En la penumbra del anfiteatro, resalta la cálida luz del escenario y Tracy, en el centro, entona maravillosamente una canción de despecho.
Hay aplausos, risas, gritos. Tras aquel chingue total, solo los adustos rostros de decenas de policías penitenciarios bien armados, distribuidos estratégicamente por todo el lugar, rompen ligeramente la monocromía del festejo.
Como a esas alturas ya conocemos la historia de Tracy, de 24 años, bien sabemos que no existe ninguna monocromía.
La vida de esta joven mujer ha estado marcada por los errores que desencadenaron sufrimientos impensables y hoy la tienen, en la flor de la juventud, indiciada en espera de un juicio por tráfico de drogas y organización ilícita. La pena es de 8 a 20 años, cuenta mientras nos atiende en el módulo de El Buen Pastor en el que convive con otras 50 privadas de libertad.
En pocas palabras, los últimos años de la corta vida de Tracy han sido una mierda. Criada en Paso Canoas, fue detenida junto con su madre y su hermano. Compartió el encarcelamiento con su mamá, hasta que su progenitora falleció hace tres meses, en prisión.
Tracy tiene un hijo de 10 años a quien no veía desde hace un año. La lejanía y la falta de dinero impide que su familia la visite. Hacemos números rápidos. La joven tuvo a su hijo a los 10 años. El padre del niño no existe y una hermana suya, que trabaja como conserje en un call center, es quien lo mantiene.
Más bien decidió, como la gran mayoría, cantarle al desamor, a una persona que la abandonó, dice, cuando más lo necesitaba. “Vivía conmigo, creí que era especial en mi vida, pero donde vio lo duro de la batalla desapareció. No luchó conmigo hasta el final, y me dejó aquí pasando esto tan fuerte. No quiso ni trepar el primer escalón, entonces la canción se la dedico a él”.
Tracy termina su interpretación y en anfiteatro casi se desploma de aplausos. Así de portentosa le salió. Le salió de las entrañas.
Entonces la maestra de ceremonias, la cálida conductora Maureen Salguero, se la juega el todo por el todo.
“Yo no sé si esto se vale, pero me voy a saltar el protocolo. Tracy tiene un hijo de 10 años. Tiene un año de no verlo. El chiquito está aquí hoy, allá arriba (segunda plata), con las familias de todos los participantes. Yo le voy a pedir al chiquito que venga al escenario. Aquí está su mamá”.
El chiquito baja, hecho un ajito. Lindo todo él. Trae un arreglo de flores. Sube las escaleras. Los corazones en todo el auditorio se hacen un puño. Para donde uno vuelva a ver, hay ojos aguados. Incluso de algunos de los policías. Madre e hijo se funden en un abrazo que parece eterno. Maureen Salguero guarda silencio. El Auditorio entero también. No había nada qué decir.
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Aquella fue una de cientos de imágenes entrelazadas con dolorosas historias de culpas, de delitos, de crímenes, de arrepentimientos, de encierro, de sufrimiento, que surgieron paralelamente a nuestra cobertura sobre el tema central de este reportaje, la final de un concurso de karaoke organizado por Adaptación Social, del Ministerio de Justicia, con 374 privados de libertad en las cárceles de todo el país.
Si ya los karaokes comunes y corrientes son una caja de pandora de la que pueden salir desde artistas sorprendentes hasta artistazos impensables --silbatina incluida-- sobra decir que la primera imagen de un concurso carcelario de karaoke sonaba a un puro jolgorio, en primera instancia.
En primera instancia.
Imposible haber asistido a las eliminatorias en cada centro penal del país, pero sí estuvimos puntuales en el primer ensayo previo a la gran final, el jueves 23 de junio, en el Auditorio del Museo de los Niños.
La iniciativa del Ministerio de Justicia vio la luz, después de años de estar Reynaldo Villalobos, director de Adaptación Social, masticando la idea, hasta que por fin tuvo el apoyo de las jerarquías.
“Qué gozada, eso debe ser un pacho ¿se imaginan?” espeté yo con ligereza en reunión de editores, cuando supe del concurso.
A pesar de tener tanto bagaje en el tema de la población penitenciaria, en los primeros momentos me dejé llevar por los estigmas, por los clichés. Por lo “divertido” que debía ser para cantantes y fans, aquel alboroto de canciones de amor y desamor en plena cárcel.
