Ante la inesperada incursión de un gato, en la obra ‘Anillos para una dama’, Ana Poltronieri y Juan Katevas dieron una muestra magistral de control escénico
Amo ir al teatro. Guardo en mi acervo de la nostalgia la mocedad de las décadas sesenta y setenta, un período intenso, culturalmente hablando. Habitantes de todas las edades frecuentábamos las salas josefinas que solían operar a teatro lleno: el Arlequín, el Teatro Universitario, la Compañía Nacional de Teatro, el Castella y la escena al aire libre en el Museo Nacional, entre otras. Mientras “un pequeño paso para el hombre, gigantesco de la humanidad” inmortalizaba al astronauta estadounidense Neil Armstrong desde la Luna, en nuestra ciudad capital la ampliación de la Avenida Segunda acentuaba los matices de la utopía que mantiene en la actualidad.
Era yo un flaco desgarbado, Quijote sin Dulcinea, diletante universitario y sin plata. Mas con poquito me alcanzaba para cubrir los costos del boleto y del café negro con pastel arreglado que degustaba en Chelles, antes de enrumbar hasta el pie de Cuesta de Moras y al Arlequín, mi sala preferida. El entorno de madera, los pasadizos en claroscuro y el reducido escenario circular, donde la dramaturgia mantenía en vilo al público en las butacas, a escasos metros de la acción, convertían al mítico teatro en epicentro de almas que seguíamos los hilos del drama o la comedia y reíamos, llorábamos y levitábamos al tenor del derecho humano de soñar.
Anillos para una dama era la obra en cartelera. Escrita por el español Antonio Gala en 1974, se había estrenado aquí el 23 de abril de 1976, con la dirección de Luis Carlos Vásquez. Ana Poltronieri y Juan Katevas en los papeles estelares de doña Jimena, viuda del Mío Cid, y Minaya, sobrino del Campeador, eran los protagonistas. El elenco se completaba con Marcelo Gaete, Carmen Bunster, Maritza González, Ramón Sabat y Álvaro Marenco, datos que puedo precisar gracias a Olga Marta Mesén Sequeira, investigadora y autora del libro titulado El Teatro Arlequín de Costa Rica. Memoria de un grupo teatral (1955-1979).
De la pluma exquisita del legendario escritor español, se deriva la vena dramatúrgica del mismo autor que plantea como idea central de Anillos para una dama la honra, el amor y la libertad. Porque la trama revela la pasión entre doña Jimena y Minaya, a todas luces prohibida, ya que sucede a la sombra y memoria del Cid, elementos que permiten comprender la trascendencia de la escena del Arlequín que presencié en una de las noches posteriores al estreno, cuando ocurrió algo inesperado.
De rodillas, justo en el centro del escenario, doña Jimena (Poltronieri) clamaba al cielo llena de amor y frustración por Minaya (Katevas), quien la miraba apostado en el vano de la puerta. Era, sin duda, una de las situaciones culminantes de la obra. Ojos y oídos atentos, los presentes no hacíamos otra cosa que mirar, inquirir en silencio, descifrar, admirar y disfrutar. De súbito, apareció un gato. ¡Sí, un gato! Emergió de la oscuridad, pegó lo que se dice un frenazo y al escapar derrapó entre Jimena y Minaya. Y así como vino, el felino salió espantado del lugar.
Entretanto, con extraordinario dominio escénico, metida en su personaje, la Poltro continuó con el parlamento. Katevas, sin desdibujar el semblante dramático que exigía el momento, no podía evitar que sus hombros se sacudieran rítmicamente, dado el sobrehumano esfuerzo por no explotar de la risa. Como suele ocurrir cuando se dan situaciones inesperadas, atento y pellizcado, el tramoyista apagó las luces. Transcurrieron segundos interminables. Volvió gradualmente la luz con música incidental, la historia siguió en curso y “aquí no ha pasado nada”.
La obra culminó exitosamente. Los intérpretes volvieron al escenario en medio del nutrido aplauso general, una y otra vez, una y otra vez. Al final, conmovidos por la magia que recién nos había transportado a los tiempos del Mío Cid, los espectadores abandonamos lentamente el recinto, algunos entre murmullos y risas sostenidas a causa del sorpresivo debut y despedida de un gato en el Arlequín.
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