Sin mayores tecnologías, aeronaves, ni rápida respuesta, el hermano de uno de los primeros desaparecidos en el Parque Nacional Chirripó, en enero de 1980, hizo hasta lo imposible por hallarlo.
A sus 61 años, don Juan Carlos Llosent Fernández, revivió días atrás lo sufrido por su familia hace 41 años, cuando uno de sus hermanos, Jorge Eduardo, salió de la casa en Hatillo hacia el pico más alto del país, para nunca volver.
“Me duele que esa muchacha (Marialis Blanco) se perdiera, porque uno no sabe qué pasó”, manifestó en referencia a la nutricionista de 39 años que el 4 de mayo se extravió camino al cerro Ventisqueros y apareció sin vida cuatro días después.
“Quién sabe si fue la neblina lo que la llevó a descarrilarse de un momento a otro y pasó por zonas extremadamente peligrosas. Uno no se espera eso”, afirmó este taxista, quien agrega que él y su familia se solidarizan con los allegados de Marialis, que pasan ahora por este duelo.
Relata que lo de su hermano y su amigo Pablo Rey Obando, ambos scouts, fue diferente. Era una zona más baja y montañosa y aunque iban dos personas, se desconoce la suerte que corrieron.
“En aquellos tiempos se decía que al Chirripó y al Urán solo se podía ir en enero y febrero, después no, porque era demasiada la lluvia y se formaba mucha neblina, pero eran otros tiempos, sin los senderos, albergues, arrieros y demás facilidades de ahora”, dijo Llosent.
Rústica búsqueda
“Me hubiera gustado conocer esas montañas de otra forma y no de la manera en que lo hice. Entré a buscar a mi hermano y a un amigo en una época que era totalmente diferente, no había tanta tecnología”.
En un álbum, don Juan Carlos guarda recortes de los periódicos de la época, donde por meses y hasta años, hubo publicaciones del caso, hasta que poco a poco los socorristas, amigos y familiares fueron perdiendo la batalla por encontrar a los scouts.
Un mes antes de su extravío, Jorge Eduardo Llosent Fernández, había cumplió 23 años, mientras que Pablo Emilio Rey Obando, habría alcanzado los 24 el mes siguiente de aquel viaje al Chirripó. Había escasos diez meses de diferencia entre uno y otro.
A los 19 días de que emprendieron el viaje, los brigadistas encontraron las tenis de Llosent, lo que llenó momentáneamente de entusiasmo a las familias.
Llosent era soltero, se dedicaba a labores de torno y estudiaba Contabilidad, mientras que Pablo estudiaba Ingeniería Mecánica en la Universidad de Costa Rica, estaba casado y era padre de dos menores.
En relación con la búsqueda, Juan Carlos explica que en aquella época en el país lo único que había era un helicóptero tipo burbuja, que a los 1.500 metros de altura se comenzaba a desbalancear.
“Cuando mi papá, que también se llamaba Jorge, gestionó la petición de ayuda a los helicópteros de Estados Unidos, que estaban Panamá, hubo muchas dificultades porque eran del ejército norteamericano y había que pedir permiso hasta a la Asamblea Legislativa, que al final los dejó entrar, pero sin armas”, recuerda.
Indicó que la zona donde se perdieron ambos scouts es muy diferente a la de los tres extravíos que sucedieron después, pues Jorge y Pablo se perdieron por el cerro Urán (3.664 m.s.n.m.), que es una zona selvática dentro del parque Nacional, muy diferente a la del páramo, la cual es mucho más fría.
“Yo nunca estuve en el propio cerro Chirripó, estuve en el Urán. Había un libro en una caja metálica y cuando uno llegaba lo firmaba y escribía algún mensaje. Ellos lo firmaron y siguieron hacia una parte de bosque primario, tipo selva, a la que nadie había entrado en la cordillera de Talamanca”, dijo.
Condiciones durísimas
Nosotros entrábamos en patrullas de hasta nueve muchachos, yo tenía 20 años. Llegamos a un punto en que no veíamos al compañero del frente por la neblina y la nubosidad tan densa que había.
Jorge y Pablo iban de San Gerardo de Rivas a Moravia de Turrialba. Su meta era buscar un sitio en lo alto para una actividad internacional que preparaban los scouts.
Juan Carlos, por su parte, entró a buscarlos con un grupo de allegados por Moravia de Turrialba, con la idea de topárselos de frente, pero al parecer Jorge y Pablo no encontraron nunca el trillo de salida, llamado camino de Los Indios, que es una trocha que los indígenas tenían para movilizarse entre Turrialba y Pérez Zeledón.
