“Yo no sé ni cómo salí adelante. No lo entiendo, no sé cómo hice esos primeros años. Una tragedia así no le pasa casi a nadie, y yo como dormida, como estaba, despegada del cuerpo porque uno nada más piensa que está en una nube y que nada de eso está pasando de verdad, no pude ni llorar a mis chiquitas tranquila, no pude ni vestirlas... ni siquiera a la chiquitica, la de 4 años...”
* * *
Conversar con Rosario Zamora Martínez implica toda una hecatombe emocional.
La parte del país que tiene la edad para recordar la masacre de Alajuelita, también la recuerda a ella, incluso por el nombre de pila: doña Rosario.
El “apellido”, desde aquel 7 de abril en que se descubrió la matanza, es “la mamá de las chiquitas del crimen de Alajuelita”.
Se dice que el periodismo es el oficio más hermoso del mundo, y así lo creo. Incluso cuando el trabajo implica ser testigo de excepción de una vivencia demencialmente dolorosa como la que marcó la vida de Rosario para siempre.
Pero hay que decirlo, por más colmillo en el oficio, la posibilidad de sentarme a conversar con ella me tuvo con el corazón en la boca desde el momento en que le hablé de la entrevista y, contra todos los pronósticos, me dijo que sí.
Posiblemente fue por el clic que surgió tras atenderme el teléfono. Esa noche, conversamos dos horas. La llamada para concertar la cita se convirtió en una conversación de madre a madre, prácticamente de amigas, como si nos conociéramos de toda la vida.
Desde entonces percibí que estaba conversando con una mujer muy particular.
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Ya tendría oportunidad de corroborarlo en la cita “de a sentado”, en un restaurante, en las inmediaciones del Centro Comercial del Sur.
Entre las 4 de la tarde y casi las 11 de la noche, Rosario Zamora Martínez, me devolví en el tiempo junto con ella, con su memoria prodigiosa, con la inteligencia emocional con la cual conduce sus palabras, con su alma hecha pedazos en tramos de la conversación.
A aquella noche del sábado 5 de abril de 1986, cuando regresa la impotencia de saber que talvez una decisión, una contingencia, un hecho fortuito cualquiera, hubiera evitado que su hermana, sus hijas y sus sobrinas emprendieran una peregrinación cuya última estación resultó ser un infierno.
Decisión a última hora
La víspera de aquel Domingo de Ramos, la joven madre –quien a sus 26 años ya tenía cuatro hijos, un varón y tres chiquitas– había ido a la despedida de un vecino del barrio que se iba a vivir fuera del país.
Eran tiempos duros, durísimos. Su propia infancia había estado llena de apuros y hasta carencias, pues su madre también era mamá soltera y se las veía a palitos como proveedora del hogar y, a la vez, única cuidadora de sus hijos.
Desde entonces siempre ha vivido en Barrio Los Ángeles o bien, en los barrios del sur. Mientras avanza hacia el peor día de su vida, tiene margen para reírse al recordar lo plantada que era de chiquilla, así como la adolescencia algo revoltosa que la llevó a una maternidad temprana.
El martes 8 de abril de 1986, el país amaneció sumergido en el estupor, en la incredibilidad, en un sentimiento de orfandad...Primero tuvo un varón. Luego, a los 15 años, se involucró con Luis Roberto Sandí Rapso, con quien procreó a Alejandra, Carla María y María Eugenia, las niñas asesinadas. Al momento de la muerte, la mayor estaba entrando a la adolescencia; la segunda tenía 11 años y Lulú, como le decían a la menor por su pelo acolochado, apenas cuatro.
Ya en esa época Luis Roberto, el papá de las niñas, se estaba convirtiendo en un “habitual” de la policía, y pasaba a menudo en la cárcel por delitos que incluían desde secuestro hasta “la especialidad”: Macho Rapso, como se le apodó siempre, fue el mayor experto en abrir cajas fuertes que ha conocido el país.
Cuando ella lo conoció, él se desempeñaba como mecánico, pero pronto los problemas con la ley le costaron una condena prolongada y Rosario, con solo 26 años al momento del crimen de Alajuelita, tenía que vérselas sola para mantener a la ya prominente familia: su hijo mayor y las tres chiquitas.
