El jueves pasado, 30 de julio de 2015, me di cuenta de que soy la más inútil brincando suiza. El haber llegado a esa certeza ya con poco más de un cuarto de siglo a cuestas no fue casual. Hace varias semanas decidí empezar hacer crossfit tras reiteradas idas y abandonos al gimnasio.
Todo marchaba ahí bien: eso incluye ser lamentable al intentar subir una cuerda o pararse de manos a duras penas. Cosas que uno podría describir como "di, ahí, bien". Pero naturalmente también involucraba que pensaba en crossfit el 60% del día y que me daban ganas de contarle a TODO EL MUNDO que lo practicaba.
Todo seguía su curso, hasta el jueves pasado. Eran 75 saltos de cuerda por rondas que, junto con otros dos ejercicios, debía repetir durante 25 minutos. Primero un piecito, luego el otro, choqué, me tropecé. Lo intenté con menos miedo pero tan pronto la cuerda llegaba a mis pies, me enredaba y terminaba el intento.
No podía.
Soy Melissa y llegué tarde a la repartición de coordinación ojo-mano. Tampoco sé bailar salsa y menos bachata. Nunca lo logré con las clases de zumba. Ante la inevitable verdad de mis reducidas habilidades atléticas empecé a analizar la vida: ¿que clase de niño costarricense no brincó cuerda?
Por eso no salía a jugar con otros chiquitos. Por eso era que solo me gustaba leer. Por eso terminé haciéndome periodista. Por eso estamos aquí.
Recordé entonces otro de esos momentos en que no podía. Era 1996 y yo veía los juegos Olímpicos de Atlanta. En aquel entonces me recordaban a la Teletón porque solo eso pasaban en el tele Hitachi de la sala de la casa. Desde ahí, con un fresco de sirope y una oreja de panadería en mano, descubrí la cosa más linda sobre la faz de la tierra: la gimnasia rítmica.
Me fascinaba ver a esas mujeres con trajes bellísimos, cuerpos perfectos y moños chupados brincar-bailar como si la gravedad y las articulaciones no existieran. Me hipnotizaba principalmente cuando saltaban de un lazo a otro con una cinta de tela.
Tuve, entonces, la primera certeza de mi vida: quería ser gimnasta. Me encerré en mi cuarto y, si le preguntan a Melissa infante, bailé toda la tarde con una tira de tela de la cama al suelo. Si le preguntan a la de ahora confesará que pegó brincos durante un gran rato y se llenó las rodillas de moretes.
No podía.
Aún veo a mi hermana días después pegando gritos ante el tele y viendo a una mujer de ojos claros salir de una piscina y tomar una bandera de Costa Rica. Luego, a toda la familia aplaudiendo frente al Hitachi de la sala porque la mujer era tica y había ganado una medalla de oro. Aproveché para decirle a mis papás que yo quería ganar una, pero de gimnasta, aunque no podía ser tan flexible.
Mi hermana detuvo sus gritos para decirme que esa muchacha entrenaba todos los días en agua fría en la madrugada: el poder era una cuestión de práctica y trabajo.
Entonces entendí que la mejor parte del no puedo es que, si uno quiere, se acaba. Si todos los días intentamos no poder por un ratito, terminamos logrando.
Nunca me hice gimnasta pero el resto de no puedos me han salido muy bien.
Tres brincos, tropezón, dos más, tropezón y un entrenador que insistió en que poco a poco me iría soltando, tropezón. Recordé que en realidad sí había saltado una suiza. A mi mente llegó la imagen de mi madre quitando el tendedero del patio cementado y amarrando dos sábanas para crear una suiza gigante. Entonces mi hermano mayor y mi padre agarraban cada uno de los extremos y durabamos horas saltando. Yo no podía al inicio. Debí tropezarme mucho, reirme mucho, para entender la técnica. Fueron las mejores tardes durante años. La diferencia ahora es que no hay nadie a los extremos de la cuerda. Saltar depende de mí (así empiezan a funcionar el resto de facetas en la vida).
Tal vez la mejor parte del no puedo, además de que es finito, es el trayecto para poder: Cómo aprovechar la rabia de no poder brincar la suiza para usar una mancuerna más pesada con otros ejercicios o tirar la bola con más fuerza, ignorar a una sociedad que nos enseña a ver el fin último de las cosas para aprender a disfrutar los procesos; comprar una suiza lindísima en Amazon, con colores y demás, porque lo que no puedo, si quiero, se acaba.