Luce filoso, tiene el mango desgastado. – ¿Y lo has usado?. – Demasiadas veces– responde, con una breve risa, como si la pregunta le hubiese parecido absurda.
– ¿Has matado a alguien?
– A uno, ¡con el perdón de Dios!
– Entonces...¿te arrepentís?
– No; era él o yo, y aquí estoy... Fue como pelear con la muerte, él tampoco se habría arrepentido.
En ese instante, la cara de Pica se torna seria, como apagada. Ni siquiera cuando habla de los seis años que estuvo en la cárcel –purgando, precisamente, la condena por ese homicidio– adopta ese porte reflexivo.
Siempre carga el puñal; tiene muchos enemigos –o troncos, como él los llama– y no se puede confiar. Antes, cuando carajillo, se hacía acompañar de un picahielo, de ahí su sobrenombre. “Esta es una vida de tensión, una vida hijueputa; hay que estar cuidándose la espalda a toda hora”, dice mientras lanza navajazos al aire, como si el arma fuera un juguete.
Una colección de tatuajes en su pecho y sus brazos lo hacen lucir como un miembro de la mara Salvatrucha. Viste al estilo chata y tiene semblante de malo, es de esos con los que uno no querría toparse en la calle.
Todos en La Cueva del Sapo han escuchado de él, de sus andanzas dentro de las pandillas.
Pica se llama Erling, tiene 25 años y es un pandillero de la “gallada vieja”, de los que fueron líderes pero que ya no practican activamente el ‘oficio’; al menos ese es su discurso.
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Su edad es una de las causas que lo hicieron alejarse de las pandillas, pues en esos grupos la mayoría son adolescentes o adultos jóvenes; sus integrantes tienen entre 12 y 23 años.
La cárcel también lo hizo repensar su estilo de vida: quiere mantenerse lejos de los problemas aunque destaca que, de quienes están en prisión, son poquísimos los que cambian.
Su huella es profunda: nadie perdona su pasado. Por eso es que debe estar siempre pendiente de ataques enemigos, de pandilleros rivales y de la policía, que lo vigila de cerca.
“Usted me ve tranquilo, pero usted no sabe lo que yo he hecho. Se le pararían los pelos'”, cuenta al tiempo que se carcajea, una risa secundada por Norland, Edy y Harvey, otros pandilleros o expandilleros –nunca quisieron especificar su estatus– que lo acompañan.
Para poder hablar con ellos, debimos recorrer un laberinto de callejones teñidos de pobreza y adentrarnos en lo más profundo de la Pequeña gran ciudad, verdadero nombre de La Cueva, uno de los nueve sectores que conforman La Carpio, en el distrito de La Uruca.
Casi toda la vida de Pica y sus tres camaradas ha transcurrido en La Cueva del Sapo. Llegaron siendo niños, jalados por madres inmigrantes en busca de una mejor vida y un terreno propio. De ahí su identificación con la pandilla de la zona.
La Cueva del Sapo fue la última región de La Carpio (los orígenes de la comunidad datan de 1993) en ser poblada. Antes de eso, fue un vertedero de desechos del Hospital México.
Dicha pandilla y otros cinco grupos similares se distribuyen parte del territorio de la comunidad para asaltar o vender droga al menudeo. Entre ellas, figuran La Primera, La Tercera, La Cuarta y La Terminal, cuyos dominios y nombres corresponden a las respectivas paradas de autobús.
La mayoría de estos grupos, además, tienen subdivisiones, cuadrillas o barras que operan de forma independiente. Sin embargo, todas se resguardan bajo el mismo paraguas del seudónimo del sector, unidas para defender el territorio.
Allí en La Cueva, Pica se siente en casa, pese a que no tiene casa. Duerme en un pequeño y oscuro cuarto, justo al lado del ranchito de Edy, quien a su vez convive junto a su pareja y sus dos hijos: Anderson, de un año, y Hilary, de tres.
Con 19 años, Edy acumula una vasta trayectoria en las pandillas, aunque dice que ahora “anda tranquilo” para evitar que sus hijos queden huérfanos. “Ya no hago feo, ni ando de fosforón (‘buscapleitos’)”, asegura, al tiempo que confiesa que hay ciertos sectores donde no puede adentrarse a causa de los enemigos que arrastra del pasado.
Para subsistir, vende estuches de celulares, pese a que en la calle dicen que su negocio es otro' “Yo solo fumo marihuana; nada más”, destaca con los ojos rojos por la droga, mientras sostiene en brazos al más pequeño de su descendencia.
Harvey y Norland completan la barra de amigos. El primero tiene 32 años; el segundo, 20. Son hijos de la misma madre y en el barrio los apodan “los hermanos Jaramillo”, en alusión a los protagonistas de la telenovela colombiana sobre narcotraficantes El capo.
De todos, es Harvey quien luce más ‘maltratado’. Tiene el cabello largo, una barba descuidada, la piel pálida, cara de tristeza y una figura casi esquelética, secuelas de su antigua adicción al crack. Ha estado en prisión en tres ocasiones y tiene cuatro bombazos (heridas de bala), cuyas marcas enseña sin pena ni orgullo.
