Caí. El tobogán naranja en el que me introduje me transportó hasta una estructura subterránea en donde se practica el rescate de personas en espacios contenidos.
Por supuesto, al estar en la Academia Nacional de Bomberos, no se trata de salvar a una persona real, sino a un muñeco. Al caer del tobogán, lo que me recibe es un camino que se bifurca en dos angostos agujeros. La idea de estar aquí adentro es atravesar un laberinto hasta topar con el objetivo, para que todos los aprendices del oficio puedan sentir en carne propia lo que significa el rescate en territorios incómodos.
Al centro de la estructura, en algún lugar de este laberinto de cemento, está el muñeco que debe ser rescatado. Dos bomberos se deslizaron en otros toboganes alternos al mío y, en la oscuridad del túnel, apenas los escucho.
Arrastrarse entre estos orificios de oscuridad es condenarse a sentirse como un oso pardo bebé que se atora en los grandes robles del bosque. Son espacios diminutos y claustrofóbicos que, para alguien sin formación con estas destrezas (como es mi caso) resulta desesperante.
“Solo escuche los pasos, escuche dónde están los demás”, me grita Ronny La Touche, el director de la Academia Nacional de Bomberos, y quien me ha hecho deslizarme a este hoyo. “Todo se trata de escuchar”.
Así que escucho. Las voces de los bomberos resuenan y, en lo más cercano que uno pueda sentirse a la ecolocalización de un murciélago, percibo que están cerca. Entro al agujero de la izquierda y el camino se bifurca de nuevo. Una entrada se vuelve en muchas entradas; el laberinto se acrecienta y no encuentro la salida. Escucho que ambos bomberos encontraron al muñeco y les grito en búsqueda de socorro.
Finalmente, el rescate de un muñeco se convierte en el rescate de un periodista que se perdió tratando de emular lo que solo unos pocos pueden: convertirse en bombero.
Aprender, aprender y aprender
El bombero Erick Méndez, convertido en el “profe” Erick, se acomoda la cintura del ancho pantalón mientras camina hacia la pizarra. Lleva un marcador en su mano derecha mientras que con la izquierda se coloca un silbato en el cuello.
La pizarra blanca rápidamente se convierte en un listado de útiles: cuerda, cinta de anclaje, polea, marquetones... Erick apunta velozmente todos los recursos necesarios para el rescate vertical que realizará el grupo al comienzo de la tarde.
—¿Cuánto necesitamos de cuerda?— pregunta en altavoz. Los alumnos empiezan a tantear y el instructor los interrumpe—. Ahora sí, papá. Vamos, vamos.
Los veintiséis alumnos que se encuentran en el salón están en uno de los cursos más apetecidos de toda la academia perteneciente al Benemérito Cuerpo de Bomberos de Costa Rica. El rescate desde estructuras verticales —entiéndase, el mecanismo para salvar a personas desde las alturas— es la clase de esta semana, y todos los alumnos asumen este tiempo como un privilegio.
Este grupo de estudiantes lleva 40 horas de lecciones para comprender cómo realizar correctamente estas maniobras que tan bien comprende el instructor. Esta es solo una de las decenas de clases que se realizan en el centro de estudios.
A inicios de la década de los noventa, el Benemérito Cuerpo de Bomberos de Costa Rica decidió utilizar su estación de Pavas como un centro de capacitación para este oficio. Para muchos, este fue el comienzo de lo que sería hoy la Academia Nacional de Bomberos.
A partir del 2001, gracias a la gestión de Héctor Chaves, quien es hoy el director del Cuerpo de Bomberos, se gestionó el Diplomado de Bomberos, en conjunto con un programa de capacitación y formación técnica.
Finalmente, fue el 30 de abril del 2002 que se inauguraron oficialmente las instalaciones de la Academia Nacional de Bomberos de Costa Rica, ubicadas en San Antonio de Desamparados, en un terreno de 6 hectáreas.