Entre los finalistas había privados de todas las prisiones del país, incluidos Buen Pastor, Adulto Mayor y Adulto Joven.
Así que sin preguntar mucho, tras los trámites respectivos nos fuimos con un equipo de veinteañeras, la fotógrafa Nicole Alpízar y la periodista web, Mariana Artavia a presenciar el magno ensayo en el Museo de los Niños.
Cuando yo entrevisté para un amplio reportaje (nunca nadie había tenido ese acceso a ese tipo de población penitenciaria) a los ocho presos más peligrosos de Máxima Seguridad de La Reforma, en 1993, ni Nicole ni Mariana habían nacido.
Pero el alma, la empatía, la sensibilidad, el miedo, los prejuicios, el dolor ajeno y la impotencia, son sentimientos universales.
Y ese jueves 23 de junio el sentir de esta fogueada veterana fue uno con el de estas dos muchachas, porque juntas recibimos tremendos knock outs emocionales al enfrentarnos a todo lo que había detrás de las canciones del famoso karaoke penitenciario.
Dentro y fuera del país. Con prisioneros de todo calibre. Con reos o exreos que me han contado sus barbaries y sus penurias.
También he sido víctima de algunos que han arrebatado la vida de la forma más cruenta a allegados del alma, de pared de por medio, como los jóvenes padres y su pequeño bebé de un año, asesinados en una noche de locura, en noviembre de 1995, en el hoy conocido fúnebremente como “El crimen de Llorente”.
Eran mi familia, eran mis caseros. En medio de la dantesca escena, fui yo quien atinó a pararse en media puerta para evitar que los vecinos de ese unido barrio ingresaran a la casa y estropearan las pruebas del delitos, en la desesperación de ayudar a los ya fallecidos. Fue una de las crónicas más desgarradoras que he hecho en la vida. Ellos eran gente de la mía.
Igualmente he tenido que apechugar con un pariente cercanísimo que asesinó a tres mujeres, una adulta y dos niñas, en enero de 1987.
Otros parientes, amigos y allegados, de todas las alcurnias, han pasado por las cárceles del país o fuera de él. Algunos continúan ahí. Casos célebres en el país. Casos frescos. Amigos queridos. También hay personajes aborrecibles que en su momento dañaron a alguien de mi círculo de familiares o amigos.
La vida me ha puesto de ambos lados, siempre.
En algún momento tuve a uno de los grandes amores de mi vida en prisión. Por poco tiempo, cosa de un mes, pero fui diligentemente, día a día, a dejar en la entrada del centro penitenciario su almuerzo y su cena, lo que llaman “bomba” en la jerga penitenciaria.
En otra ocasión, con motivo de un reportaje en el que dejé media vida –pero valió la pena– me sometieron a una revisión inclemente en el Everglades Correctional Institution, en Florida, donde fui testigo de la férrea disciplina a la que son doblegados los “inmates” (prisioneros), quienes ahí sí, literalmente, son un número más en el sistema.
Y ahí puedo seguir con la cantaleta de historias pero con este resumen basta para explicar que en el tema de privados de libertad he estado en ambos lados y en el centro.
Por eso, lidiamos en todo momento con un sentimiento dual, ambivalente, pero nunca absolutista. Por un lado, excelente que personas con una vida hecha trizas hayan participado en esta dinámica que los mantuvo ocupados e ilusionados por meses.
Por otro lado, muchos de ellos han cometido agresiones, violaciones, robos, estafas, homicidios y demás delitos. Algunos nos contaron su historia. Y sus justificaciones.
Son personas que han dañado a otras personas. Y que han cosechado odio a graneles por parte de sus víctimas o de los familiares y allegados de sus víctimas.
Pero no estábamos ahí para juzgar, así que con filtros grises, sin blancos ni negros, nos decidimos a reseñar la crónica del primer concurso de karaoke intercarcelario en la historia del país. Inédito, también, el traslado de los 26 participantes y de otros internos que quedaron como primeros semifinalistas, para un total de 43 internos al Auditorio del Museo del Niño.
Una semana antes del gran día, en el que cada preso tuvo acceso a 10 entradas para repartir entre familia y amigos, los finalistas tuvieron la oportunidad de ensayar a puerta cerrada en el propio Auditorio.
