Mis papás me pasaron de un colegio de monjas a un colegio de padres. Es decir, hasta hace pocos años no sabía que el sexo era un asunto de placer.
No sé cómo será la educación católica de hoy en día, pero para el 2003, año en que me gradué del colegio –saquen ustedes las cuentas de mi edad–, no existía ningún curso, taller o clase de educación sexual.
A pesar de todo, Berthalí, mi profesora de Biología, lo hizo bien. Tengo clarísimo dónde quedan mis trompas de falopio, ovarios, útero y vagina o cuándo me tiene que venir la regla y cuándo puedo quedar embarazada. Conozco todos los métodos de planificación y sé ubicar en un gráfico la vesícula seminal, la próstata, testículos, ano, escroto, glande y prepucio. Pero placer: ¿qué es eso y qué tiene que ver con el sexo?
Hace poco, una amiga a quien quiero, madre de una adolescente, me decía que para ella es importante que su hija aprenda a disfrutar del sexo, con precaución –claro–, pero sin miedos o prejuicios. “Que sienta rico”, me decía mi amiga. ¡Qué gran visión, qué gran mamá!
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Placer y sexo debería ser palabras que siempre viajen juntas. Haberlas desligado me provocó grandes decepciones y enorme culpa. Culpa por experimentar, culpa por conocer, culpa por vivir, culpa por sentir.
Mi primera vez fue deseada y consensuada. Estaba tremendamente enamorada. Ni el amor ni el deseo me eximieron de sentir culpa y miedo. Lloré.
Lloré esa vez y muchas otras porque creía que ser sexualmente activa estaba mal. Me tomó años empezar a disfrutar de algo que naturalmente conlleva disfrute. ¿Notan la ironía?
La virginidad hasta después del matrimonio es una creencia religiosa que respeto pero no comparto. No me imagino uniendo mi vida a alguien que desconozco en el plano más íntimo. Nadie compra un carro sin antes hacer el test drive, y eso que el carro dura a lo mucho diez años; el matrimonio se supone que es para toda la vida.
Yo tenía eso claro desde la adolescencia y, aun así, fui víctima de la culpa. No sé cómo será estar en los zapatos de quienes realmente creen en estos preceptos religiosos y tienen un desliz. O, peor aún, de a quienes les dicen a quién tienen que amar y a quién no, aunque su corazón les indique otra cosa. Imagínense la culpa.
Disfrutar sin miedos me tomó años. Tomar la iniciativa; proponer en la cama y tomar las riendas, otros añitos más.
Leer sobre feminidad, sobre empoderamiento, sobre autoconfianza, sobre sexualidad; hablar sobre sexo con mi mamá, con mis amigas, con mi pareja; amar mi cuerpo y amarme a mí. Eso marcó la diferencia.
Hoy, en mi vida, no hay sexo si no hay placer. Una tarea que no le toca a nadie más que a uno mismo: hablando, pidiendo y guiando se entiende la gente.
Mi pareja es clave, pasó el test drive con honores y se preocupa por mi satisfacción. Hombres, tomen nota: el placer sexual es un derecho de todos y todas. Pregunten qué le gusta a su pareja, qué quiere y cómo le pueden ayudar a alcanzar un orgasmo.
En cuanto a mi inicio culposo, no responsabilizo a nadie en particular: ni a mi mamá, ni a mi papá, ni a las monjas o a los padres, ni mucho menos a Berthalí. Culpo al sistema. A la falta de educación sexual. Hablemos más de sexo, no es un tema menor, es un tema que forma parte de nuestra naturaleza humana. Y sobre todo hablemos, por favor, de placer.