La academia cuenta con diez aulas equipadas, un auditorio para 80 personas, biblioteca, comedor, cafetín y simuladores para búsqueda, conducción, bombeo y mando, así como la torre de nueve pisos que hoy utilizarán los alumnos.
Otros puntos destacados son los campos que prenden fuego a temperaturas de 800 grados centígrados, donde los aprendices pueden practicar el control con mangueras. Lo mismo sucede con un vehículo que se incendia.
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En este terreno, el profe Erick se mueve como pez en el agua. Hace siete años, el bombero se unió a las fuerzas educativas y admite que estar en un aula es de lo más grandioso que le ha sucedido.
Desde hace 25 años está metido en el oficio y en la última década se encargó de especializarse para ser parte de organismos como la Escuela Latinoamericana del Socorro y conocer de primera mano la fotografía completa de lo que implica ser bombero.
Una vez acabada la clase teórica, Erick me invita a un café en la soda de la academia. Al lado de un camión de bomberos que está colocado en medio del cafetín, el instructor sacude el azúcar en su taza mientras explica la razón de su vocación.
Aunque ama enseñar, el propósito de Erick deriva de una experiencia dolorosa. En el 2016, un gran amigo suyo llamado José Alfaro tuvo un accidente en la zona sur mientras realizaba unas fotografías y cayó en una profunda cueva.
Erick sabía muy bien lo qué era entrar en cavernas para salvar gente, pero nunca había lidiado con la angustia que implica ir tras un ser querido.
“Vaya, fue duro”, recuerda, entrecerrando los ojos. “Son cosas que lo marcan a uno”. Erick y su grupo de trabajo se apuraron por realizar la operación lo más pronto posible, pero fue muy tarde: su amigo estaba sin vida cuando arribaron para el descenso a la cueva. “Ser bombero significa también tener fuerza. Y bueno, eso también trato de enseñar acá en la academia”.
Desde pequeño, Erick había soñado con ser bombero. Siempre lo tuvo muy claro. Su familia tenía un muy buen compinche que trabajaba en la Estación Central de San José y era habitual que Erick caminara por las cercanías de la Iglesia del Carmen entusiasmado por llegar a ese mundo de cuerdas, mangueras y agua.
Pasaron los años y la ilusión se convirtió en realidad: logró profesionalizarse como rescatista de ríos, montañas y cavernas, guardando en su mochila personal tanto sonrisas como lágrimas.
“Todo lo que uno vive es para luego transmitírselo a alguien más”, dice, tras tragar grueso su café. “Yo no quiero dejarme nada de lo que sé porque en algún momento yo puedo necesitar que alguno de estos muchachos me ayude a mí y ayude a otros. He vivido en carne propia todo lo que implica este mundo”.
Erick no olvida, por ejemplo, que en una clase tenía a un muchacho muy enérgico que más de una vez le pidió algún rato extra para seguir aprendiendo. En una de esas oportunidades, Erick le enseñó cómo realizar maniobras de reanimación cardiopulmonar.
Al pasar los años, ambos se volvieron a encontrar y aquel bombero se deshizo en agradecimiento. “Porque él me dijo que, gracias a eso que le enseñé, pudo salvarle la vida a su hija. De eso se trata todo”.
El instructor se levanta, deja la taza vacía de café. Se sacude la cara para remendar una sonrisa y muestra con su barbilla el camino a seguir. Hay mucho más por conocer en esta academia.
La academia cuenta con 10 aulas equipadas, un auditorio para 80 personas, biblioteca, comedor, cafetín, simuladores para búsqueda, simuladores de conducción, bombeo y mando, una torre de rescate de nueve pisos, casas para práctica con sistemas de fuego con gas, un vehículo para práctica de control de fuego y un amplio campo multiuso.