Lo espeso de la niebla pudo influir para que ellos no encontraran ese trillo, intuye Juan Carlos.
Añadió que, por aspectos culturales, los indígenas no les colaboraban mucho cuando preguntaban si los habían visto o no.
Luego de siete meses y medio en esas montañas, dice que encontraron en los recorridos muchos nidos de saínos entre viejos troncos de árboles caídos. También vieron monos y hasta quetzales. Luego supieron que en esa selva habían pumas y algunos otros animales grandes.
“Vi cosas muy lindas, pero en un ambiente ingrato por la incertidumbre. Había que tener mucho cuidado pues con solo desviarse un poco se podía ir uno a un guindo del que nadie lo sacaba”.
Cuando aparecieron las tenis de Jorge, al pie del monte Urán, Juan Carlos recordó que la familia se alegró al tener un rastro. Les tranquilizó saber que él llevaba unas botas muy buenas, que le habían regalado y sabían que cuando las tenis le dejaran de funcionar, él iba a cambiar de zapatos.
Indicó que su hermano llevaba también una pistola calibre 22 y un cuchillo.
La despedida
“Yo lo vi por última vez y me despedí el 17 de enero de 1980. Él salió de la casa al día siguiente. Jorge era Rover scout, es decir, tenía más experiencia que yo. Había cumplido 23 años y poco antes estuvo en un convivio centroamericano en las montañas de Guatemala, con varias tropas, siempre le gustó escalar”, dijo.
Por el contrario, a Juan Carlos no le hacía mucha gracia el montañismo. “Al final tuve que entrar a la selva porque se trataba de mi hermano y de su gran amigo. La idea era encontrarlos, aunque fueran sus cuerpos”.
Indicó que entraron patrullas de scouts de varios lugares, luego ingresó la Cruz Roja, que en aquella época daba un tiempo prudencial para ver si aparecían, no es como ahora que entran casi de inmediato, refirió.
“Mi papá, que trabajaba haciendo bisutería artesanal y también poniendo las películas de cinta en un cine de Escazú, tuvo que sacar préstamos en los bancos, para darles insumos y alimentos a las patrullas que se ofrecían para la búsqueda”, dijo.
Durante los meses en la montaña, Juan Carlos estuvo cerca de donde nacen los ríos Pacuare y Reventazón.
“En mi familia éramos cuatro, ahora sobrevivimos mi hermana Gabriela, que es la mayor, y yo. Después de mi hermana seguía Jorge Eduardo, el que se perdió, luego yo y después Luis Fernando, el menor, que ya falleció, lo mismo que nuestros padres”, explicó.
Juan Carlos conserva una brújula de su hermano, que fue uno de los pocos rastros que encontraron las patrullas de búsqueda cerca del Urán.
La encontraron quebrada. “Ahí las brújulas no sirven de nada. Yo ponía una de ellas y la aguja saltaba de un punto cardinal a otro, posiblemente de tanto mineral que hay ahí”, acotó.
Ese camino va a dar a un pequeño palenque llamado Sitio Hilda. En ese tiempo vivían ahí unas pocas familias de indígenas.
“Ellos usaban como recipientes las latas de atún que nosotros desechábamos y hasta nos regalaban plátanos para que les diéramos más latas”, rememoró.
Pablo, el amigo
Pablo Emilio Rey, por su parte, era del barrio La Dolorosa, en San José, pero como había vivido muchos años en Hatillo 1, estaba en la patrulla número 13 de scouts. En ese movimiento también estaban los tres hermanos Llosent. A Jorge y a Pablo les gustó mucho la montaña y por eso se fueron.
Ileana Solano Chacón, esposa de Pablo, reconoce que la familia ha vivido un luto que les acompañará toda la vida.
“Realmente han pasado 41 años y nunca se encontró el cuerpo de mi esposo ni el de su amigo. Todavía persiste el dolor de que nunca aparecieron”, comentó en entrevista con La Nación.
El recuerdo de su esposo perdido revivió en la última semana, cuando trascendió el extravío y deceso de Marialis Blanco.
Para Ileana es terrible que una a familia deba enfrentar un hecho como este.
“En este último caso, gracias a Dios apareció el cuerpo, pero es peor cuando no se encuentra”, sostuvo Solano, quien mostró su solidaridad con la familia de la joven nutricionista.
