Toparse en medio de la montaña un montículo de pañales y latas de aluminio no tiene sentido. Y aún así, ahí está.
El inmundo puñado de basura está a medio quemar. La sola idea de alguien cargando semejante bolsa de desperdicios por aquel trillo empinado ya es difícil de procesar, como para agregarle la imagen de una fogata a la luz de aquellos desechos. Y más en ese preciso punto del cerro San Miguel.
La hoguera de pañales y latas es, coincidencia o no, la señal que marca la entrada al atajo. Allá, cuesta abajo, en medio de la maleza, 30 años atrás se cometió el crimen que marcó el fin de nuestra inocencia como país.
Estoy de pie, en una mañana soleada, a punto de recorrer el camino por el que descendieron las niñas de la Cruz de Alajuelita.
LEA MÁS: El día en que Costa Rica perdió la inocencia
De mujeres y niñas
El dato es correcto pero de todos modos siempre me pareció inexacto. Es cierto que siete fueron las mujeres asesinadas en La Cruz de Alajuelita, aunque para dimensionar correctamente lo sucedido el 6 de abril de 1986 hay que precisar aún más: en medio de la montaña se perdieron la vida de una mujer y seis niñas.
Seis niñas.
No cabe duda que a María Gabriela, la mayor de las chiquillas y a sus 16 años más cercana de una cédula que de un uniforme escolar, el tratarla como “niña” no le haría mucha gracia. A los 16 nos creemos toda y lo que queremos es que se nos tome en serio. Sin embargo, ya sabemos que a los 16 aún somos chicos, y que todavía falta mucho para que la vida nos tome en serio.
María Gabriela no tuvo cédula, así como María Eugenia no supo lo se sentía llegar un primer día a una escuela. No las conocí, aunque hoy tengo una edad cercana a las que ellas tendrían si ese domingo no hubiesen cortado camino por el atajo. Quién quita y a lo mejor seríamos compañeros de trabajo, o si al menos habríamos usado el mismo bus.
Yo entonces tenía 9 años, la misma edad que Carla Virginia el día que la mataron.
LEA MÁS: Los daños colaterales del Psicópata
Una masacre. Fue la primera vez en que muchos escolares escuchamos aquella palabra y, a la fecha, toda nuestra generación sigue asociándola a los crímenes de la Cruz de Alajuelita.
De repente, ya nos nos sentimos seguros. Jugar bola en la calle, irse en la BMX a volar rueda por todo el barrio, dedicarse por horas a esconderse en charrales y construcciones abandonadas... todo implicaba un riesgo en potencia.
La Cruz de Alajuelita se ubica en la parte más alta del cerro San Miguel. / Fotografía: Jorge Navarro.La Cruz de Alajuelita fue el inicio de una época de terror, de violencia estúpida e indiscriminada que se extendió con las acciones del Psicópata. Yo crecí en Hacienda Vieja de Curridabat, a pocas cuadras del Parque de la Amistad, sitio sobre el que cayó una larga maldición de abandono y peligro tras los crímenes que este asesino serial cometió ahí.
Bordeado por el río Tiribí, al Parque de la Amistad íbamos los scouts de la tropa 27 a cortar cañas de bambú para nuestras construcciones. Y fueron los scouts de Curridabat quienes encontraron los cuerpos de dos jóvenes asesinados en ese parque, uno de ellos hermano de la profesora a la que le debo haber pasado matemáticas en el colegio.
Igualmente, como scouts nos era frecuente visitar el campo escuela Iztarú, en lo alto del cerro de La Carpintera. Cada asenso implicaba atravesar a pie San Vicente de La Unión, a la vista de una sencilla cruz que a la orilla de un cafetal marcaba el punto en que aquel sádico dio muerte a una pareja de novios.
Fue con los scouts (con los lobatos, para ser preciso) que hice mi primera caminata por el cerro San Miguel, unos pocos meses antes de aquel Domingo de Ramos de 1986.
De ese viaje no tengo mayores y mejores recuerdos, más allá de la asoleada y la comedera de polvo, en una vía empinada y que apenas calificaba como de lastre.
Poco faltaba para que la ruta a la Cruz de Alajuelita se tornara en sinónimo de muerte. La metálica e iluminada estructura dejó de ser un símbolo de fe.