A enseñar
Ronny La Touche apresura su paso hasta el vestíbulo de la Academia Nacional de Bomberos. El director de este centro educativo lleva su camisa bien acomodada y su cabello perfectamente peinado a un costado. Aunque corre de un lado a otro, su aspecto es impoluto.
El director está más que acostumbrado a andar de un lado para otro. “Aunque nunca creí que mi vida me llevaría aquí”, recuerda.
A sus 43 años —hoy tiene 55— decidió dar un giro en su vida. “No es usual que alguien a esas edades quiera dar un salto radical, pero bueno. Algo me decía que debía cambiar”, cuenta al rememorar que, antes de convertirse en bombero, trabajaba como informático en el Instituto Nacional de Aprendizaje.
“Tenía un buen horario, un buen empleo, una buena paga. Era una buena vida y era feliz, pero sentía que tenía que hacer algo distinto”, cuenta. Así que La Touche decidió, en sus últimos años de trabajo en el INA, entrar al Cuerpo de Bomberos en forma permanente y prepararse profesionalmente en temas de administración y gestión. Así fue como, en el 2009, llegó a esta academia.
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Al lado de una máquina de bombeo de exhibición que está en medio del vestíbulo, el señor La Touche encuentra a su objetivo: Ignacio Riba.
“Nacho”, desde el saludo, dilata sus ojos. Pareciera que hablar sobre los simuladores de un camión de bomberos es su actividad preferida. En una pizarra a su costado hay una serie de compuestos químicos que utiliza para enseñar a sus pupilos. “Esto se trata de números, matemática, cálculos... Se trata de ciencia”, asegura.
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El bombero se remanga su camisa naranja y traza un recorrido hasta una pared cargada de palancas, paneles digitales y perillas que emulan el eje transversal de un camión. En esta pared, Nacho se encarga de enseñar los cálculos que deben tener los futuros maquinistas a la hora de enfrentar una “bestia”, como le llama a los incendios.
—Hay que saber cuánta agua necesito, cuánto me va a durar el agua, cuánto puede durar el incendio... Son situaciones de vida o muerte— me explica.
—No es como agarrar una manguera para lavar el patio— le digo entre bromas.
—Exacto. Es una ciencia para enfrentar situaciones de vida o muerte.
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Nacho habla sobre mecánica de fluidos, sobre radios de coberturas, sobre mangueras de 3/4, sobre barras de transmisión y motores de fuerza. Los nombres se complican y, para un novato, tener que pulsar estos botones resulta angustiante. Uno se siente en frente de un enigma imposible de resolver.
“Ese es el reto del maquinista”, dice, para explicar la función. “Este puesto es importante porque es la persona que maneja el camión de bomberos y quien se debe encargar de dotar de agua a los compañeros que enfrentan a la “bestia”. Si el maquinista no está en nada, pues... Ya sabés lo que pasa”.
La descripción del oficio que hace Nacho es intimidante: el maquinista no suele ver el fuego. Puede estar a más de 700 metros de distancia del incendio mientras en un sótano “los compas están pasando un mal rato tratando de domar lo que sucede”, como él explica. “La responsabilidad del maquinista es darle balas a los que están peleando”.
Al instructor se le encoge el estómago de solo pensar las consecuencias de una labor mal ejecutada. Por ejemplo, en el simulador, puedo seleccionar la cantidad de agua que dejaré salir por los cilindros. Ante mi indecisión, Nacho interviene. “Si tirás 500 galones por minutos la casa se despedaza. Con dos bomberos no te alcanzaría para manejarlo”, advierte y saca una tabla con fórmulas para calcular las necesidades.
De este mundo Nacho aprendió en los doce años que ejerció como maquinista. Hace veinte que es bombero, pero con el paso de los años se interesó en este gran reto del oficio.
“No sabés lo que significa tener a gente gritando, a tu jefe gritando y lidiar con esto. Hay que estar muy bien parado y tener claro lo que se está haciendo”.
