"El bullying empezó sin que me diera cuenta. Era un chiste un día, luego un golpe o empujón. De repente, ves que es algo de todos los días”, dice Ricardo*.
“No me llamaban por mi nombre: me conocían por un apodo que, de manera despectiva, hacía referencia a mi orientación sexual. Me lo enviaban en papelitos, me lo escribían en los cuadernos, y en el casillero. Para la vista y burla de todo el colegio”.
Ricardo tiene 28 años y es, abiertamente, homosexual. Es muy alto, tiene la piel negra, brillante, y dos camanances que se abren como surcos profundos cuando sonríe. Es un hombre que sonríe mucho.
“En la casa me decían que los homosexuales merecen morir y que se van al infierno. Yo solo quería morirme y que todo terminara. Fue chocante observar el contraste entre lo que sufría por dentro, y la poca importancia que la gente le daba. Me preguntaba si estaba exagerando. ¿Por qué yo me siento tan mal mientras todos lo ven como un juego?” , recuerda.
Su historia de bullying duró los tres primeros niveles de secundaria, entre los 13 y 15 años. En ese entonces, era una versión más pequeña y regordeta de quien es ahora.
Los niños que lo etiquetaron con su apodo y vandalizaron su casillero le reconocían sus diferencias como si fueran debilidades.
“Teníamos las mismas clases y habíamos estado juntos desde pequeños, desde el kínder”, afirma. “Empezó en sétimo. Yo los conocía desde toda la vida”.
“Me molestaban porque no era un ‘hombre’ como ellos. No jugaba fútbol en los recreos y era malo en deportes. Tenía sobrepeso. Pasaba mucho tiempo con mis amigas y no con los varones”, describe sobre el rechazo.
Nunca le contó a su familia la situación que vivía en el colegio. Estaba muy asustado y pensaba que podía vivir lo mismo en su hogar.
Como en su casa el abuso pasó desapercibido, también lo hizo en el colegio. Cuando el apodo dejó de ser una ocurrencia y se convirtió en su nombre de pila, no había manera de frenar los ataques.
“Era muy evidente, pasaba muy abiertamente. Todo el mundo sabía: los profesores, mis amigos, incluso en otros grados. No había nada que ocultar”, dice.
“Un compañero me golpeaba y pateaba, me tiraba comida a la cara. Otros me tocaban inapropiadamente en media clase, en las filas del almuerzo y en la clase de educación física. Para humillarme. Exploté un par de veces en lágrimas y gritos durante las clases, pero los profesores no lo veían como algo serio. Recuerdo que uno les dijo ‘deje de molestarlo, compórtese’. Pero nunca había consecuencias reales para ellos”, reclama.
El matonismo cesó cuando Ricardo se cambió a una nueva secundaria.
Desde hace unos meses, ahora adulto, asiste con un psicólogo para hablar de esos años y de otros temas de su salud emocional.
La última vez que visitó su antiguo colegio fue meses después de abandonarlo.
“Ahí todavía estaba el nombre en el casillero. No lo habían quitado”.
*El nombre fue cambiado, a solicitud de la persona.
La última violencia
Han pasado 11 días desde que el niño Sebastián Díaz falleció en las inmediaciones de su colegio, el Liceo Costa Rica, tras ser embestido por el tren urbano.
Esta semana que pasó, el Organismo de Investigación Judicial desestimó preliminarmente que el niño de 12 años fuera víctima de un reto de sus compañero y la investigación no encontró indicios de bullying en su contra.
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Sin embargo, su muerte provocó olas de discusión contra esa violencia que, muchas veces, elude la vista de profesores y familiares.
El bullying no es un fenómeno nuevo pero fue bautizado así en los años noventas. Ponerle nombre detuvo un proceso de normalizar y naturalizar la violencia en escuelas y colegios.
Desde el 2016, el MEP usa el nombre en inglés en su protocolo especializado en el tema porque el “matonismo” que lo sustituye en español es impreciso.
“Uno de los problemas que estamos teniendo en este momento es que todo es calificado como bullying. Resulta que no es así. Hay una cosa grande que se llama violencia escolar”, explica la psicóloga y miembro de la Comisión Académica de Atención al Matonismo de la Universidad Estatal a Distancia, María Martha Durán.
El MEP define la violencia del bullying como un tipo de violencia intencional. El agresor sabe el efecto doloroso que tienen sus acciones en la víctima.
Ocurre siempre a una relación de iguales –la violencia entre un profesor y su estudiante corresponde a otro tipo de abuso–.
La víctima está desprotegida ante su agresor, en una condición de desigualdad –la mayoría de abusadores aprovechan las diferencias físicas, intelectuales, de orientación sexual para minimizar al niño– .
Debe ser, sin excepción, un fenómeno que se repite con el tiempo.
“El bullying es el último eslabón de una cadena de eventos que cuando los sumás son una cosa muy fuerte y dañina. Esa cadena puede empezar con una broma de cuatro ojos. Pero lo hacen una y otra vez: cuando estás exponiendo y te lo dicen, cuando vas en la calle y te gritan cosas. Aunque parezca algo muy simple, se empieza a formar el bullying”, describe Durán.