En ambas ocasiones, el Ministerio de Justicia se encargó de trasladarlos a todos a la cárcel de San Sebastián, y de ahí salieron en un bus hacia en Museo del Niño, fuertemente custodiados dentro del autobús y con vigilancia desde otros vehículos que precedían y escoltaban el automotor.
“Hay que estar ahí para tomarlos cuando bajan del bus”, les dije a las colegas, pensando en que aquello iba a ser un vacilón.
Todo lo contrario.
Vestidos casuales ellos; muy arregladitas las reclusas del Buen Pastor. Bajaron tranquilamente, eso sí, por un portón trasero, e ingresaron en fila india, siempre escoltados por la seguridad.
Eso sí, había un detalle inherente a todos: trataban de abarcar lo más posible con la vista, miraban en todas direcciones, veían una parte de San José a lo lejos, detallaban las paredes de la infraestructura del Museo de los Niños... la mayoría de miradas viendo hacia el horizonte. Mirando el sueño imposible, lo que los demás tenemos a mano a diario... “la callecita”, como se dice en la jerga penitenciaria.
La rueda de la verdad
“Me llamo William Martínez, vengo de la cárcel de Pococí y la canción que voy a cantar es Hasta morir de placer ”, dijo uno de los más jóvenes. Serio y tímido en aquel momento, era inimaginable ver la forma en que se desarmaría ocho días después, cuando cantó y bailó a todo sabor la bendita canción.
Así fueron presentándose uno a uno: nombre, cárcel de procedencia y detalles de la canción. Cuando iban por el sexto o sétimo, a alguno se le ocurrió agregar que había elegido una canción de desamor porque a pesar de los años que llevaba encerrado, el sufrimiento que le causó una mujer estaba tan vivo como el primer día.
Y entonces los demás se soltaron; si bien es cierto hubo algunos que eligieron canciones religiosas, la mayoría optó por temas amorosos, en su mayoría, de despecho.
Cuerpo sin alma, Te hubieras ido antes, Tiene espinas el rosa, Hay otra en tu lugar, Y hubo alguien , y Acá entre nos fueron algunos de los temas elegidos.
Al final de las presentaciones, Ismael, de la UNA, tuvo una vehemente alocución. “¡Señores, la música es vida, la música es esperanza!”, gritó al tiempo que se inclinaba y palmeaba fuertemente el piso del Auditorio: “¡Esta es su casa, esto es lo mejor que les pudo pasar, háganla suya!”.
Y así ocurrió. Ese día y con mucha más razón el jueves siguiente, cuando el anfiteatro a reventar los esperó a partir de la 1 de la tarde y los recibió como si fueran verdaderos rockstars.
Las historias
Aunque fue el concurso de karaoke lo que nos llevó a aquel ensayo, era imposible no conjeturar las razones por las cuales aquellas personas habían caído presas.
Algunos casos generaron mayor intriga con solo la presentación. Como ocurrió con Evans Shaney, quien tras pronunciar su nombre advirtió que hablaba muy poco español y solo agregó que cantaría Is this Love , de Bob Marley.
Era cuestión de ida y vuelta, pero al quinto día de estar en el país, Shane fue detenido y luego condenado a 10 años de cárcel, por el delito de estafa.
Ha descontado tres y espera salir a corto plazo por buen comportamiento, dice tener trabajo asegurado en una panadería y quiere dedicarse a componer canciones originales del género Lovers Rock, que es un tipo de reggae , hip hop y soul, según explica.
Cuesta entender por qué aún no habla español, pero ciertamente entiende todo y maneja la jerga penitenciaria de oído, pero a la perfección.
Basta con verlo actuando junto con sus compañeros o en la final, cuando se despojó de cualquier resabio de pena y cantó a Bob Marley con la típica peluca de trenzas que identifica al legendario cantante.
Shane tiene 33 años y fue uno de los finalistas que no tuvo a quien invitar, pues su mamá, tías y primas viven en Toronto y prácticamente los únicos amigos o allegados que tiene, son algunos de sus compañeros de cárcel.
Eso sí, el hombre tiene un encanto natural porque el día de la gran final el canadiense fue uno de los que más aplausos y vítores cosechó.
