Te escribo ahora que sos recuerdo y ceniza, Chavela Vargas.
Pago mi deuda, lesbiana valiente, talentosa. Pago con palabras y con tinta mi deuda por tu música, tantísima y tan grande.
Saldo además mi cuenta por el concierto que nos regalaste a los estudiantes de la Universidad de Costa Rica después de la presentación en el Teatro Nacional aquella noche en la que Graciela Moreno habló de tu salida del infierno, de tu resurrección.
Fue la misma noche en la que grité ¡bravo! varias veces desde la galería. Vos quizás no me oíste, pero allí estaba yo con los oídos deseosos esperando a Cuco Sánchez y a José Alfredo, revividos por la gloria carrasposa de tu voz envuelta en el poncho más cantado por Sabina. Joaquín, Joaquinito, tenés que recordarlo.
Él escribió para vos la canción más bella que alguien ha creado para una costarricense. Perdón, sin nacionalismos, para una artista como vos.
Aquel concierto en la universidad te lo debemos a vos, pero también al estudiante que te sugirió ofrecerlo para quienes no podían pagar el del Nacional.
Fue ese estudiante quien nos sorprendió en el auditorio de la Facultad de Bellas Artes con esto: “iba pasando y dije ‘¿quién será esa vieja? Y ahora me tiene enamorado’”.
Tenés que recordarlo. Fue él quien lanzó la idea de un concierto sin pagar. ¿Y te acordás las respuestas que le diste? Sí, respuestas; fueron dos.
Primero dijiste “me encantan las personas como tú, así, sinceras” y después “yo doy el concierto gratis”. Y cumpliste.
Y por eso aquel domingo por la tarde hacíamos fila frente al auditorio de Derecho. En mi caso para verte de nuevo porque había estirado mi escasa plata y estuve, como te digo, en la galería del Teatro Nacional.
Ah, y cómo nos gustó a quienes te rodeamos al final de la presentación en la U cuando un joven llegó por detrás y te pegó un beso en un cachete. Otra quizás se habría molestado. Otra, no vos. Hiciste como si te escalofriaras y dijiste: “así es como me gustan los besos, ¡robados!”.
Te escribo mientras viaja por el mundo un documental que te retrata y en el que, apenas empezando, soltás una frase que recuerda a esa preciosa canción que se llama “Hacia la vida”. Decís: ““Pregúntame lo que quieras, pero no de dónde vengo sino a dónde voy”.
Ya no vas a ningún lado. O más bien vas a todos ahora que sos recuerdo, ceniza y música.
Ha cambiado mucho todo desde aquella tarde en la que reuní valor para llamar a tu casa de entonces, en playas del Coco. Contestó una mujer, supuse que una empleada, quien tomó con naturalidad mi solicitud de hablarte.
La línea quedó en silencio un momento. Yo estaba nerviosísimo. De pronto oí tu voz, me presenté y te hablé como si te conociera y te conté de mi admiración, te pregunté por las noches de alcohol del Tenampa, por “Grito de piedra”, la película para la cual te buscó Werner Herzog, convencido de que quien cantaba como vos también podría actuar muy bien.
Hace poco vi al fin vi esa película en la que aparecés como chamana de un pueblo olvidado de la Patagonia. Me pareció malísima y, bueno, lo mismo piensa Herzog, que ni siquiera la incluye en su filmografía. Pero nada de eso es culpa tuya.
De lo que sí podemos responsabilizarte es que de todavía lloremos a veces con tus temas o pensemos, mientras te oímos, en lo hermoso de enamorarse para dedicarle a alguien una belleza como esta:“el día que me dijiste ¿pa’ qué negar que te quiero?, se te poblaron los ojos con millones de luceros…”.
Repito que escribo para pagar una deuda que, aunque grande, podría resumir en una frase: “y a puro valor he cambiado mi suerte, hoy voy hacia la vida, antes iba a la muerte”.