Un poco en broma, antes de nuestro encuentro, ella me dijo por teléfono: “Vea pero yo estoy muy cambiada, no me va a reconocer”.
Y no, no tiene razón. Hoy tendrá algunas libras de más, que quizá se noten porque siempre fue bajita de estatura, y antes se caracterizaba por su frágil contextura.
Pero el rostro que el país conoció es el mismo, salvo por algunas líneas de expresión. Prefirió no acceder a que le tomaran fotos, pues dice que la tragedia que vivió no solo desbocó solidaridad hacia ella y su familia: en algún sentido, se han sentido perseguidos.
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Y sí, cuando habla de lo que ocurrió, inevitablemente su mirada sombría me transporta a las fotos e imágenes de ella en televisión, cuando ocurrieron los hechos y los años que siguieron, con toda la exposición mientras ocurrió el juicio contra los dos acusados inicialmente por la causa.
Pero el valor que ha tenido que acopiar esta mujer no puede haber anidado sin un espíritu fuerte y hasta alegre. Por eso, aún entre anécdota y anécdota, de pronto sonríe al repasar alguna travesura de Lulú, e incluso alguna barbaridad que le ocurrió mientras pasaba lo más duro del trance.
Como el caso de un vecino que se ofreció a centralizar el recibo de todas las ayudas que decenas de personas a lo largo y ancho del país le hicieron llegar a Rosario, en vista de que su humilde condición trascendió junto con la noticia de la masacre.
“Lógicamente, yo estaba como en trance, a todo le dije que sí, qué iba a estar pensando yo en nada de eso. Ya después fue que me di cuenta de que había recibido no sé cuánta plata, un montón de cosas, cosas que me mandaba la gente con cariño y diay, para ayudarle a uno en algo a vivir mejor... todo se lo dejó él... vea usted lo que es la vida, donde vino a sacar ganancia” cuenta con risa de resignación.
Pues bien, la víspera de la romería, ella recuerda haber ido un rato a la despedida del vecino. Y no, en ese momento ni por la mente le pasaba que 12 horas después ella y sus hijas estarían alistándose para subir el cerro junto con sus hermanas y sobrinas.
“Pero viera qué raro... yo sé que todo el mundo dice eso después de que le pasan las cosas, yo no, no lo digo por superstición ni nada, pero yo me acuerdo perfectamente de que esa noche, la víspera, salimos al patio de esa casa y desde ahí se veía La Cruz, toda iluminada. Yo me quedaba viéndola ida, no sé, algo muy raro sentí, hasta una amiga que estaba conmigo me preguntó que qué me pasaba. No supe decirle. Lógicamente tiene que ser que el corazón de madre a uno no lo engaña”, rememora.
El domingo en la mañana, su prioridad era resolver qué les iba a dar de almorzar a sus chiquitos. Estaba “sin un cinco”, probablemente se las arreglaría con algún caldo o por ahí huevo con arroz, pero hasta donde recuerda, particularmente ese día casi no tenían qué comer.
“En eso llegó mi sobrina, una de las hijas de Marta, a decirme que mi hermana estaba en la parada y que alistara a las chiquitas y nos fuéramos con ellas a la misa de La Cruz. Yo le dije que no, ni siquiera había bañado a Lulú, no tenía ganas de ir. Pero entonces mi sobrina me dijo ‘Tía, que dice mami que ayer recibió los mil colones de la pensión. ¡Llevamos arroz con pollo, ensalada rusa y frijoles majados! Jale, jale’. Lógicamente alisté a las güilas en carrera y a la media hora íbamos todas, las nueve, porque con ellas iba Cristina, la mayor, que fue la que al final se quedó conmigo abajo”.
La razón por la que Rosario no pudo subir ese domingo con la tropa, también estuvo relacionada con la pobreza que sufría en ese momento.
“Yo no tenía zapatos. Y un señor muy bueno, conocido de mi mamá y que tenía un negocito me había regalado unos, pero eran como de salir, jamás para caminar, entonces no había ni empezado a subir cuando ya tenía unas ampollas horribles. Jamás podía subir así. Fue cuando decidimos que ellas siguieran, solo que Cristina decidió quedarse acompañándome”.
Las horas pasaron. A eso de las 2 de la tarde empezó a bajar la gente. Las 3. Las 4. Las 5.