El MEP identifica cinco manifestaciones de esta violencia: el daño físico hacia el cuerpo de la víctima, la destrucción de sus bienes materiales, la agresión sexual, la violencia verbal –en ella, los apodos humillantes– , la psicológica –muecas, rechazo en actividades grupales– y, por último, el cyberbullying que usa tecnología y redes sociales para conseguir su cometido contra la víctima.
El bullying necesita de una víctima que no se pueda defender, un agresor con todas las intenciones de herir y humillar y, por último, un grupo de espectadores que no detengan la violencia.
Marca indeleble
Nicole estaba en tercer grado de escuela cuando sus compañeros comenzaron a rechazarla en el aula y en los recreos. Sus apodos eran “Piojosa” y “Asquerosa”.
Antes de ser víctima de bullying era una estudiante con problemas académicos que empeoraron cuando se le excluyó de las actividades de la clase. Naturalmente, no tenía amigos.
Nicole piensa que la situación empeoró por la desatención de su profesora –el protocolo del MEP comenzó a ponerse en práctica hasta el 2016, aunque por encima de esa herramienta institucional existen leyes como la Ley sobre resolución alterna de conflictos–.
La maestra de sección de Nicole nunca detuvo las burlas y ella, ahora, interpreta la indiferencia como un estímulo para sus compañeros.
“Como yo fui una persona muy vulnerable, muy delicada o muy frágil, la profesora en ningún momento les dijo, que yo sepa, que se detuvieran”, dice ahora, con 21 años.
“Era muy callada y estaba muy afectada por el ataque verbal de mis compañeros. Yo no hablaba, no hablaba”.
El abuso se empezó a reflejar en sus “notas rojas” y, también, en su desesperación por no ir a la escuela.
“Me empecé a orinar en la cama. No comía. Antes de ir a clases, yo le lloraba a mi mamá para que no me mandara”, recuerda.
Nicole superó su situación de violencia porque, como resultado del acoso, reprobó el año escolar.
A partir de allí, continuó el resto de su educación con una generación nueva y eso la separó de sus abusadores. Su mamá se enteró de lo que ocurrió ese año mucho tiempo después y por terceros.
“El contexto determina lo que sucede”, detalla la psicóloga de la UNED, María Martha Durán. “Nada hacemos con llevarte a terapia si voy a estar inserta en el mismo contexto”.
De adulta, Nicole ha tratado con terapia las inseguridades que quedaron del maltrato de esos años.
Aún ahora, le cuesta socializar con la gente y le tiene miedo “al rechazo”.
“Con este tema, siempre me he mantenido muy callada. Los únicos que saben son mi familia, mi núcleo”, dice.
Se gesta en el odio
Danny tenía 5 años cuando su familia migró desde Nicoya, en Guanacaste, hasta San Juan Norte de Corralillo de Cartago. Su niñez, recuerda, fue pobre.
“Fueron tiempos difíciles. Yo entré al kinder y no conocía a nadie. Es un lugar que es un pueblo pequeño, todos se conocen, todos son iguales. Yo venía de otro lado”, dice ahora, con 35 años.
“Yo era moreno y los guanacastecos tienen acento. Yo hablaba como hablan los nicoyanos”, describe.
Los primeros apodos hacían burla de esas diferencias. Le gritaban “guanaco”, “casi nica”, “nica regalado” . Un niño mayor usaba las cerdas de un cepillo de pelo para rasguñarlo.
Sin embargo, el peor episodio fue en cuarto grado.
Danny recuerda que le bajaron la pantaloneta deportiva y se burlaron de sus calzoncillos con las entonces famosas Tortugas Ninja.
Los nuevos apodos fueron “tortu”, “Tortuguero” y fueron una excusa para humillarlo, además, por su personalidad introvertida.
“Cuando estaba en la escuela era una guerra. Eran todos contra mí. Había uno o dos, tres chiquitos que también eran discriminados por pobreza y con ellos yo me aliaba. Por eso también me marcaban más, me tachaban más”, asegura.
“Acá empiezan a saltar esterotipos. Estereotipos que son tuyos y míos, que en un contexto los compartimos y se van consolidando”, explica María Martha Durán. “Yo hablo de ponerme anteojos. Hay algunos anteojos que te provocan ver unas cosas nada más, lo otro aparece fuera de foco porque es parte de lo normal. De repente, me acostumbro”.
Danny, sin embargo, ha optado por no acostumbrar a su familia a la misma situación que él vivió hasta sexto grado. En ese momento, el bullying terminó porque decidió estudiar en un colegio diferente, lejos de sus antiguos compañeros. Su situación familiar cambió y conforme creció, el acento nicoyano se suavizó.
Nunca recibió terapia por los traumas de su infancia. Sin embargo, no olvida sus cicatrices y empatiza con el dolor de otros.
“Yo no permito que en mi casa exista discriminación de ningún tipo. Ni de mi hijo con mi hija, ni de ella hacia él. Ni de ellos con sus compañeritos nicaragüenses ni negros”, asegura.
“Tal vez lo que yo viví hizo que fuera así”.
Este lunes 12 de marzo, tendremos un Facebook Live con la psicóloga de la Universidad Estatal a Distancia María Martha Durán para resolver dudas sobre violencia escolar. Pueden escribirnos sus preguntas en nuestra página de Facebook, a partir de las 2:30 p. m.