Valentina Maurel tenía solo nueve años, pero desde entonces guardaba la franqueza necesaria como para pararse frente a su profesor de educación física y decirle que “no”, que no haría los ejercicios porque quería ser escritora.
“Llame a mis papás”, le dijo. “Llámelos porque esta clase no me sirve para nada”.
Ahora Valentina se ríe de ese recuerdo, mientras conversa desde la pantalla de la computadora. Ella está en Suiza, días después de haber logrado un hito para el audiovisual costarricense: su primer largometraje, titulado Tengo sueños eléctricos, se llevó tres de los principales galardones del prestigio Festival de Locarno, incluyendo el de mejor dirección.
“Yo siempre quise dedicarme al arte”, dice convencida, “pero obtener un reconocimiento así no me pasaba ni por la mente”, asegura.
Crianza artística
No es de extrañarse que Valentina tuviese esa vocación, pues viene de una familia con vena artística. Su madre, Ana Istarú; y su padre, César Maurel; son nombres más que conocidos en la escena cultural costarricense. Ambos han sido aclamados en el país por su labor en las letras y la actuación.
“Desde muy niña la llevamos al teatro”, recuerda su madre, orgullosa de la carrera cultivada por su hija.
“Con mi padre asistió un tiempo a los conciertos de la Sinfónica Naciona. Era una lectora voraz, heredó de su papá la facilidad para el dibujo. De hecho, siempre pensé que iba a ser dibujante”, rememora Istarú.
Creciendo en Zapote, Valentina recuerda cómo las fiestas locales la marcaron y cómo en su hogar siempre había apertura para todo. Desde joven supo que su madre escribía poesía erótica, por ejemplo, por lo que asegura que tener una mente abierta al mundo fue algo que sucedió orgánicamente.
Inclusive, cuando Valentina cumplió quince años, ella no quiso que se le realizara una fiesta tradicional de cumpleaños, sino que tenía un deseo particular: una cámara fotográfica. Así fue como la posibilidad de crear cine empezó a barajarse en su mente.
“Es que yo quería tomar un camino muy distinto al de mi papá y mi mamá”, dice con honestidad Valentina, revelando su decisión como si fuera una pequeña travesura. “Quería hacer algo completamente distinto a lo que habían hecho ambos. Yo pensaba que sería como tener una salida completamente diferente y evitar comparaciones”.
Su madre asegura que su interés fue siempre darle a Valentina una ventana a las artes, a disfrutar la cultura de la misma forma en que ella gozaba estar en las tablas o sentarse a escribir.
“Era una niña acostumbrada a asistir a espectáculos, a ver a su padre pintando en el taller de la casa, a jugar con los niños de María Torres, que tenían edades parecidas a las de mis hijas. Se le fomentó el aprecio por el arte, pero sin forzar nada, siempre a través del placer, no de la exigencia”, dice Istarú.
Después de cumplir los quince años, Valentina debió enfrentar una situación difícil de digerir: la separación de sus progenitores (tema que, de hecho, permeó su largometraje).
Cuando estaba por cumplir dieciséis años, se fue a vivir a casa de su padre, César Maurel. “Pienso que en ese momento empezó a definir su vocación por el cine”, asegura Istarú.
Su papá piensa lo mismo. Al recordar la adolescencia de Valentina, siempre califica a su hija con un hambre “diferente”, con ganas, con espíritu de aprender y un talento que le fue sorprendiendo.
“Cuando ella me dijo que quería hacer cine lo asumí como algo completamente natural”, dice su padre, “porque ella sabía que podía ser lo que ella quería. Nunca quisimos forzarla a que fuera una actriz o una poeta o nada. Ella podía ser lo que quería”.
Tras la separación, su padre encontró una nueva pareja: Laura Pacheco, productora que en aquel momento estaba trabajando en una videodanza inspirada en la obra La Casa de Bernarda Alba. Valentina se entusiasmaría en ser parte de la producción: tomó fotos fijas y pasó más tiempo con Pacheco, entrando en confianza.
De allí en adelante, el camino entre ambas se estrecharía, trayendo consigo la pasión por el cine de forma exacerbada.
“Recuerdo una noche muy especial que pasamos juntas”, hace memoria Laura. “Fue importante porque ella, para estar tan joven, tenía una avidez de conocimiento. Me di cuenta que era especial”.
Esa noche, Pacheco le proyectó en la casa la película El Piano, de Jane Campion, “porque era una manera de introducirla al cine de autor de mujer y recuerdo que fue como compartir mi película favorita con ella y tener una hermosa conversación después. Así supe que era especial”.
Unos cuantos meses después, Pacheco entraría en una arena compleja de producción, como fue Del amor y otros demonios (2010), emblemática cinta nacional dirigida por Hilda Hidalgo, a partir de la novela de Gabriel García Márquez. Allí Valentina confirmó que quería dedicarse al arte de las cámaras y el guión.