LEA MÁS: El psicópata: ¿Será posible que termine en leyenda?
Sin embargo, fue por fe que el 6 de abril de 1986 una mujer y seis niñas la visitaron. 30 años después volvemos a andar sus pasos.
Dos rutas, una cruz
Tanto en 1986 como hoy, el camino a la cima del cerro San Miguel se puede acceder por varias rutas. La tradicional y más usada es el camino sin pavimentar que parte de Santa María de la Cruz, en El Llano de Alajuelita, solo apto para vehículos doble tracción y que en verano es un polvazal y en invierno un tobogán de barro.
Otra manera de llegar es por un estrecho trillo que inicia en el sector conocido como Rabo de Mico, en medio de propiedades privadas. Y es por ahí por donde me encamino, en compañía del fotógrafo Jorge Navarro, una mañana de marzo pasado.
Guiándonos y marcando el paso va Carlos Mora, un alajueliteño que, literalmente, camina por la vida. Este hombre de rasgos duros dice haber recorrido la mayor parte de Costa Rica a pie y yo le creo: hay que oír a este atleta, activista comunal y organizador de caminatas para entender que el andar para él es algo serio.
Don Carlos aceptó acompañarnos, debido a que los años y la naturaleza han afectado la geografía de la zona, al punto de que solo un ojo experto –como el suyo– podría repetir la ruta que las niñas de Alajuelita tomaron el último día de sus vidas.
El trillo se extiende por dos kilómetros y entronca con la ruta principal, a unos 200 metros de la cumbre. Andarlo no es sencillo, la maleza se esfuerza por cerrarlo en varios tramos, y la inclinación del terreno se conjuga con pasos mal puestos para cobrar tobillos.
Un cúmulo de pañales quemados y latas marca la entrada al atajo, a la derecha. / Fotografía: Jorge Navarro.En una pausa para agarrar aire, don Carlos explica que el sendero solía ser mucho más ancho y transitable, y que era una ruta común para quienes querían evitar el polvazal del camino tradicional. Latas de cerveza y empaques de alimentos son señales de que el trillo sigue en uso, de vez en cuando.
A mitad de la subida nos topamos el montículo de pañales y latas. Don Carlos se detiene. “Aquí fue donde la señora tomó la peor decisión de su vida, meterse por ahí” . A nuestra izquierda, perdido en medio de la montaña, está el atajo que tomaron las niñas de la Cruz de Alajuelita.
Una prueba de fe
La fe mueve montañas, dicen. Al cerro San Miguel se le ha dedicado mucha fe, pero en los últimos 30 años su fama ha sido de sangre.
Don Carlos nos ratifica lo que ya es bien sabido: la gente le agarró miedo a esta montaña después de la masacre. Las peregrinaciones religiosas han seguido efectuándose pero no con la masiva convocatoria que lograban décadas atrás.
El tener una cruz metálica en su punta no es el principal valor de esta montaña. Mientras nos aproximamos a la cima, el paisaje impresiona: la belleza escénica aturde y la vista del Valle Central nos empequeñece y ubica.
La cruz de 26 metros se levantó en 1931. Se trata en realidad de la tercera cruz a lo largo del ascenso al cerro, pues quienes lleguen por el trillo encontrarán primero una cruz de concreto y luego una metálica sobre una base de cemento. Mora explica que la primera simboliza a todas las religiones, mientras que la segunda es de una orden religiosa a la cual pertenecía el cura de Alajuelita.
LEA MÁS: Entrevista con la madre de las víctimas de la masacre de Alajuelita
A 2.035 metros sobre el nivel del mar, el San Miguel ofrece en su parte más alta una vista increíble... y nada más. El lugar carece de cualquier tipo de facilidades, más allá del alumbrado para la estructura metálica, recientemente mejorado por la Compañía Nacional de Fuerza y Luz. Hay señales de fogatas y alguna basura desperdigada por la explanada al pie del monumento religioso.
Durante nuestra marcha no encontramos a nadie, más allá de un perro que nos ladró desde una especie de cabaña ubicada al lado de unas antenas de telecomunicaciones. Dice don Carlos que hay un guarda que cuida arriba, pero ante nuestros ojos la Cruz de Alajuelita parece tierra de nadie.
