Tengo seis años y leo el periódico de tapa a contratapa, aunque entienda menos de la mitad. A falta de libros, que no abundan porque el salario de mis padres es ajustado y se invierte casi todo en el privilegio de mi educación privada, leo el diario religiosamente; no, más bien como una necesidad de lectura irremediable. Ni siquiera la sección de economía me aburre. Miento: esa siempre me la salté. Mi día favorito de la semana, sin embargo, es el domingo, porque leer la revista es diferente. Es como un anhelo en diferido, una especie de deseo sin forma, una antesala del plan de vida.
Tengo 15 años y Cachimbal, el profesor de español de noveno año, deja de tarea escribir un cuento. Mis compañeros detestan la asignación y la entregan tarde o incompleta. Yo, que nunca fui un modelo de estudiante, experimento, por única vez en mi historial académico, el vértigo de sentir que estoy haciendo lo que siempre había soñado con hacer; lo que nací para hacer. Entrego a Cachi un documento de 15 páginas –una decena más de las necesarias– en el que hago un plagio en modalidad popurrí de cuanta cosa leía por entonces: Rowling y Tolkien, sobre todo. Una semana más tarde, Cachimbal me regresa el cuento con un 9/10 escrito en rojo. Dudo que lo haya leído, pero la calificación me importa poco. Me obsesiono y paso los siguientes meses extendiendo aquel cuento con nuevos personajes, nuevas tramas, nuevos robos a mis autores favoritos. No me detengo hasta que un error de formateo en la computadora de la casa elimina todo mi progreso. Lloro en mi cuarto.
Tengo 17 años y el temor a la vida real permea a mis compañeros de quinto año y a mí. Una tarde, durante la lección de Estudios Sociales, el profesor aparta una hora para discutir el futuro. Pregunta a cada estudiante su plan universitario. Abundan ingenieros y administradores, hay una doctora y una dentista. Yo, que siempre quise escribir y nada más pero sé que esa no es una opción laboral realista, repaso mis opciones. “Periodismo”, digo. El profe me mira con seriedad, apunta mi respuesta en la pizarra y me dice con desprecio: “Dicen que los periodistas son alumnos de todo y maestros de nada”. A mí me parecen las palabras más tentadoras de la lengua española.
Tengo 24 años y acumulo ya tres carreras abandonadas por falta de interés y vocación. Frustrado, me marcho de la Universidad de Costa Rica, pido un préstamo en Conape y estudio Periodismo en una universidad privada que detesto desde el día 1. Sin rumbo evidente ni esperanzas en el horizonte, la puerta se abre de pronto: un viejo mentor me invita a hacer mi práctica profesional en una revista de cultura y arquitectura, de la que no me marcharé hasta su defunción.
Tengo 27 años y hace tres semanas me despidieron. Fui una de las víctimas masivas de un cese masivo que cortó más de un centenar de cabezas, incluyendo la mía y la de mis dos compañeros de revista cultura y arquitectónica. La gente de arriba nos pide a los tres que, a diferencia del resto de víctimas, hagamos tres semanas de preaviso, las necesarias para completar la edición final. Un día antes de entregar aquel último número, recibo una oferta que se convertiría en tres años más. Tres años en la revista que leía los domingos cuando era niño. El plan de vida, un anhelo en diferido.
Tengo 29 años y estoy viendo, en Brooklyn, a mi banda favorita. Suena la canción final del concierto, cuyas frases me han acompañado durante toda mi vida adulta, cuyas notas me han arrullado en los momentos más difíciles: cuando me quedé sin carrera, cuando me quedé sin empleo, cuando me quedé sin madre. Es la canción que sonó en los momentos más fantásticos, en su sentido literal, porque suenan como fantasías en el retrovisor: cuando escribí de Julián, cuando publiqué mi libro, cuando mi papá guardó absolutamente cada palabra que he publicado en un medio impreso de este país. Termina la canción, termina el concierto y pienso, para mis adentros, que terminó una etapa de mi vida. Pienso en el final de las cosas. Pienso en la suerte, que durante seis años fue toda mía.
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