“Ese fue el proyecto que me inspiró”, cuenta Valentina. De nuevo, entre risas, asegura que aquella fue la confirmación de un deseo que había nacido tiempo antes, cuando se quedaba de noche viendo el canal de cable Cinemax y sorprendiéndose con las películas de cineastas como Werner Herzog y Harmony Korine
“Todo se fue acomodando y estar en un set de verdad me confirmó lo que quería hacer cuando creciera”, agrega.
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En búsqueda del sueño
Valentina llegó a la mayoría de edad y su primer paso fue entrar a la Universidad de Costa Rica. Allí cursó el primer año de la carrera de Historia del Arte, pero quiso ir por más.
Ella asegura que a los 19 “se hartó” de todo y quiso ir a Europa.
Se marchó a Francia a estudiar cine, pero lo que se topó en París fue una universidad que “no pasaba de lo teórico y yo lo que quería era producir, estar con la cámara”.
Así se fue hasta Bélgica, a estudiar para ser asistente de dirección. La posibilidad de estar al mando de una producción le llegó de rebote, según recuerda, pues en la mayoría de ejercicios siempre se necesitaba que algún compañero simulara ser el director.
La respuesta, por supuesto, fue obvia: siempre Valentina acaba participando en las actividades como la directora y el resto del aula hacía las de asistente.
Con la práctica, se dio cuenta que era buena, que le gustaba y que tal vez sus aspiraciones debían cambiar. Había una puerta a punto de abrirse.
Así se transfirió al Instituto Superior de las Artes de Bélgica, donde llevó a cabo su proyecto de graduación, el cortometraje Paul está aquí. La calidad de aquel trabajo trascendió la universidad y la llevó hasta el Festival de Cannes, donde en el 2017 fue ganadora de la competencia Cinéfondation.
La exposición llegó, su nombre fue ubicado en el radar internacional y ciertos temores aparecieron.
“Fue muy abrumador, muy rápido todo”, dice Valentina al recordar lo que vivió tras el triunfo en Cannes. “En el momento no me di cuenta de lo que significaba ganar ese premio. Creí que era un accidente y que todo iba a volver a ser normal después. Tuve mis primeras entrevistas y fueron terribles porque no sabía manejarlas”, ríe.
“Cuando la acompañé a Cannes”, dice su madre, “y presencié su triunfo en la sección de cortometrajes de estudiantes egresados, premio que jamás se nos pasó por la cabeza que le iban a designar a ella, fue mágico. Incluso estábamos cerca de la puerta para escaparnos a ver una película nomás anunciaran al ganador ¡y resultó ser ella!”.
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Dos años más tarde, Valentina volvería al rodaje. La costarricense estrenaría el cortometraje Lucía en el limbo, obra que presenta la historia de una muchacha que quiere perder la virginidad.
El corto le trajo buenas críticas y de nuevo gran suceso: fue seleccionado para la 58° edición de la Semana de la Crítica del Festival de Cannes.
Por si fuera poco, aquel trabajo fue elegido para ser parte del Festival Internacional de Cine de Toronto y obtuvo el primer premio de mejor cortometraje de ficción en el Festival Internacional de Cine de Guanajuato.
Además, Lucía en el limbo hizo que Valentina volviera a Costa Rica, después de buen rato fuera del país. A la fecha, la cineasta vive en Bélgica, pero siempre con su país natal en mente para cuando le toque volver a ponerse detrás de la cámara.
—¿Qué significa para vos Costa Rica?
—Yo tengo una relación con Costa Rica de mucho cariño. Me gusta volver a Costa Rica, intenté volver para vivir, pero al final no lo logré. Es una relación particular, es muy raro el sentimiento que sentís de que nunca vas a volver. Cuando regreso me siento como una extranjera, pero también así en Europa. Yo me fui a los 19 y es como si hubiera dos Valentinas. Curiosamente, el cine que quiero hacer lo quiero hacer en Costa Rica. Tener un pie afuera me da una mirada como de extrañeza, como que las cosas cambian a la hora de filmar.
—¿Y qué piensan en Europa cuando ven una película firmada por una tica?
—Cuando la gente imagina a Costa Rica piensan en paisajes tropicales o en una Centroamérica devastada por guerra y drogas. Desgraciadamente, esperan ver una película así o si no los decepciona; como que quieren ver un cine didáctico tipo Discovery Channel. Yo lo que quiero ser es una cineasta libre.
Paso en grande
Tras muchos borradores y pensamientos extendidos, Valentina se decidió a hacer su primer largometraje, titulado Tengo sueños eléctricos y estrenado justamente en el Festival de Locarno, el pasado agosto.
La cinta de la costarricense llegó a territorio suizo con un hito a sus espaldas: es la primera producción firmada por talento nacional que entra a la competencia oficial del festival para luchar por el Leopardo de Oro.
La película, ambientada en Costa Rica, sigue a Eva, una adolescente de 16 años que no soporta que su madre divorciada quiera remodelar la casa y deshacerse del gato, el cual orina por todas partes.
Eva quiere desesperadamente mudarse con su padre quien, desorientado como el gato, experimenta una segunda adolescencia.
El estreno fue soñado: Valentina y el resto del equipo de producción fueron ovacionados, incluso perseguidos por algunos visitantes que conectaron con la película.