Sabemos que las siete víctimas de la matanza llegaron a esta misma cima. Aquí estuvieron junto con cientos de personas más, comieron arroz con pollo sentadas sobre el pasto, se rieron, hicieron planes. Agarraron fuerzas y empezaron a bajar la montaña. Todo estaba bien.
Carlos Mora (izquierda) explica, mientras tomamos aire junto a la primera cruz en el ascenso del cerro San Miguel. / Fotografía: Jorge Navarro.Cuatro años
María Eugenia era la menor de ellas. Tenía cuatro años, los mismos que hoy tiene mi hija menor. Mientras retomamos el trillo, pienso en lo que implicó bajar por ahí no solo con una niña tan pequeña, sino con toda aquella patrulla de primas.
“Los chiquillos son pura energía. De seguro que la más pequeñita más bien iba en un puro brinco. Acuérdese que ese camino estaba mucho mejor en esos tiempos”, me dice don Carlos. Le hago caso y prefiero pensar que la chiquita pasó por ahí feliz.
Volvemos a la entrada del atajo. O donde alguna vez estuvo. Este sector se conoce como La Granadilla y murió junto con las niñas.
Don Carlos ya había intentado, sin éxito, seguir por ahí dos años atrás, pero la montaña se lo impidió. Con nosotros volvió a intentarlo y a como pudimos nos internamos, buscando “cortar camino” hacia El Llano.
“Es muy probable que esa señora ya conociera el atajo, pues sí era una muy buena manera de evitarse un vueltón por Rabo de Mico. Este era un atajo muy bueno y el camino era amplio, pues los finqueros habían metido backhoe ”, explica Mora.
De aquella trocha hoy no queda nada. La vegetación recuperó lo que alguna vez fueron propiedades cultivadas con chayote, durazno y limón. Se nota que estas tierras tienen años en abandono.
El andar es complicado y arriesgado. Don Carlos avanza con menos dificultades que Navarro y yo, demasiado ocupados en liberarnos de espinas y mozotes.
Una piedra enorme es la primera evidencia visible de que vamos por el camino correcto. Es aquí donde se supone que las víctimas fueron interceptadas por el o los asesinos. Luego, lo impensable.
Estamos lejos de todo, y de todos. La montaña en este punto se tragaría cualquier grito.
Un oxidado alambre de púa nos indica donde empezaba la propiedad de Teodorico Retana. Unos metros más allá estaría el sitio de la masacre.
Así luce hoy el sitio de la masacre, dentro de la finca que fue de Teodorico Retana. Esta fue heredada a sus hijos, quienes la vendieron a un tercero hace algunos años. / Fotografía: Jorge Navarro.Precisar el punto de la escena más dantesca que las autoridades judiciales hubiesen visto es hoy imposible. Don Carlos hace su mejor esfuerzo de ubicación y nos aproxima al lugar donde don Teodorico encontró los cuerpos, la mañana del 7 de abril de 1986. Sin embargo, la naturaleza ha hecho su mejor esfuerzo para que la cicatriz se borre del monte.
Conforme seguimos avanzando hacia El Llano, el atajo recobra rasgos y el verdor empieza a darle espacio a signos de civilización: tuberías, portones, cableados.
Este es el tramo de la ruta que ellas no pudieron completar. Que no las dejaron. Alguien. Algo.
La muerte de las niñas de la Cruz de Alajuelita es el recuerdo más traumático de una época tenebrosa, una que también hizo inolvidables nombres como los de Evelyn Bustos Villavicencio, la chiquita de Guachipelín de Escazú asesinada por un tipo al que luego se le apodó El Chacal; o de Wendolyn Blackshaw García, quien se perdió en el camino a su casa, en Guadalupe.
Eran años en que noticias así traumatizaban al país. En que solo de eso hablábamos. Hoy una familia de cinco muere a machetazos y el duelo nos dura hasta tanto no llegue otro trending topic .
Cerca del final del camino se escuchan risas de niños. Es la escuela de El Llano. Es una bella mañana y nada indica que la muerte hace 30 años hizo suya a la montaña.