Ninguno de ellos vivió el origen de las pandillas de La Carpio. Solo atinan a decir que “antes todo era más peligroso”.
Lo mismo piensa Transformer, un expandillero, también de La Cueva, quien fuera líder de la agrupación entre el 2002 y el 2003, cuando el fenómeno alcanzó su máximo punto de ebullición. El policía Raúl Rivera, jefe de la región central de San José, también recuerda esa época. Él, encargado de las pandillas en la Fuerza Pública, fue herido de un balazo en una pierna en el 2001, apenas un año después de que surgieran estas bandas delictivas. El hecho ocurrió durante un enfrentamiento entre agentes antimotines e integrantes de La Primera.
Para Transformer, aquellos choques con la policía son históricos. En esos tiempos, el destino para los pandilleros era muerte, cárcel o drogas...
Logró librarse de la primera, pero no de las otras dos: estuvo preso y abatido por una adicción casi fulminante a la piedra y al pegamento.
“Por eso en las pandillas ves gente muy joven, porque no se llega a viejo”, explica Douglas, verdadero nombre de Transformer, quien ahora vive en el sector de La Primera, ya lejos de las drogas y las pandillas, gracias a un retiro espiritual en el que, dice, conoció a Cristo.
En La Carpio hay 63 templos evangélicos y casi todos tienen proyectos para apartar a los jóvenes de senderos delictivos.
Antes, había pandillas en Los Cuadros de Goicoechea, León XIII en Tibás, y en Chacarita de Puntarenas; pero ahora, solo quedan las de La Carpio. Datos de la Fuerza Pública que se remontan al 2009 señalan que, en total, hay unos 240 muchachos –todos varones– vinculados a dichas bandas.
El oficial Rivera asegura que el problema se concentra en el interior de la comunidad; es más, estas agrupaciones por lo general no salen de La Carpio, al menos no de forma organizada.
Los mayores conflictos se registran cuando las pandillas chocan unas con otras por “invasión de territorio”, casi siempre porque alguien de un grupo opera más allá de su jurisdicción. Norland, uno de los compas de Pica, explica que la mecha también se enciende por rencillas personales o a veces por el simple hecho de caminar o ir de pasada por “territorio enemigo”.
“Hasta una mirada puede desatar la guerra”, revela.
En ocasiones, pandilleros han disparado contra buses cuando se dan cuenta de la presencia de un rival en su interior.
“A mí nunca me han pegado una bala; pero muchas veces, demasiadas, me han agarrado a golpes. Hace poco me dejaron como un marciano; eran como seis maes de La Tercera”.
Defenderse es vital; mostrar miedo o “echar para atrás”, imperdonable. Sería símbolo de debilidad.
“Tampoco hay que ser tonto. Si te empiezan a disparar y uno no anda fierro (pistola), diay uno sale corriendo, pero si uno también anda armado, responde”, añade Norland.
Los conflictos territoriales afectan también a quienes no están en las pandillas.
En uno de los recorridos que el equipo de la Revista Dominical hizo en La Carpio para la elaboración de este reportaje, hablamos con un grupo de jóvenes que mejengueaban en el planché de cemento –que hace de cancha de futbol cinco– del sector de La Terminal.
Estaban comentándonos sobre la falta de espacios para hacer deporte y recrearse cuando, de pronto, tres sujetos invadieron de forma amenazante la cancha.
Fue como si el ambiente se congelara... Dos de los tres invasores mostraron sus pistolas calibre 38 y enjacharon a los muchachos con los que hablábamos. “¿Ustedes son los de la vara?”, dijo uno de los hampones. Los primeros se mantuvieron silenciosos, con la mirada clavada en el suelo.
“Guarden esa vara, vámonos”, gritó el tercer pandillero, el que no portaba arma; y se marcharon a paso lento.
Los de la cancha, aún asustados, nos explicaron que los confundieron: pensaron que eran de la pandilla de La Tercera y de ahí la amenaza.
“Por eso no hay que estar metido en traidos (problemas), porque si esos maes quieren, nos matan”, dice Francisco, de 19 años, uno de los amedrentados.
Acuerpados
Edy y Pica cuentan que en las pandillas se respeta un orden jerárquico: hay un jefe al que le llaman Patrón o El Man, quien siempre anda acompañado de unos cuatro colaboradores denominados perros o gallos.Son su guardia privada.
A los más nuevos se les da la misión de “campanear”: avisar cuando ronda babylon (la policía) o el órgano (el OIJ), mientras que a los menores de edad los utilizan para traficar droga, debido a que la ley es más benévola con ellos.
Aseguran además que para entrar a una pandilla no hay ningún rito de iniciación; el único requisito es empezar a andar con sus miembros.
Tampoco, dicen, hay castigos para quienes se salen, excepto que tengan algún pleito pendiente. No obstante, la experiencia de Transformer fue distinta, a él sí le impusieron una prueba previa; tenía que ir a asaltar con la pandilla.
