En un video de 1960, una Celia Cruz de cintura estrecha y vestido con crinolina le canta a Pinar del Río, una provincia del occidente cubano donde sobresalen los colores de Viñales, un valle bellísimo más parecido a una ilusión que a un paisaje de la realidad.
Al visitarlo, en el calorón del verano del 2015, sentí que entraba en un mundo del que hoy solo oímos el eco. Todo parecía fabricado el día anterior, pero un día anterior no correspondiente a ayer sino a una época distinta a esta.
La extensión del silencio la interrumpe en Viñales la tierra roja que alimenta al buen tabaco. La neblina nace pegada al suelo y se eleva despacio, igual que un ave de dedos alados. El agua corre entre cavernas donde los años cuelgan del techo como murciélagos de piedra caliza.
A Viñales, un murmullo de ayer que se oye con los ojos, lo recorrí llevando en mente el tema cantado por Celia Cruz: “Valle Viñales, Mariel, San Diego, Soroa Linda, flores y luz… Pinar del Río, qué lindo eres”.
Antes de conocer Viñales conocí a Celia. Bueno, quiero decir que estuve cerca de ella, la saludé, la vi actuar y me tomé una foto a su lado.
Ocurrió una tarde de 1997, en Alajuela, un año después de mi primera visita a La Habana, una ciudad golpeadísima por las crisis que aun así me conquistó y a la que he vuelto para reconfirmar las maravillas que hace la mezcla de sangres.
Celia visitó Costa Rica para cantar en Plaza Ferias, que esperaba, repleta y ansiosa, su dosis grande de azúcar. Varias veces la anunció el animador y varias veces no salió. Nadie se movía a pesar del sol inclemente, todos imantados por la leyenda.
Cuando al fin subió a la tarima lo hizo convertida en un ciclón de vestido morado, peluca rubia y tacones altos. Tenía 75 años, pero la certeza sobre su edad solo se supo luego, cuando la muerte le impidió enredar o contradecir a los biógrafos, siempre tan metidos en la vidas ajenas.
Se dio algo muy emocionante aquel día cuando el público pidió un tema que estaba fuera del repertorio. Celia dudó un momento, comenzó a cantarlo a capella y Los Brillanticos se le unieron. Lo interpretó completo, sin titubear, sin equivocarse y la sorpresa de la gente se manifestó en un mar de brazos en alto que aplaudían.
De aquella tarde lejana y única conservo, como dije, un recuerdo de plástico, un cuadro de negativo que nunca he llevado a imprimir. La foto fue tomada antes de que Celia entrara al escenario y pasó algo curioso: al colocarme a su lado traté de pasarle el brazo sobre los hombros y su asistente me frenó: “¡sin abrazarla, así es más elegante!”. Aunque no entendí el argumento obedecí.
El 16 de julio del 2003 Celia nos hizo creer que había muerto y dejó de cantar. En diciembre de aquel año volví a Cuba, donde, como ella cantaba con tristeza, dejó su vida, dejó su amor.
Andando por la plaza de Armas de La Habana Vieja topé con un trío que vendía canciones y le compré dos: Santa Isabel de las Lajas, del gran Beny Moré, y Pinar del Río. Llegó a mi mente el pedacito de negativo guardado en algún lugar de la casa donde vivía entonces y que perdí en una mudanza.
Hoy, sin el trozo de película cerca, me queda el consuelo de la imagen, fresca en la memoria, de aquella tarde alajuelense y mucha música de Celia para azucarar la vida.