Afirmó que en el caso de Pablo y Jorge eran otras las condiciones, más adversas y con menos recursos. “La zona es muy peligrosa, realmente. Se ha visto a través de los años que cuando ahí se pierde una persona, cuesta hallarla”, agregó.
El montañista que durante años dirigió la búsqueda privada de los muchachos, les dijo que antes de ese caso, siempre había encontrado a las personas perdidas, pero admitió que esa era una zona difícil y con los scouts no pudo llevarle consuelo a las familias.
Rey Obando dejó además de su esposa a dos menores que ya son adultos y viven fuera del país.
Para Solano, de 59 años, todo lo que se vivió con los extraviados fue muy doloroso, por eso la familia y la gente allegada nunca lo olvida.
“No se supo qué pasó. Hubo rastros. Al parecer algo los perseguía y seguramente cayeron al río, es la versión que estuvo en los periódicos antes de cesar la búsqueda”, puntualizó.
Un viaje en soledad
Al principio, a ese viaje iban a ir cuatro scouts, pero a dos no les dieron permiso en el trabajo. La meta era buscar el lugar ideal para hacer un convivio centroamericano de escultismo.
54 días después de la desaparición, cuando entraron los helicópteros de los soldados norteamericanos, que estaban en la zona del canal, les permitieron a los papás de Llosent sobrevolar las montañas.
“Yo para ese tiempo ya estaba en esa selva participando en la búsqueda terrestre e incluso escuchamos el helicóptero. Hacían un gran escándalo porque eran de doble hélice, pero no los pudimos ver, porque al mirar hacia arriba solo teníamos las copas de los árboles, era pura vegetación”, dijo don Juan Carlos.
Tiempo después le pregunté a mi mamá cómo se veía desde lo alto y ella me decía que era como ver una coliflor pintada de verde, dijo.
Al principio de la búsqueda las patrullas tuvieron problemas de coordinación entre ellas.
El papá de los Llosent tuvo que ir a la tienda Mil Colores, en la avenida central de San José y habló con el dueño, que le regaló telas de diferentes tonalidades.
Luego todos los vecinos ayudaron a cortarlas en tiras y fue así como a cada patrulla se le dio un color específico para evitar buscar en sitios ya recorridos por otros.
En cada trocha que se abría, porque a veces no había camino, se dejaban tiras de tela.
“Cuando veíamos tela azul, por ejemplo, sabíamos que ya la patrulla número dos había pasado por ahí, entonces seguíamos por otro lado. No es como ahora, que por computadora se tiene seguimiento en tiempo real de las patrullas”, dijo.
“En ese tiempo para poder comunicarnos había que hacerlo por sistema de radio aficionado. Teníamos que cargar un radio y un montón de baterías, porque con solo una llamada ya se iban nueve de ellas.
“Era para enviarles mensajes a la familia, porque cerca de la casa de mis papás había un señor que tenía una antena grande de radioaficionados y eso nos ayudaba.
“A veces hacíamos enlaces y nos contestaban de Panamá, entonces les pedíamos el favor de que avisaran a las familias que estábamos bien.
“Yo tuve como tres o cuatro meses en los que mis papás no sabían nada de mí. Es lógico que ellos se preocupaban, pues eso es inmenso y en ese tiempo ni siquiera en todas las casas habían teléfonos de línea fija”, explicó.
Cuando murió su mamá, Juan Carlos le dijo que ahora por fin sabía dónde estaba su hijo. Le pidió que, en caso de que él aún viviese, siguiera cuidándolo.
“Una vez mi papá recibió noticias de que ambos scouts estaban en un hospital en Panamá. Él se fue para ese país a indagar en los hospitales, pero nada”.
La mamá de Pablo Rey llamó una vez a la familia Llosent para ver si hacíamos el novenario de ambos, pero como no se tenía certeza de lo ocurrido, le dijeron que no participarían. “Mi mamá siempre pensó que Jorge estaba vivo”, relató Juan Carlos.
Sobre los baquianos de aquella eṕoca, detalló que todos están muy mayores e incluso algunos han fallecido, la mayoría eran de Heredia.
Unos 10 años después del extravío, en 1990, la familia mandó a hacer una placa de 70 centímetros que varios amigos llevaron, con cemento y arena, hasta colocarla en una roca al pie de un roble cercano al Urán.
La placa tiene el nombre de los dos scouts extraviados y una parte del salmo 23. “Siempre me ha quedado la duda de si todavía estará allá. No sé si habrá sobrevivido a los incendios de 1992, siempre me lo pregunto”, puntualizó.