos.
Más tarde leí que este es un comportamiento usual en las mujeres. No, no es que nos guste el peligro, sino las personalidades fuertes y los hombres seguros de sí mismos. Y, bueno, ¿a quién no?
LEA MÁS: Tinta fresca: Déjenme sola
Claro, a veces la famosa “triada oscura” de la personalidad (una mezcla de psicopatía, narcisismo y maquiavelismo) es una trampa muy jodida para las mujeres y es tema de amplísima investigación entre profesionales de la psicología.
Como no soy psicóloga ni coach de pareja ni coach de nada, mejor me limito a seguir con mi historia de Hanzel.
Nunca me atreví a hablarle. A mis cinco, era demasiado tímida, demasiado insegura y carecía de herramientas sociales para acercarme a un hombre. Ahora, a mis 34… Bueno, hay cosas que nunca cambian.
Hanzel nunca supo que yo existí. Quizá lo habría sabido si yo hubiese logrado darle la carta de amor que mi prima mayor escribió por mí.
Recuerdo haber escondido la carta en el trinchante de casa, dentro del elegante juego de té de mi mamá, que nunca se usó para servir té, solo para guardar las cosas que no queríamos que se nos perdieran. No sé por qué la escondí. Tenía cinco años y había muchas cosas que no entendía, como por qué mi padre se enojaba, por qué mi mamá, en cambio, me alcahueteaba los amores, o la inocencia de aquel sentimiento.
Sucedió que mi papá iba a guardar unos tornillos que no quería que se le perdieran y, ¡chas!, encontró la carta. Se enojó muchísimo, la hizo pedazos y ahí quedó cualquier intento de acercarme a Hanzel y la oportunidad de que él supiera que yo existía.
Quizá esa vez mi papá no tenía razón, pero las otras sí. El siguiente amor reprobó cuarto grado de la escuela; el siguiente, fumaba marihuana; años más tarde, un idiota me dio vuelta; y hubo uno que nunca me tocó una nalga. Sí, me he equivocado varias veces.
LEA MÁS: Tinta fresca: Tres kilos de más
Por supuesto, también he tenido oportunidad de conocer gente maravillosa y aprender mucho de ellos. Tuve un novio que me metió en el mundo de Tolstói, otro que me presentó la música de Compay Segundo, otro que despertó mi interés por el cine y uno con el que comparto mis días, mi cama, mis ilusiones, mis anhelos, mis tristezas y mis genes.
En cuanto a Hanzel, nada. A pesar de que este país es un pañuelo, nunca más me crucé con él. No sé sus apellidos, no sé su historia, ni qué fue de su vida. Solo recuerdo su nombre de cuento infantil y su aspecto de niño surfo. Mejor así. El futuro nunca permitió que la realidad desdibujara mi imagen idílica.
Por cierto, nunca supe por qué mi papá se enojó tanto. Nunca supe qué decía la carta que iba dirigida a Hanzel. Tenía cinco. Aún no sabía leer ni escribir (de por sí, Hanzel tampoco).