
Nunca, como ahora, he disfrutado tanto el placer de comer. Hasta hace unas pocas semanas atrás, cada bocado era un suplicio. Estaba peleada con la comida. Me alimentaba como si esta bendición de poder comer fuera un castigo. Pero ya he iniciado mi proceso de curación.
Empecé a fijarme, por ejemplo, en la textura y el olor de los alimentos, y descubrí formas, olores y sabores que nunca había captado. O quizá sí, pero yo estaba en modo automático. Comía con un comportamiento robotizado.
Tengo que admitir que no lo hago el ciento por ciento de las veces.
Los hábitos acunados en alguna parte del cerebro me juegan a veces alguna mala pasada.
Mas lo cierto es que sí está aumentando la frecuencia en que disfruto cada cucharada, cada trago.
Y esto me está gustando porque al tener mayor consciencia y poner atención plena a la hora de comer, disfruto del momento con todas las sensaciones que lo envuelven.
Un día de estos, ¡me descubrí como una carajilla de cinco años!

Me invitaron a almorzar a un restaurante muy lindo. Cuando me presentaron la entrada -un ceviche de malanga- me detuve a observar cada detalle: el color de la malanga en tiritas, el sabor ácido y el color amarillo y verde contrastando con el bocado principal.
¡Ni qué decir con el plato principal! Una deliciosa faja de cerdo caramelizada. Disfruté cada bocado sin mal de consciencia.
Comí hasta donde mi cuerpo me dijo que comiera, paladeando cada trozo de aquella carne tan deliciosa.
Lo mejor de todo: no me arrepiento. Ya no salgo con aquel pesar en "la boca del estómago", sintiéndome la mujer más pecadora ya fuera comiendo una ensalada o un pedazo de chicharrón.
Como lo que el cuerpo me pide porque estoy aprendiendo a escucharlo.
Y me está dando resultados sin morirme del estrés.