Ana lleva un vestido rojo que resalta y apenas cubre sus redondeadas y femeninas formas. Su piel canela brilla aún más en la claridad del día, cuando el sol pega directo en sus bien hormadas piernas. Recién se inicia la tarde y, al igual que en los últimos meses, Ana ya empezó a trabajar. Al menos lo intenta.
A su vistoso atuendo se sumó un accesorio que usa por protección. Ella lleva puesto un tapabocas que la mayoría del tiempo está por debajo de la mandíbula, en el cuello. Ella necesita mostrar su rostro. En su trabajo todo entra por la vista.
Arranca la tarde del 29 de julio y Ana está en una esquina, cerca de un parque de San José centro, a la que llega a trabajar. Difícilmente se acercan clientes a esta hora, pero no hay que dejar de luchar: los últimos meses han sido malos, quizá por temor al contagio, por la economía contraída o por las restricciones vehiculares, la clientela mermó abruptamente.
El coronavirus está en Costa Rica y el trabajo sexual, al igual que muchos otros, se ha visto afectado. En el caso de Ana, reinventarse como muchos dicen que hay que hacer, después de trabajar 38 años en esto, no es sencillo.
Esta mujer, de 50 años, necesita sobrevivir. Tiene miedo, pero no puede permitirse también tener hambre.
Ana no es su nombre real. Ella pide proteger su identidad, de hecho decide hablar luego de entrar en confianza, es cautelosa porque se ha llevado muchos golpes. Permanece atenta y mira por todos sus costados. La Fuerza Pública constantemente se acerca a su esquina y le pide a ella y a otras de sus compañeras que esperan en grupo, que se muevan. No se sabe si por el coronavirus, o porque su presencia, a plena luz del día, incomoda.
Ana lleva puesto un cubrebocas porque sabe que con él puede protegerse del contagio. Si bien su trabajo es de un contacto absolutamente íntimo, las reglas han cambiado, y si acaso llega un cliente, de antemano ella dice que durante el encuentro ella utilizará el dispositivo de seguridad.
También usará sus zapatos de mezclilla y plataforma en todo momento. Eso no se lo dirá de anticipo. Es una regla personal y no tiene por qué explicarlo todo.
Hace un tiempo, mientras estaba con un cliente en un hotel, el hombre se drogó y tras los efectos de los psicotrópicos su viralidad se vio afectada y quiso desquitarse con Ana: la tomó por el cuello e intentó asfixiarla.
“Logré patearle los testículos y me pude escapar. Desde entonces nunca me quito los zapatos”, explica.
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En casi cuatro décadas dedicada al trabajo sexual, Ana ha vivido momentos “terribles”, llenos de dolor y de miedo. Ahora, además, debe enfrentarse al coronavirus. La enfermedad de la que todos hablan y que está en el país desde hace casi seis meses.
Hace días que no puede sintonizar las noticias en las que presentan números y cifras que la alarman. Mientras pasan la conferencia de prensa del Ministerio de Salud, Ana ya está instalada en la acera josefina en la que espera poder ganarse algo.
“Estos días uno se arriesga más que nunca. Uso mi mascarilla, pero igual hay riesgo. Si nos quedamos en la casa, si no salimos nos morimos de hambre”, lamenta.
Ana sale a trabajar porque tiene que salir. Al menos, tiene que intentarlo, aunque cada mañana antes de empezar a arreglarse, caiga en cuenta de que, si acaso, puede ganar ₡4.000 en un día, cantidad a la que le resta ₡2.000 de pases. Ella vive en Heredia.
“La policía nos molesta mucho. Yo les dije: ‘disculpen, pero ustedes tienen el cheque en la mano. Nosotras no’. Lo que me dicen es que me vaya o me montan a la perrera”, relata.
Ana no tiene hijos. Tampoco vicios “que mantener”, destaca. Solamente debe ver por ella y eso ha sido difícil y doloroso luego de que “la familia la despreciara por haber nacido mujer”. Dice que desde los 10 años ha tenido que salir adelante sola.
“Me han dicho que vale más una rata de las de la alcantarilla”, cuenta. Ana es muy elocuente y tiene una gran dicción, cualidades innatas, pues no tuvo posibilidades de estudiar.
Ana lleva sus ondulados cabellos recogidos y bien acomodados gracias a la crema de peinar con la que los doma. Usa gran cantidad de joyería y delinea sus ojos café con lápiz azul para que resalten más. Cuenta que es epiléptica y reitera que no le queda más que salir a trabajar.
