El abuso y las violaciones sexuales contra las personas menores de edad por parte de familiares, amigos íntimos, maestros, líderes espirituales y cuidadores es, lamentablemente, más común y siniestro de lo que pensamos. Y los curas católicos han sido pillados in fraganti. Hay que demandar justicia.
¡Por fin, un organismo de autoridad global como la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y su Comisión de Derechos del Niño, ha llamado la atención al intocable Estado del Vaticano y el encubrimiento sistemático que ha hecho de los numerosos y escandalosos casos de abusos sexuales y violaciones perpetrados contra feligreses menores de edad y recogido en un duro informe presentado por la coautora ecuatoriana Sara Oviedo.

Lamentablemente, lo común por parte de la Iglesia católica –y otras congregaciones cristianas y religiosas–, es victimizarse con respecto a semejantes delitos, esconder la basura debajo de la alfombra y proteger a los perpetrados sexuales, una conducta hartamente común entre los sectores masculinos de toda índole, desde los curas, los empleadores públicos y privados en casos de hostigamiento sexual laboral, los explotadores sexuales en los casos de trata de personas, etc., etc. Hoy quiero centrarme en los curas católicos. Ya lo dice la experta en víctimas de abuso sexual, Sonia Recinos del Cid, graduada con honores de la maestría en Estudios de la Mujer de las Universidades de Costa Rica y Nacional, en su tesis acerca de la construcción de la masculinidad de estos abusadores que, dicho sea de paso, puede ser cualquiera:
“El abuso sexual contra mujeres, niñas y niños representa un serio problema en nuestras sociedades. Tiene una ocurrencia frecuente y los efectos en las víctimas son severos y prolongados.
La ofensa sexual y su ocurrencia han sido por siglos invisibles para la humanidad. Fue gracias al movimiento de mujeres que se despertó el interés por estos temas y finalmente se visibilizó el alcance de estos crímenes. La sociedad ha puesto en la agenda la discusión de este flagelo y las medidas para combatirlo y es de esa reflexión que surge esta propuesta de investigación.
Como la mayoría de las personas que abusa sexualmente son hombres, teorías y estudios han intentado focalizarse en posibles predisposiciones biológicas, dejando de lado aspectos sociales de gran relevancia. Situar la etiología de la violencia sexual en la enfermedad mental o física, considerar que es producto de la naturaleza del varón, le ha costado un amargo retraso a la atención de la problemática y por lo tanto de las víctimas.
Es el engranaje de lo ideológico, lo político y lo social el que explica con claridad que la violencia es un problema ideológico y no psiquiátrico, razón por la cual no existe ningún diagnóstico en la nosología psiquiátrica que cumpla los parámetros establecidos para considerar la ofensa sexual una patología. Intentos teóricos que impulsan como etiología el pobre control de impulsos, la biología, el hacinamiento, el alcohol y las drogas; han fracasado para explicar la violencia sexual.”
Da coraje la impunidad sistemática que ha habido en torno a estos casos y cómo una de las iglesias más grandes del mundo se asienta en la mentira sistemática y el encubrimiento para no entregar a la justicia de los países a estos abusadores sexuales, quienes se aprovechan de su poder, su investidura y su influencia sobre una población vulnerable y a la que, por el contrario, deberían defender y cuidar. Sin embargo, ocurre todo lo contrario.
Es evidente que no todos son abusadores, como ocurre en muchas familias, pero la violación y abusos sexuales afectan inexorablemente a niñas y niños a lo largo de su vida, tal y como lo asegura la máster Recinos y numerosos estudios al respecto.
La violencia sexual, al igual que la violencia de género, es un problema de poder, un problema cultural, en el cual un sector de la población abusa de otro y se cree con derechos para ello, de ahí la impunidad.
No en vano, la misma coautora del informe de la ONU, Sara Oviedo, reconoce en una entrevista al periódico El País de España, que la pederastia está muy enraizada en la Iglesia católica y sacarla al descubierto podría suponer una hecatombre.
El informe ha caído como un balde de agua helada entre las autoridades eclesiásticas, invariablemente arrogantes y soberbias con respecto a sus particulares posturas moralistas.
Se niegan a reconocer abiertamente el problema, a entregar a la justicia a los responsables y someterlos a juicio, a reparar el daño sicológico y moral a las víctimas y todo lo arreglan con el silencio, hacerse de la vista gorda, mirar para otro lado, como si estos infantes y adolescentes fueran menos cristianos que ellos y contraviniendo los principios más elementales de los derechos de las personas menores de edad, quienes gozan de un interés superior en todas las sociedades.
El informe da recomendaciones puntuales, duras, exigentes que incluyen hasta reformas al derecho canónico para impedir la impunidad y ajusticiar a los culpables.
Y lo más pernicioso de este secreto a voces, uno de los secretos mejor guardados de la cultura patriarcal, es que siempre se trata de responsabilizar y culpabilizar a las víctimas por estas violaciones y eso es una de las falacias, también, más grandes de la humanidad.
Ojalá que este informe sin precedentes, no caiga en tierra infértil.