40 años de cárcel
De figura menuda y pulcramente vestida y peinada, Rebeca parece estar recién salida de una oficina de alto nivel. Tras interpretar su canción Al final --de corte espiritual-- durante el ensayo, me acerco a ella mientras observa a sus compañeros sentada en una butaca, con su custodia al lado.
Me acuclillo para que me escuche y de inmediato le percibo una dicción y un vocabulario sumamemente educados.
A golpe de ojo, le calculo unos 28 años. En realidad, tiene 35. De nuevo, la intriga. ¿Qué habrá hecho esta criatura para estar cumpliendo una condena en El Buen Pastor?
La misma Rebeca le contó su historia a Nicole Alpízar, la fotógrafa que coescribió este artículo.
Rebeca es graduada en enseñanza del inglés y maestra de preescolar, viene de una familia sin problemas y la tragedia, según cuenta, aconteció cuando menos lo esperaba. Su caso está en apelación y por ello preferimos no ofrecer muchos detalles de los que ella nos compartió, pero los 40 años de condena tienen que ver con un homicidio.
“He sufrido muchísimo, perdí a una hija, lo perdí todo. Sin embargo, Dios me mantiene en pie. Mi mamá y mi hermana me traen comidita caliente todos los días, yo tengo condiciones muy buenas dentro de este contexto, a mí jamás nadie me ha agredido, he estado en módulos muy pesados y a pesar de eso jamás me han cobrado el motivo de mi condena, creo que todo se va aclarar, tengo toda la fe”.
De hablar sereno y equilibrado, no lo pensó para participar en el concurso de karaoke, pues las compañeras le dijeron que ella canta bonito, a pesar de la golpiza que recibió por parte de una expareja, cuando no había pasado todo su problema, y que la dejó sin voz durante cinco días por la cruenta agresión en la garganta.
“Esto es durísimo. Yo era de las que juzgaba a las mujeres que vendían droga. Ahora que estoy aquí digo que qué fácil es juzgar a una mujer que tiene 7 hijos y no tiene forma de mantenerlos y pagar su cuido mientras tiene un trabajo convencional. La canción Al final me da fuerzas para continuar con lo que sigue“.
“Dejé mi vida en la cárcel”
Sin embargo, ha apoyado a sus compañeros cantores porque cree que la dinámica ha sido una excelente terapia mental. Lo sabrá él, que tiene 11 años de estar preso por tentativa de homicidio; la condena es de 18 años.
Pero Tacón es reincidente, ya había descontado 20 años por dos homicidios. “Me violaron una hija de 9 años, maté a la mamá y al padrastro. Ella... era una fiesta con el hombre, se emborracharon y el hombre aprovechó y me violó a mi hija. Y esta otra condena es porque un individuo me violó a una hermana”.
Tacón tiene unos 40 cuadernos escritos sobre todas las historias y vivencias que ha tenido en casi toda una vida preso. Habla sin ningún reparo sobre su tragedia, sus megatragedias. Dice que quiere que otros aprendan de sus historias, que escarmienten por cabeza ajena.
“Mi vida ha sido durísima. Mi hija ya no está, ella se murió, como que traía el destino ya marcado, tuvo a su hijo a los 10 años, murió a los 24, arreglando un tubo se le fue un pedacito de ‘alambrina’ al pulmón, consumiendo crack”. Tacón saldría el 20 de noviembre del 2019. No tiene privilegio de descuento por ser reincidente. No parece mirar hacia esa fecha con particular ansiedad. “Ya estuvo. Dejé mi vida en la cárcel”.
Todas las historias escuchadas se entrecruzan en nuestras mentes mientras se suceden las horas, el día de la gran final.
El gran ganador fue Julio Murcia, de oficio trailero y quien está preso en la cárcel de San Carlos. Su tema fue una oda al desamor, nada menos que Lo hubieras dicho antes , de género norteño. Ronald Mora Mata, proveniente de San Sebastián y quien contaba con una impresionante barra de amigos y hasta funcionarios judiciales, quedó en segundo lugar con La chispa adecuada. Y finalmente, Jeremías Vásquez quedó de tercero con Hoy tengo ganas de ti.
Si lo vemos bien, la tres canciones ganadoras tenían que ver con el amor. Sin duda, un condimento que sigue moviendo al mundo, de una u otra manera, igual que la esperanza. Aunque se esté detrás de los barrotes y el malvivir de una prisión.