Otra vez resalta que siente miedo, pero como no tiene forma de salir de este laberinto en el que la colocó la vida, cree en la protección de Dios. Confía en que la mascarilla negra de tela que lleva puesta la puede cuidar aun luego de intimar con algún hombre que llega a pagar por servicios sexuales.
“Uno tiene miedo, pero como tiene bases uno dice: Dios es más poderoso que el mal. Uno se agarra de Él. Y eso, que no soy un santo ni un ángel”.
Ana debe trabajar para comer y también, para pagar los ₡15.000 semanales que le cobran por un preśtamo de ₡3.5 millones que utilizó para terminar de construir su casa luego de que le dieran un bono.
“Ahora más que nunca quiero salir de este trabajo. Ojalá me saliera un trabajo bueno. Acomodarme aunque sea en limpieza en una fábrica. Que yo diga: tengo mi sueldo fijo. Quiero salir de la calle.
“Son 38 años de calle. Me siento cansada con esto y tengo mucho miedo de la pandemia. No hay nada para nosotras. No estamos en ninguna asociación. No hay ayuda para ninguna de la calle”.
Al lado de Ana está María, quien cuida una bolsa blanca en la que Ana guarda unos rollos de papel higiénico que compró cuando llegó. Ellas hablan y se acompañan mientras aparece trabajo. Se cuidan unas a las otras en el ambiente de peligro y violencia en el que se desenvuelven.
Mientras Ana fue por un refresco y galletas, María, quien tampoco se llama así, permanece en la misma esquina por la que pasan pocos transeúntes y en la que aguardan otras mujeres, entre ellas, varias chicas transexuales. De vez en cuando por allí caminan hombres que apresuran el paso y miran a todos lados como si les persiguieran. La zona se presta para lo que en la sociedadad “normal” llamaríamos raterillos o “chatas”.
También, llega una jovencita de menos de 20 años, quien inhala el olor ya evaporado de una botella de cemento. Ella le ofrece a María unas blusas; con cariño, la señora le dice a la muchacha que no hay plata, “que esto está muy malo”.
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María tiene 65 años y parece estar muy enojada. Habla con molestia y desgano. Cuenta que a su edad le han rechazado tres veces la solicitud de una pensión del régimen no contributivo, a pesar, alega, de ser una señora con insuficiencia renal: solo le funciona uno de sus riñones.
Dice que tiene mucho tiempo desempeñándose como trabajadora sexual. Luego, cuando empieza a hablar más fluidamente de lo decepcionada que está del Gobierno, detalla que tuvo que regresar a este trabajo porque la despidieron del bar en el que trabajaba como salonera.
Ni ella ni Ana pueden seguir las recomendaciones que ha dado el Ministerio de Salud de pasar su trabajo a la virtualidad y ofrecer servicios desde una computadora . Ninguna cuenta con una, además, como muchas de sus compañeras de trabajo, tampoco saben usarla. Ofrecer sus servicios por mensajes o llamadas tampoco es opción para ellas ni para su cada vez menor cantidad de clientes.
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María también usa mascarilla. Su rostro blanco está marcado por maquillaje. Las cejas las resaltó con un lápiz negro, así como los labios pintados de rojo pero delineados con un color más oscuro. Carga un pequeño bolso en el que asegura tiene alcohol en gel para cuidarse, además de otros dispositivos de seguridad que son indispensables en el ejercicio de su labor.
“Yo estoy aquí porque necesito. Mis hijos no pueden dar nada. Mis hijas están desempleadas y mi hijo tiene su responsabilidad y además, paga una pensión.
“He solicitado ayudas, pero no me quieren dar ayuda socioeconómica. Le dan el Bono Proteger (subsidio que el gobierno de Costa Rica otorgó por varios meses a trabajadores a los que les suspendieron o redujeron el contrato laboral) a personas que no lo necesitan. Así es.
“A una persona que tiene plata en el banco la ven comiendo en las Obras del Espíritu Santo (asociación que brinda ayuda a poblaciones vulnerables) y a una que necesita le cierran todas las puertas”, dice.
María usa una enagua de vestir que le llega por la rodilla, una blusa que le cubre los brazos y le roza el cuello. También lleva puestas pantimedias que dan brillo a sus piernas y unas sandalias con una pequeña cuña. Ella está recostada en una pared desde hace más de una hora. Hoy no ha conseguido trabajar.