Además, parte del oficio requiere conocer la ciudad por completo. Nacho, natal de Heredia, fue transferido al centro de San José en un momento de su carrera y debió aprenderse, lo más pronto posible, dónde quedan los hidrantes de la zona, así como el nombre y número de calles y avenidas. “Todo es parte del trabajo. Si no; no sale”, asegura.
A su lado se encuentra otro instructor: Gustavo Quesada, quien interviene mientras la pared de simulación se va convirtiendo en un enigma cada vez más complejo de desencriptar. “Vea que si no lo hacen bien, le pasa lo que me hicieron a mí”, me dice.
Con su mano hace un movimiento por todo su estómago. “A mí se me reventó la manguera en el abdomen porque habían lanzado demasiada agua. Mi cuerpo es testigo de la importancia de hacer bien el trabajo”.
Para continuar con la demostración de la clase, partimos hacia un edificio anexo en el que se presentan dos estaciones de trabajo, cada una con cuatro pantallas gigantescas y dos asientos de conducción que parecen sacados de un videojuego de Fórmula 1.
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“Pero esto es todo menos un videojuego”, advierte Gustavo, quien se sienta en el puesto del maquinista. Las pantallas se encienden y dejan ver un simulador de conducción del camión de bomberos. El instructor Erick se sienta en el otro puesto y finge ser el oficial a cargo de la operación simulada.
En este programa, que Costa Rica tiene el privilegio de contar junto con México y Estados Unidos, la computadora lanza escenarios en que el maquinista debe desplazarse virtualmente para llegar hasta el sitio del fuego.
En el camino de conducción aparecen niños pasando la calle, gente saltándose semáforos en rojo, lluvias torrenciales... Toda clase de obstáculos a los que el maquinista se enfrenta día a día.
“Una vez un alumno estaba en este simulador y vio una pelota roja pasar en frente del panel de conducción. No se detuvo y detraś venía un niño pasando la calle. En la simulación, él atropelló al chiquito y se quedó pasmado. En verdad creyó que había matado a alguien”, cuenta Gustavo. “Y obvio no se trata de generar un trauma, pero sí prepararse para la vida real porque cuando ese muchacho sea un maquinista, nunca verá una bola roja de la misma forma: se detendrá”.
Gustavo se emociona al repasar todas las virtudes que ofrece este modo de trabajo, en el que hay horas ilimitadas de práctica sin gastar un solo centavo de gasolina. Además, la experiencia es muy distinta a la de un videojuego: el volante y el asiento son poco estables, como sucede con el camión a la hora de conducir en vía pública. “Hay gente que sale mareada después de usar el simulador”, asegura.
Al lado de este salón se encuentra otro grupo de trabajo. Unos 15 muchachos en ropa deportiva realizan estiramientos para la clase que imparte Deiver Rubí, instructor de preparación física de la academia.
Los jóvenes que están en este gimnasio apenas cursan su primera semana para convertirse en bomberos permanentes. Su programa es de cinco meses y pueden contar con las instalaciones para quedarse a dormir y convertir su experiencia en un internado.
Al fondo del grupo, un estudiante con un tatuaje del ojo de Sauron flexiona sus piernas con intensidad. Se acomoda su gorra del Cuerpo de Bomberos y demuestra una gran condición física, la cual es aplaudida por el entrenador Rubí.
El alumno se llama Carlos Peña y tiene 30 años. “Es un privilegio”, dice, “porque de las cientos de personas que uno ha conocido que quiere ser bombero, somos nosotros quince los que estamos aquí”.
El interés de Carlos por el rescate surgió de rebote, según cuenta. Al graduarse del colegio entró a la Universidad de Costa Rica a estudiar turismo. En una de sus giras a Guanacaste conoció el trabajo de los bomberos forestales.