“No, viera que yo no me asusté. Ni siquiera cuando empezó a oscurecer pensé en algo malo, lo más lo más que se me puso era que a Marta le había dado un ataque de asma y que claro, las chiquillas no la podían jalar. Nunca me pasó por la mente. Lógicamente ya en la noche y en la mañana sí me preocupé, pero ya le digo, a lo más pensaba que a alguna le había pasado algo, que se habían perdido, yo no sé”.
Si el país entero se consumió en estupor no bien trascendió la noticia de que la mujer y las seis niñas había aparecido asesinadas a balazos, es inimaginable el momento en que la madre, hermana y tía recibió la noticia de lo ocurrido.
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“Dicen que a mí me dijeron, pero que yo no entendía, y seguía preguntando que si ya venían para irnos para la casa. Hasta que una vecina llegó y me dijo: ‘Rosa, entienda, entienda: ESTÁN TODAS MUERTAS’. En ese momento, me le fui encima, a pegarle. Y ya de ahí no me acuerdo casi de nada, todo es como en una película, me acuerdo como de escenas pero no el orden en que pasaban las cosas. Todo era una locura. La policía me llevó a tomarme declaración porque diay, como yo andaba con ellas, a ver qué había visto, si a alguien sospechoso”.
Aunque en ese momento no lo pensó, más adelante haría una retrospectiva más calmada y recordaría algunos detalles que, a la fecha, parecen no haber sido importantes o no los tomaron en cuenta, puesto que el caso quedó impune.
La vida... ¿sigue? ¿Y cómo?
Si bien es cierto, todos hemos tenido nuestras desgracias, muertes de familiares o amigos, es un hecho que lo que le pasó a Rosario es la máxima de las tragedias.
“Sí, todo el mundo me pregunta eso siempre. Yo tampoco sé cómo no me volví loca. Creo que al principio me mantuvo en pie que tenía que ver por el hijo que me quedaba, el mayor. Y cuando las chiquitas tenían tres años de fallecidas, me volví a embarazar, pero ya no de Macho Rapso. Entonces nació Ronald, mi hijo menor, y ya por más sufrimiento por las chiquitas yo tenía que tener la mente en otra cosa, tenía un bebé otra vez en los brazos, ningún hijo sustituye a otro, eso jamás, pero al menos así ya yo tenía a mis dos hijos para darles todo el amor que no les pude dar a ellas”.
Rosario se quiebra. Se quiebra durante varios tramos de la conversación. Nos quebramos las dos. Es imposible ponerse en sus zapatos. Todo lo que vino después, el sufrimiento por la falta de resultados a la hora de las pericias policiales.
Ella hoy, 30 años después, tampoco entiende de dónde sacó fuerzas, el caso es que en lugar de huir de la tormenta, decidió sortearla y de frente.
Después de la muerte de sus hijas, Rosario Zamora se convirtió en policía. Como miembro de la Fuerza Pública durante 16 años, le correspondió lidiar con criminales... y con el crimen.
“¿Sabe qué me tocó a mí? Atender el caso de las chiquitas descuartizadas, unas indigentes jovencitas que aparecieron descuartizadas, también fue un psicópata el de eso. A mí todo el mundo me decía ‘Rosario, pero, ¿cómo hace usted, por Dios, después de pasar lo que pasó?’. Y viera que no sé si es que Dios me ha dado la fuerza de analizar las cosas diferente, pero cuando me tocó ese caso, por ejemplo, me daba tanta lástima ver esas chiquitas así que hasta me ponía a pensar que al menos a las mías no les pasó eso”.
Uno pensaría que Rosario Zamora ya pagó por adelantado toda la cuota de sufrimiento que le tocaba. O de congojas. Pero no es así.
Su situación económica sigue siendo delicada, a pesar de que cuenta con el apoyo de sus dos hijos, por quienes vive y se desvive.
A veces teme perder la casa que tanto le ha costado. “Pero ahí va saliendo uno. Yo vivo con poco. No me desvivo con lo material. Con tener lo mínimo yo ahí voy pasando. Hace rato aprendí de verdad a disfrutar las pequeñas cosas buenas, el día a día. Solo Dios. Es que si no imagínese... me vuelvo loca. Y no, no puedo”.
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