“Trabajo en esto hace mucho tiempo. Lo hago porque no quieren ayudar en nada (las instituciones gubernamentales). Dicen que no hay fondos ni liquidez”, insiste.
Reconoce que desde hace un tiempo el Instituto Mixto de Ayuda Social (IMAS) le gira ₡55.000 mensuales (casi $100), pero reconoce que el dinero no le alcanza para subsistir, pues en estos tiempos se le incrementó el cobro por los servicios de agua y luz (queja que han manifestado muchos costarricenses): antes pagaba ₡7.000 por cada uno y ahora por los dos debe pagar más de ₡40.000.
“Tengo mi casa, pero qué hago. No me la voy a comer”, dice disconforme.
María insiste en que ella se cuida y no deja de usar la mascarilla por nada. Recalca que usa alcohol para cuidarse, aunque en el fondo, no siente miedo por el coronavirus, lo que esta pandemia le provoca es coraje. Hace días que no gana nada y eso, dice, que lo menos que cobra son ₡10.000.
“Me cuido, sobre todo, por mis enfermedades. Tengo que decir que desde la pandemia esto está mal. Pienso que la pandemia no existe. Yo no creo. Lo que pienso es que el Gobierno se aprovecha de eso para que países internacionales les den plata, les ayuden y tengan ellos cómo agarrar plata. Aquí tienen fuerza los que tienen plata y poder. Uno no es nada.
“En caso de que si haya pandemia, esto no se va a ir aunque pongan restricciones”, comenta con exaspero.
Mientras juguetea con una bolsa de plástico en la que guarda su abrigo, María insiste en que ella lo que quiere es que le ayuden con su pensión. No quiere trabajar más en esto, pero no encuentra alternativa.
“Yo tengo que sobrevivir. No vivo del aire. En mi casa estamos comiendo por la caridad de las escuelas (vive con tres nietos a los que el Ministerio de Educación Pública les entrega alimentos correspondientes a lo que consumirían en el comedor escolar. Por adelantado, la institución ha dicho que los víveres entregados son para los niños).
“Esto lo hago porque necesito”, recalca mientras mira alrededor como buscando soluciones a su realidad.
“A nosotras no nos ayudan. Solo nos critican: critican a las mujeres de la calle. A esas putas, que aquí y que allá. Cómo es posible que a una persona que no necesita le dieron un saco grandote del tamaño de ella solo porque tiene argollas en la municipalidad. Me dio cólera, es la verdad. Es inconcebible, si tiene plata y tiene de todo. No es que sea envidiosa. Simplemente me da cólera. Estoy muy decepcionada. Pongo en tela de duda esta pandemia”, resiente.
Al momento de redactar este texto, al 4 de agosto, seis días después del encuentro con Ana y María, se reportaron 19.837 casos acumulados de coronavirus. A la fecha hay 391 personas hospitalizadas, de ellas, 98 en la unidad de cuidados intensivos. 181 personas han fallecido de covid-19.
Al 30 de agosto cuando se añadieron insumos de actualidad a este artículo, los casos acumulados de coronavirus ascendían a 41.287. 450 personas estaban hospitalizadas, de ellas, 144 en la Unidad de Cuidados Intensivos. El número de víctimas mortales por el nuevo coronavirus llegó a 436.
¿Apoyo para las trabajadoras sexuales?
Tras una consulta de Revista Dominical sobre si existen ayudas específicas para mujeres que se dedican al trabajo sexual, Juan Luis Bermúdez Madriz, ministro Desarrollo Humano e Inclusión Social, comentó que “en el marco de la emergencia nosotros también, mediante los procesos de depósitos extraordinarios atendimos a 150 mujeres trans que tenían afectación de sus fuentes de ingreso, con una inversión de ₡35.574.000. También atendemos a otras mujeres que son trabajadoras sexuales con responsabilidades familiares a lo largo del país pero no registramos estadísticas específicas sobre su actividad y número”.
Sobre la posibilidad de que las trabajadoras sexuales puedan acercarse a solicitar una ayuda específica, Bermúdez precisó que ellas no están excluidas de solicitar el Bono Proteger, indicó el 5 de agosto.
Nubia Ordóñez, trabajadora sexual y una de las fundadoras de La Sala, asociación creada para velar por los derechos de las mujeres trabajadoras sexuales, comentó que en su grupo tienen censadas a unas 350 mujeres dedicadas a la prostitución. Cuenta que efectivamente la gran mayoría la está pasando mal al punto de no tener sustento en sus hogares.
