“Se perdió todo”, dice Carmen, quien realmente no se llama Carmen. Su casa en Nicaragua es solo memoria; fue desbaratada y saqueada hasta el último rincón posible. “Se llevaron todo, lo perdimos todo”.
Hasta el 2018, Carmen y su familia vivían cerca de tres universidades que, en aquel fatal abril, protestaron contra el gobierno de Daniel Ortega en Nicaragua.
Aquel evento inició un trágico contrarreloj para su vida: para noviembre del 2018, su nombre, el de su esposo, su hija, yerno y nieta menor de edad estaban en las más de 23 mil solicitudes de refugio que se recibieron en Costa Rica para ese año, como resultado directo de la violencia desatada en el país vecino, donde las sangrientas balaceras de las marchas fueron la tónica.
“Yo vine a Costa Rica con dos mudadas de ropa, un par de chancletas para bañarme y los zapatos que traía puestos, en un bolsito. Mi pasaporte, mis pastillas… Ah, y mis santos, porque no los dejo. Esos caminan conmigo”, dice firmemente Carmen, a sus 60 años.
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Ha pasado un lustro de aquel triste momento. El calendario de abril del 2018 recuerda cuando el presidente nicaragüense Daniel Ortega anunció una serie de modificaciones a la reforma del Instituto Nicaragüense de Seguridad Social, con la cual se buscaba cambiar el aporte de 6,25% a un 7 % sobre el salario de los afiliados, lo que aumentó sustantivamente las contribuciones patronales y laborales y que, de paso, quería dar pie a un impuesto a las pensiones de actuales jubilados y una disminución a las pensiones futuras.
A los días, sectores sociales pidieron una mesa de diálogo con la participación de la Iglesia, estudiantes, trabajadores y empresarios, lo cual no salió bien. Finalmente, las marchas fueron inevitables y la represión por parte del gobierno fue tanta que fallecieron 325 personas. Un descontento generalizado ocurrió y muchos ciudadanos debieron cruzar las fronteras para respirar.
Ortega ordenó censurar a medios de comunicación, impulsó una normativa para prohibir manifestaciones y se creó una lista negra para todo aquel que estuviera ligado, de alguna forma, a la oposición del gobierno.
Casualmente, unos días después del estallido del caos, el escritor Sergio Ramírez Mercado fue celebrado con el prestigioso Premio Cervantes. El autor nicaragüense, al recibir la condecoración, dedicó el premio a “los nicaragüenses asesinados estos días por reclamar justicia”, como dijo ante el rey de España.
Las imágenes de la violencia en el país pinolero traspasaron fronteras y fueron vistas desde distintas latitudes. El lamento fue colectivo.
“La única cosa que podía hacer era huir”, afirma Carmen ahora, cuando recupera de sus memorias aquellas tristes jornadas de preocupación y dolor.
Ir a citas de psicología ha ayudado a superar muchos de los traumas que la oleada de violencia y represión en Nicaragua provocó en esta familia.
Destapando memorias
Ahora, Carmen vive en Costa Rica. En su nuevo domicilio —una casita de dos cuartos donde viven cinco personas, en donde la sala funciona de taller para su esposo Pedro y de cuarto de juegos para su nieta— ella lamenta lo que dejó atrás, pero está segura de que no tenía otra alternativa.
Las razones son más que notorias: le mataron a su hermano, a varios de sus vecinos, persiguieron a su hija y a otros amigos que participaron en protestas… En fin. El dolor se vio transformado en un triste exilio.
Carmen fue tres veces a la policía para denunciar la violencia de la que fueron testigos, hasta que se percató de que los mismos funcionarios de la delegación fungían como detectives de asesinatos que aún no tienen resolución. En esas semanas de matanzas, su barrio fue altamente vigilado y la desconfianza hacia las autoridades era evidente. Todavía, a su nieta le da miedo el ruido que hacen las motocicletas al pasar por la calle por el trauma que le generaron esos días de balaceras y sangre.
Por su parte, su esposo Pedro (que tampoco se llama Pedro, para proteger su identidad) recibió llamadas amenazantes cuando lograron escapar del caos desatado en Nicaragua. “Él desbarató el teléfono. ‘No me localizan y punto’, fue lo que dijo”, dice Carmen. “Lo que querían era localizarme y llevarme a la fuerza”, afirma Pedro.
Fue en el abril de hace cinco años que ocurrieron las protestas en Nicaragua que acabaron con violencia y más de doscientos muertos. Muchos ciudadanos viven aún con aquellas tristes memorias.
Cinco años después de la crisis sociopolítica contra el gobierno de Ortega, la Dirección General de Migración y Extranjería (DGME) contabiliza 217.125 mil solicitudes pendientes de nicaragüenses que buscan refugio en suelo tico. Carmen es una de las 7.083 personas que consiguieron justificar su caso frente a las autoridades migratorias costarricenses y que hoy vive en Costa Rica como refugiada, al igual que toda su familia.