“Quedé demasiado fijado y obsesionado con ese trabajo. Me cautivó. Me convertí en bombero voluntario y fui aprendiendo de ellos, pero tras la pandemia reflexioné mucho. Tuve tiempo para estar en la casa y pensar qué quería para mi vida, y en verdad quiero ser bombero”, comentó Carlos.
—¿Cómo te decidiste?
—Es como si uno sintiera eso, ese llamado. Compartir con ellos me hizo sentir muy lleno y quiero estar al servicio.
—¿Y ya probaste los simuladores? Yo vengo de ahí y son toda una experiencia.
—Esta primera semana es solo acondicionamiento físico, pero me emociona, claro. Quiero conocer todo.
—¿En qué te sentís cómodo de todo lo que se requiere en este oficio?
—La verdad estoy empezando y voy sin miedo. A puro entusiasmo. Me he sentido cómodo con todo y quiero aprender mucho para luego pasar mi conocimiento a más personas.
La clase de verticales
Lo que dice el estudiante no es de extrañarse. El profe Erick Méndez asegura que hay muchísimos estudiantes que de inmediato sienten la conexión con la enseñanza y, en consecuencia, quieren aprovechar su tiempo en la academia para tomar todos los recursos necesarios para posteriormente convertirse en instructores.
Uno de ellos es Carlos Muñoz, un aprendiz directo del instructor Erick. Hace doce años comenzó en el oficio como bombero voluntario y desde hace 10 que oficia como bombero permanente.
Su fascinación por este mundo apareció cuando uno de sus profesores le hizo un reto. “El profe llegó y me dijo: ‘le apuesto una caja de cervezas si me hace esta tarea rápido”. En aquel momento, Carlos apenas llevaba unas semanas de clase y, aún así, logró satisfacer al instructor. “Y me sentí bueno, sentí que podía hacer las cosas bien. Me motivó a aprender bien para luego enseñar bien”.
Ahora, de primera mano, aprende todas las técnicas pedagógicas que utiliza el profe Erick. “Ya estar en campo, tras varios meses de capacitación es de aprovechar”, dice. “Esto de rescates verticales es todo un mundo”.
Carlos no olvida cómo, hace un par de años, logró rescatar a un señor de 62 años que había colisionado con el tren de Cartago. Fue una semana movida porque, a los días, debió sacar los cuerpos de tres personas que habían caído en un guindo.
“Uno sabe que es un trabajo demandante, desde lo físico hasta lo emocional. Uno estando aquí en la academia se refresca y también le nace una confianza por los muchachos que están aprendiendo. Erick siempre lo dice y yo me suscribo: puede que un día alguno de ellos nos rescate a nosotros”, apunta.
Erick, Carlos y la tropa de alumnos salen del aula para dirigirse al campo abierto de la academia. Allí los espera una torre de nueve pisos, construida específicamente para sentir la experiencia de lo que significa un rescate desde las alturas.
“Nosotros solo vamos a gritar si alguien va a morir o está en peligro”, advierte el profesor Erick. “Ustedes están aquí como si ya estuvieran en una escena de acción. Solo vamos a supervisar. Les toca demostrar lo aprendido”.
Para comenzar la práctica, los alumnos se agrupan bajo la torre y comienzan a practicar los dieciocho nudos que aprendieron en el transcurso de la semana. Algunos de ellos atan las cuerdas a la estructura de la torre para asegurar que su compañero no caiga desde el piso más alto.
Juan Carlos González, otro alumno, está atado mientras sus compañeros se enfocan en los nudos. “Este sol me está dando energías”, grita, aunque nadie parece escucharlo ante el nivel de concentración.
“Aquí estamos a 27 grados hoy”, me dice al pasar a su lado, “cuando en Parrita siempre estamos a 37. Esto se siente como la Antártida”, bromea.
Juan Carlos se ha quedado a dormir esta semana en la academia, pues es nativo de Parrita, Puntarenas. Allí lleva cuatro años trabajando y desde hace siete se interesó en el mundo de los bomberos.