La asociación cuenta con más de 28 años de creada y, según Ordóñez, en todo este tiempo nunca recibieron apoyo gubernamental; sin embargo, tras un acercamiento con la presidenta del Instituto Nacional de las Mujeres (Inamu), Patricia Mora, han mantenido conversaciones y les han hecho llegar cerca de 100 diarios de alimentos para distribuir entre las afiliadas a La Sala, que en su mayoría son mujeres mayores de 40 años.
Sobre el acceso que han tenido trabajadoras del sexo a ayudas económicas como el Bono Proteger, Nubia dice que solamente sabe de una mujer a la que se lo otorgaron diciendo que se dedicaba al trabajo sexual. A otras pocas les brindaron medio bono; ellas dijeron que se dedicaban a la venta de catálogos o de comidas, expecificó Nubia, de 59 años.
Como el trabajo sexual no está regulado en Costa Rica, Nubia dice que así como es difícil accesar a un banco para pedir un préstamo a fin de comprar un lote o una vivienda, en tiempos de pandemia es díficil solicitar y obtener ayuda.
“En el IMAS ha costado mucho y en otras instituciones del Estado porque nuestro trabajo no está regulado. No es reconocido como trabajo”, agregó.
Sobre la alternativa planteada por el ministerio de Salud de ofrecer servicios sexuales mediante la virtualidad o llamadas telefónicas, Nubia dice que ese sería el mundo ideal, incluso ella tiene un par de clientes (que más bien considera amigos) bajo esa modalidad: ellos le contratan servicios a través de la tecnología.
“Hay muchas modalidades (de brindar el servicio), qué bueno sería solo tener clientes por intenet, pero no toda la población quiere el servicio así. Hay hombres a los que no les gusta así.
“Pienso que sería buenísimo. Es sexo más seguro. Ojalá la vida fuera así de fácil. No acostarnos con hombres que no conocemos. El trabajo sexual no es fácil, aunque nos llaman mujeres de la vida fácil. Yo tengo cuatro clientes por cámara. Me siento súper bien. Pero no todas tienen esa posibilidad de vender trabajo sexual así. Sería buenísimo que todos lo tuvieran”, explicó Nubia.
La defensora de los derechos de las mujeres contó que como organización no cuentan con fondos propios para ayudar a sus pares. Por ahora, se mantienen a la espera de recibir más apoyo del Inamu y de conocer el proyecto que tiene el ministerio de Salud para acercarse a las mujeres que continúan trabajando en las calles.
“Mis compañeras han tenido que estar trabajando. Le dimos un diario a una de ellas que no tenía qué comer. Le pregunté y dijo que no hay clientes. A veces uno pasa y le regala ₡2.000, con eso pasa el día. En la Zona Roja con esa cantidad se almuerza.
Las que atendemos son mujeres bastante grandes que se van a un cuarto con cliente por ₡3.000. Si logran conseguir tres clientes son apenas ₡10.000 lo que ganan”, lamentó.
Campañas para ellas
Alejandra Acuña, viceministra de Salud, comentó que parte del acompañamiento que han dado a las trabajadoras del sexo desde la entidad ha sido la circulación de campañas, trabajadas junto a Hivos, en las que se informa sobre prácticas seguras y en la opción de ofrecer su servicio mediante llamadas o desde la virtualidad. También, se realizarán otras en las que se hablará de nuevas técnicas de práctica sexual que no se precisan, pues son solamente dirigidas para las trabajadoras.
Sobre el poco acceso que algunas de estas mujeres pueden tener a la tecnología, Acuña mencionó que “lo difícil ha sido (llegar a ellas) porque no están agrupadas. Nubia y el grupo de La Sala hacen recorridos. El acercamiento se hace a través de pares. No es lo mismo que llegue yo a decirles que se involucren y se incorporen a La Sala, a que lleguen entre ellas y se comuniquen entre pares”.
El Ministerio de Salud maneja datos no oficiales que indican que solo en el gran área metropolitana se proyecta que trabajan unas 6.000 mujeres y mujeres transexuales ofreciendo sevicios sexuales. La viceministra agregó que otra de las ayudas que han gestionado desde Salud tiene que ver con entrega de comestibles: a inicios de agosto se habían otorgado diarios, a través de otras instituciones como el Inamu, a unas 50 mujeres.