Para hacerlo en aquella ocasión y en los asaltos siguientes, se cubría el rostro con un pasamontañas o un pañuelo. “Cada vez que íbamos a eso, yo decía: ‘suave, que me tengo que transformar’, entonces quedé como el Transformer”, narra Douglas, con quien conversamos en la sede de la Fundación Humanitaria Costarricense, situada en la zona de La Primera.
Douglas tenía solo 16 años cuando ingresó a la pandilla de La Cueva.Vivía en el sector de La Tercera y recuerda que los pandilleros siempre le pedían dinero, una especie de peaje, cuando salía de su casa hacia su trabajo en San José, y cuando regresaba. Estaba harto de ese abuso, cansado además de una infancia marcada por los golpes de su padre, adicto a las drogas.
Un amigo lo llevó entonces a conocer a los de La Cueva. Allí, al fin, se sintió acompañado.
“Imagínese, a mí que toda la vida me habían vergueado, que era el pato de todos' ahora era respetado y nadie se metía conmigo. Tanto poder es como una droga”, reflexiona con la madurez que le han dado sus 26 años.
Pica es menos profundo y más teatral cuando explica la razón que lo llevó unirse a la pandilla: “Porque desde pequeño me gusta la vida loca”, argumenta, haciendo alusión al documental La vida loca , del difunto periodista español Cristian Poveda, el cual trata sobre las maras salvadoreñas.
La influencia de grupos contraculturales extranjeros es notoria en las pandillas de La Carpio; en parte por la presencia de quienes han estado en el exterior y luego regresan a promover conductas; en parte por la música, las películas e Internet. En el relieve de sus looks, brillan collares y anillos dorados y plateados, al estilo de los gángsteres de Estados Unidos; tatuajes como los de la M18 de El Salvador, y mucho del léxico chicano.
Seth Sears, de la fundación Cristo para la Ciudad, que trabaja con jóvenes de La Carpio, considera que la desestructuración familiar incide en que los muchachos se vinculen a estas bandas.
“La pandilla significa una especie de familia. Cuando no se puede confiar en los padres, se va a las pandillas”, advierte.
Al preguntarle sobre sus papás, Harvey, Norland y Edy hacen la misma mueca de negación: ninguno se crió junto a su progenitor; son hijos todos de madres solas.
La paternidad también es un dilema para Pica, pero desde otra perspectiva. Es padre de dos niñas de 7 y 8 años, a quienes difícilmente ve. “Es de las cosas que me arrepiento, no haber estado allí con mis hijas, para verlas crecer' simplemente no se pudo”.
El estigma
La falta de oportunidades de crecimiento, lo que se refleja en la expulsión del sistema educativo, es otro de los detonantes.
En las 63 hectáreas que componen La Carpio, no hay ni un solo colegio. Ninguno de los muchachos mencionados en este texto concluyó la secundaria.
Douglas trata de servir de ejemplo a los pandilleros; quiere demostrarles que el cambio es posible, aunque acepta la dificultad del entorno que los rodea. Él aprovechó lo aprendido en las calles para convertirse en rapero. Así, canta sobre su experiencia y sobre la dignidad de la gente que habita en La Carpio. Está próximo a sacar un disco. “Para que vean que no somos tan malos”, dice, consciente de la imagen negativa que existe sobre quienes habitan ahí.
La Carpio es víctima de una fuerte estigmatización del resto de la sociedad, que la asocia con peligro y delincuencia, sensación alimentada por los medios de prensa.
No obstante, esa comunidad está compuesta principalmente por gente trabajadora y comprometida. Así lo detalla el libro Un país fragmentado... La Carpio: comunidad, cultura y política, elaborado por los investigadores sociales Carlos Sandoval, Laura Paniagua, Mónica Brenes y Karen Masís.
En La Carpio residen 22.000 habitantes y tan solo 240 de ellos son pandilleros.
Sin embargo, la etiqueta de “conflictivo” puede conducir a conductas negativas entre los jóvenes y provocar sentimientos de desesperanza. Quienes son estigmatizados se perciben a sí mismos a través del discurso producido acerca de ellos.
Todas las soluciones apuntan a una intervención social y a acciones comunales y educativas (ver nota aparte). Hasta la propia Policía señala esta estrategia como la indicada, por encima de la de usar “mano dura” o la de una mayor presencia de efectivos.
Para Edy y Norlan, su anhelo por un cambio de vida radica en el binomio de un buen empleo y “una casa bonita”, ojalá siempre dentro de La Carpio, pues todo el mundo que conocen está allí.
Harvey, el más ‘maltratado’, es, a la vez, el menos esperanzado. Dice que lo único que quiere es sobrevivir, un día a la vez.
El sueño de Pica es todavía más concreto y nos lo dice a manera de petición: “Aparecer en la portada del periódico”.
–¿Y eso por qué?– le pregunto.
–Diay, algo tengo que hacer en esta vida– responde, como si la pregunta le hubiese parecido absurda.