“Viera cómo pega el agua fría cuando me baño aquí”, dice con una gran sonrisa y subrayando su agradecimiento por ser parte del curso. “Yo estoy muy contento de tener la oportunidad de venir. Allá cubrimos Savegre, Puriscal... Terrenos muy grandes. Muy poca gente sabe de rescate vertical y poder volver allá y enseñarle a la gente lo que aprendí es algo increíble”.
“Ha sido muy difícil”, dice, y señala con su barbilla los nudos que lo atan a la torre. “Pero da una gran satisfacción. Todos los días he estado completando una presentación de Power Point para que no se me olvide nada cuando me suba al bus de Parrita”.
A su lado, una muchacha guía la dinámica de trabajo. Si uno no la hubiese visto sentada en el aula, entre los alumnos, podría creer que es una instructora más.
“Esa cuerda está mal así”, dice, como dando a entender que es una de las mejores del aula. Al ver que está llamando la atención por su voz firme, se disculpa. “Ay, perdón. Es que me emociona mucho esto”, me dice.
Ella, a quien llamaremos Tamara (su identidad se protege por su trabajo), es parte del Organismo de Investigación Judicial (OIJ).
La agente labora en la sección de recolección de indicios y su presencia en la clase no responde a que quiera convertirse en bombero, sino porque, como trabajan con cadáveres, en muchos casos los equipos de bomberos no puede prestar su servicio de rescate. En estas ocasiones son los oficiales entrenados del OIJ quienes deben recuperar los cuerpos.
“Ha sido todo un aprendizaje. Yo llego a mi casa a practicar todos los nudos para que no se me olviden”, cuenta, rasgando sus ojos y esbozando una sonrisa. “Es vacilón porque esto sirve para todo. Yo en mi casa ya me hice hasta unas poleas en el patio con todo lo que he aprendido porque, aunque no esté rescatando a alguien, aprendí que todas estas técnicas sirven para trasladar cosas y facilitarse la vida”.
Nunca se trata de gritarle a los alumnos. Se trata de enseñarles y preguntarles cómo se sienten. Todos ellos y ellas podrían salvar la vida de nosotros algún día.
— Erick Méndez, bombero instructor
Mientras los grupos terminan su práctica de nudos, el profe Erick aparece de nuevo en escena.
“Imagínense que, lo que van a hacer, sería con jefes de batallón presionando por hacer todo rápido”, dice Erick. “Requiere mucha concentración. Yo sé que ustedes lo van a lograr. Solo deben concentrarse”.
Una vez subidos en el quinto piso de la torre, aparece un vendaval que convierte los cabellos de todos en un huracán. Aunque estamos en el centro de Desamparados, la torre da una experiencia de angustia como si estuviéramos en plena montaña abierta. La altura y el viento intimidan a cualquiera.
Dos muñecos que pesan 80 kilogramos esperan a los grupos de trabajo que simularán el rescate. Dos alumnos son enviados desde arriba: los nudos se aseguran y el descenso comienza con los botines de los estudiantes chocando contra la torre y con el sudor dejando sus frentes brillantes.
El instructor Erick les recuerda que solo pitará en caso de emergencia. Los alumnos asienten con sus cabezas y comienzan el descenso.
Por más de treinta minutos los jóvenes bomberos bajan agarrados de las cuerdas, toman el cuerpo, lo introducen en una camilla y, con una gran inversión de fuerza, logran elevar los muñecos hasta el piso requerido.
Erick, desde abajo, los mira. Mientras, uno de los muchachos asciende con el muñeco y solo alcanza a decir “mejor no ver abajo”. Le sonrío, como dándole a entender que ya falta poco para su cometido.
El joven bombero salta una baranda y, como si su compañero acabara de anotar un gol, el resto del equipo aplaude y grita. Desde abajo, Erick esboza una sonrisa: su silbato nunca sonó.