A pesar de la presencia regular e histórica de nicaragüenses en el país, a diciembre del 2017, solo existían 73 solicitudes de refugio pendientes de esta nacionalidad. Sin embargo, entre enero del 2018 y el 2022, hubo un incremento del 725% (impresionante cifra) de solicitantes de asilo nicaragüenses en Costa Rica.
El informe del 2018 de Migración detalla cómo se presentaron 23.063 solicitudes en el primer año de la crisis y alrededor de 19.599 solicitantes llegaron al país en el segundo semestre del 2018, pues salieron huyendo, como Carmen lo hizo, de los golpes violentos de la crisis.
Cinco años de nunca acabar
Este marzo, la Organización de las Naciones Unidas (ONU), en Ginebra, Suiza, renovó por dos años más el trabajo del Grupo de Expertos sobre Nicaragua, encargado de investigar las violaciones a derechos humanos acumuladas en estos cinco años.
Una carta firmada por organizaciones internacionales de derechos humanos, entre ellas Amnistía Internacional, el Centro por la Justicia y el Derecho Internacional (CEJIL) y organizaciones nicaragüenses que continúan operando en el exilio, como el Centro Nicaragüense de Derechos Humanos (CENIDH), afirma que “entre 2018 y junio de 2022, más de 260.000 nicaragüenses, casi el 4 % de la población estimada del país, se vieron obligados a huir”.
La misma carta asegura que todavía en el 2022 “el gobierno del presidente Daniel Ortega continuó deteniendo y procesando arbitrariamente a personas percibidas como críticas del gobierno, incluidos periodistas, líderes opositores, defensores de derechos humanos, miembros de la Iglesia católica, líderes indígenas y afrodescendientes, líderes de grupos comunitarios, empresariales y estudiantiles y familiares de personas detenidas”.
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Esta última Semana Santa, nuevas imágenes de Nicaragua viajaron por el mundo, pues las celebraciones católicas ocurrieron a puerta cerrada en las comunidades, por miedo a represalias.
“Jesucristo con su cruz a cuestas huye, no de la guardia romana, sino de la policía sandinista”, escribió la expresidenta tica Laura Chinchilla en su cuenta de Twitter, quien junto a otros líderes manifestaron asombro por la represión en Nicaragua.
De hecho, diversos organismos internacionales como la Organización de los Estados Americanos, la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, el Grupo de Lima y la Unión Europea han condenado los hechos que ocurren en el país del norte.
La vida lejos de Nicaragua
Mientras eso ocurre detrás de la frontera en Peñas Blancas, en la pared de doña Carmen cuelgan rostros de los santos, entre fotos familiares y una bandera de Nicaragua.
Carmen se separó de su esposo unos meses, “para no levantar sospechas de nada”. Con otras pocas pertenencias en su maleta, Pedro llegó en el 2019. Aunque él trabajó más de dos décadas como profesional en Nicaragua, en Costa Rica apenas logró empleo como guarda, que ejerció unos cuantos meses, antes de que su salud se deteriorara. Ahora, es quien lleva y trae a la nieta de la escuela, mientras su esposa trabaja como niñera.
Los padres de la menor de edad trabajan en supermercados. La violencia del 2018 interrumpió su vida y ninguno pudo retomar la universidad. “Hemos ido al psicólogo. Yo pasé como seis meses que no comía, lloraba. Yo rezaba y esa era mi onda, pues en eso me sentía bien. Ni pregunten cuántas novenas recé, ni me acuerdo”, recuerda.
La familia recibió su carné de refugio en enero del 2020. Justo antes de la pandemia, durante largos meses de incertidumbre laboral, Carmen fue asegurada en la Caja Costarricense del Seguro Social (CCSS) con un convenio que mantiene la agencia de la ONU para los refugiados (ACNUR). Hay 6 mil personas que reciben atención médica por esta vía, pues muchos no pueden asegurarse de otra manera.
“A mi hija Dios le puso en su camino a una muchacha nicaragüense y empezaron a platicar. La muchacha le dijo que había una oficina de abogados en San José, por la iglesia de la Soledad. Esa abogada nos ayudó muchísimo para el caso de refugio. Una amiga de mi hija nos habló de ACNUR (la Agencia de la ONU para los Refugiados) y me ayudaron para lo del seguro. El año antepasado nos ayudaron con una mochilita para la niña”, cuenta Carmen.
Ahora, más bien, es Carmen quien usa la mochilita para ir a su trabajo y para, mensualmente, retirar los medicamentos que necesita para mantener su presión estable. Los fines de semana cocina vigorón para el almuerzo de su familia.
Bromea con su esposo sobre quién hace el mejor gallo pinto. Su nieta juega con títeres de papel en el piso de la casita. La vida continúa, las memorias gravitan, pero al menos los días se alejan del dolor y del trauma.