El aprecio por la cinta sobrepasó el cariño del público y la producción obtuvo tres galardones en el festival suizo. A Maurel le dieron un reconocimiento por la Mejor Dirección, a Daniela Marín Navarro el galardón a la Mejor Interpretación Femenina y a Reinaldo Amién Gutiérrez el premio al Mejor Actor.
Su madre, Ana Istarú, repasa esos días previos a la ceremonia. “A los ganadores les avisan con antelación, para que permanezcan en Locarno hasta el día de la premiación. Valentina prefirió contarme en secreto de los tres premios que recibió la película, por miedo a que me descompensara de la emoción o me diera un infarto. Hizo bien, porque por supuesto que lloré como Magdalena cuando me lo dijo”, rememora.
“Su triunfo me llena de orgullo porque no es solo de ella. Valentina no viene del aire. Para que una costarricense haya alcanzado ese nivel de reconocimiento tuvo que existir antes una Compañía Nacional de Teatro, un Centro de Cine, un país que le apuesta a la educación, que propicia la venida de espectáculos extranjeros, un entorno estimulante, nutricio. Valentina representa a una valiosísima generación de cineastas, muchos de ellos mujeres, que ya no son ni pioneros ni promesas, sino logros consolidados y reconocidos, merecedores de todo el apoyo de nuestros gobiernos”, apunta Istarú.
El filme espera pronto tener su fecha de estreno en nuestro país. Mientras tanto, Tengo sueños eléctricos verá su próxima parada en el Festival de Cine de San Sebastián, España.
Mientras el largometraje cobra su vida propia, la cineasta celebra los galardones que representan un hito para el cine costarricense. Eso sí: Valentina está muy consciente de cómo muchos ojos están puestos en ella; por un lado por el éxito, por otro lado por la sensibilidad de lo que cuenta.
“Es duro, mucha ansiedad, uno tiene miedo”, cuenta la joven directora. Naturalmente, no hay que ser Arsène Lupin para descifrar que Tengo sueños eléctricos está permeada de su propia historia de vida.
“La peli que hice no es autobiográfica, pero va sobre el divorcio en una familia. Enfrentarse a algo así te marca mucho porque constituye la primera toma de posición de una persona en la vida; es como una guerra shakespeariana”, comenta sobre su cinta.
Su padre, por ejemplo, asegura que le dio a Valentina todo el espacio necesario. “Ella siempre sabe cómo hacer las cosas”, asegura César Maurel. “Yo siempre he respetado sus decisiones. Ella a veces me consulta por algo del guión o así. Yo le doy mi consejo, pero ella siempre tiene la última palabra. Ella sabe más que yo”, certifica su papá.
—¿Por qué creés que la película conectó tanto?
—La gente se identifica con ciertas cosas que cuento, que tienen que ver con la complejidad de la relación padre-hija, de mucha complicidad de afecto, amor y a la vez de tensión o incomprensión, en la que los roles se invierten entre adulto y adolescente. A la gente le toca coexistir con eso y muchos lo asumen de forma moralista.
”A mí lo que me hace pensar es que es un reflejo de que el arte es algo universal. Me gusta la película porque viene de Centroamérica con un tema universal; no es un reportaje de NatGeo sobre la región, como muchos esperarían.
—¿Por qué hacer la película?
—Yo digo que lo que me gusta del cine es que lo hace sentir menos solo a uno en el universo. Eso espero que logre Tengo sueños eléctricos.
—¿Cómo manejaste la presión antes del estreno?
—Es difícil porque a veces confundo mi trabajo con mi persona y siento que si no les gusta lo que hago es que no me quieren a mí (risas). Es una confusión normal de artista, pero es un miedo irracional. Por dicha eso pasó la noche previo al estreno. Cuando uno está en la sala es como si la presión desaparece; es como dar a luz.
—¿Y cómo es asumir esa vulnerabilidad de una historia tan personal?
—Estoy acostumbrada. Mi mamá escribió poesía erótica bastante intensa en los años ochenta, que eran otros tiempos; y pues mi papá también poesía. Hay quizá una cosa de autoconfirmación de poner las tripas sobre la mesa y sentirse protegido por el arte. El arte es un lugar que permite un cierto exceso pero también campo para la lucidez.
”Uno escribe una historia para entender la realidad; que a los demás les guste o no les guste, eso realmente no depende de uno. Creo que la gente de alrededor a uno, como la familia y amigos, entienden eso.
—¿Hay presión después de tanto éxito?
—Estoy como en una mezcla de luchar contra el síndrome del impostor y escribir una nueva película. No quiero apresurarme porque la prisa no es un buen consejero. Estoy tratando de escribir una película sobre la relación con la madre, pero yo no decido racionalmente mis temas.
—¿Hay algún pasatiempo que te ayude a dejar el estrés de lado?
—Pues el ejercicio no es (risas). Soy un poco nómada, necesito establecerme y pienso mucho en eso. Pero bueno, me gusta escuchar música, cocinar, bailar y, por qué no, tomar unas birras. Solo soy una persona más.