Cuando me vino la regla por primera vez, estaba en cuarto grado. No recuerdo muchos detalles, pero en mi memoria quedó intacta la vergüenza que sentí al pedirle una toalla a una amiga. Luego se lo dije a mi madre y ella explotó en un imparable llanto, al que acompañó con el clásico “María Andrea, ¡ya te hiciste mujer!” (¿Acaso era yo un hombre antes de que la sangre empezara a correr?)
Nunca padecí de cólicos ni dolores extremos, pero sí de complejos por el mal olor que solo yo percibía o de intensos cambios de humor y caprichos inconcebibles cuando menstruaba.
Un día, a mis 22 años, caminaba desnuda por mi cuarto y cayeron dos gotas de sangre al piso de madera. Me quedé observándolas y las fotografié, con mis pies descalzos bordeándolas. Decidí explorar más. Introduje mi dedo medio en la vagina y le tomé fotografías cubierto de sangre.
No lo pensé mucho y subí ambas fotos a mi blog, sintiéndome muy orgullosa de ser mujer. No me imaginé la controversia que desataría. Lo que vino después fue una bola de nieve de comentarios como “¡qué asco!”, “a nadie le interesa saber cómo es su regla”, además de bloqueos en la página.
Sin embargo, nada fue tan duro como leer el extenso correo electrónico de desilusión de mi madre en el que me decía que yo estaba cayendo demasiado bajo.
Pero siempre hay dos caras en una moneda. A partir de ese momento, decidí ignorar lo negativo y me alimenté de la gratitud de otras mujeres, las que me agradecieron por interpretar la poesía que hay dentro y fuera de nuestro cuerpo. Aprendí que la menstruación y los cambios hormonales no son simples eventos de una vez al mes, sino que pertenecen a algo más grande de lo que no debemos ni podemos escapar: nuestra propia biología.
Nuestra propia biología
Algunas culturas antiguas le llaman a la menstruación “sangre de luna”. Aseguran que el líquido menstrual se encuentra entre las sustancias más nutritivas y bioenergizantes de la Tierra. Puesta sobre una planta, por ejemplo, ayudará a su crecimiento. Las costumbres nativas proponían, durante las ceremonias de siembra, que las mujeres se movieran entre las plantas y derramaran su sangre en ellas cuando estuvieran en su tiempo lunar o menstrual. Las mujeres siempre donaron su sangre para que la tierra siguiera siendo fértil, para nutrirla y renovarla.
Renovarse
El proceso de enamorarse de una misma incluye retos. Uno de los más interesantes fue utilizar la copa menstrual, guiada por una amiga que ya la había utilizado.
Consiste en un recipiente -usualmente de goma o de silicón- que se inserta dentro de la vagina para depositar allí la sangre y luego vaciarla.
La copa no es un producto comercial porque se compra pocas veces a lo largo de la vida, con un buen cuidado, puede durar hasta diez años. No sale en anuncios de televisión recogiendo líquidos azules ni realiza eventos masivos para darse publicidad, pero funciona muy parecido a las toallas femeninas y a los tampones en los que cada mujer gasta una fortuna en sus años fértiles. La fabricación de estos implementos inició en 1937, al mismo tiempo que los tampones pero su producción se estancó, pues el diseño requería que las mujeres se tocaran, exploraran su vagina y eso estaba muy mal visto, era una afrenta a la decencia de la época.
Más adelante, en la década de los 60, médicos de la Asociación de Ginecólogos y Obstetras calificaron la copa como positiva e higiénica, pues evitaba infecciones relacionadas con el uso de toallas y tampones.
En el documental Luna en tí, la directora Diana Fabiánová asegura que, a lo largo de su vida, cada mujer utiliza aproximadamente diez mil toallas y tampones, generando 3 millones de desechos sólidos que van a dar a ríos y mares, a nivel mundial.
¿Copa menstrual, sí o no?
En Costa Rica se utiliza la copa Femmecup, importada desde México. Según sus usuarias, hay varias ventajas en utilizarla.