Orlando Obregón. Marisa Alvarado. Dennis Alvarado. Joseph Barboza. Israel Zúñiga. María Isabel Picado. Vanessa Argüello. Bianca Pichardo. Dilan Cheves. Juana Guerrero.
Ninguno de ellos –ni de nosotros– sabía con exactitud qué significaba el color rojo que pintaba el mapa de Costa Rica. No lo imaginábamos y no había razón: la historia y la meteorología habían sido generosas con este país. No dimensionábamos cuán fuertes pueden ser los vientos que soplan a 155 kilómetros por hora; no imaginábamos el terror una noche sin electricidad o de la amenaza latente de un tsunami de barro.
Ahora lo sabemos: significan los diez nombres con los que comienza este artículo, los de las diez víctimas mortales que dejó Otto, el primer huracán que cruzó –e hirió para siempre– Costa Rica.
Antes del viento
No es sencillo escribir del huracán Otto desde San José. No es fácil hacerlo cuando a uno no le cayó ni una gota de agua encima, cuando uno no sabe a qué huele el barro acumulado en las calles de un pueblo entero ni cómo suenan las conversaciones en los albergues a los que llevaron a las personas que debieron ser evacuadas por consecuencia del desastre. No sé qué es perder una casa ni sé, mucho menos, qué es perder a un ser querido en el embiste de un huracán.
Sé, sin embargo, que no estoy solo en la incertidumbre: allende la solidaridad que el pueblo costarricense ha demostrado hacia las personas a quienes Otto les transformó la vida, la constante entre la mayoría de habitantes de este país es la de no saber. Empatizar, sí, solidarizarse, sí. Pero saber, de primera mano, con el corazón palpitando a todo tren, qué es ser víctima de un huracán, eso lo saben muy pocos.
Como nunca antes, esta ignorancia es una bendición.
Otto, en su inconmensurable destrucción –porque las secuelas emocionales no se pueden cuantificar–, fue selectivo. Sus ataques se concentraron en las zonas ya de por sí más vulnerables del país, las costas y las fronteras; el centro, sin embargo, transcurrió esos días en calma. En una calma falsa, en todo caso. La calma que brinda mirar las desgracias desde la pantalla del tele, de la computadora o del celular, sin poder hacer gran cosa. La calma culposa: no nos tocó.
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A las 10 de la mañana del martes 22 de noviembre, el Instituto Meteorológico Nacional compartió un reporte titulado Otto se acerca ligeramente a Costa Rica. Faltaban dos días para que el huracán tocara suelo tico y transformara la psique colectiva de este país.
En ese momento, el ciclón se movía con lentitud sobre las aguas del Atlántico, a 422 kilómetros de nuestra costa caribeña. Tierra adentro, empezamos a consumir términos que no entendíamos bien.
Qué es una tormenta tropical. En qué se diferencia de una depresión tropical. Qué es un huracán. Qué implican las categorías de cada huracán. Sobre todo: ¿por qué tenemos que preocuparnos por comprender estas palabras que solo habíamos observado en pésimas películas hollywoodenses de temática climatológica, o que solo habíamos leído de pasada cuando afectaban a las islas caribeñas? ¿Por qué ahora estaban en nuestro feed de Facebook?
Todo lo anterior, por supuesto, eran preguntas que podían rondar la cabeza de una persona viviendo en la Gran Área Metropolitana. Aquí, en San José, apenas si había nubarrones en el cielo. Por momentos, incluso salió el sol. CRHoy publicó una noticia en la que se preguntaba por qué había buen tiempo si había un huracán merodeando. En los comentarios, un grupo grande de lectores le daba los créditos a las cadenas de oración que habían desviado el fenómeno meteorológico a zonas del planeta donde, presuntamente, no se reza tanto.
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Mientras tanto, ya el Gobierno había comenzado la evacuación obligatoria de más de 4.000 personas en lugares como Boca Pacuare, Parismina, Tortuguero, Puerto Lindo, Delta Costa Rica, la isla Calero y las barras: las esquinas más recónditas del territorio nacional. El color rojo ya manchaba el mapa de nuestro país y se adueñaba del Caribe norte y de las costas; el resto del país estaba cubierto por un inquietante color amarillo. “Necesitamos preservar la vida de las familias costarricenses”, dijo el presidente de la República, Luis Guillermo Solís.
En todo el país, los supermercados comenzaron a reportar un incremento en la venta de botellas de agua, baterías y alimentos enlatados. Había rutas clausuradas, personas que salían de sus casas sin saber si regresarían a ellas en algún futuro, pueblos enteros que se vaciaban poco a poco: la vida en estampida, intentando encontrar resguardo.
En los medios locales e internacionales se confirmaba lo evidente: “El tico no tiene experiencia en manejar la fuerza del viento que se prevé”.
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Al amanecer del miércoles, el discurso de las autoridades era, en esencia, uno solo: estamos a pocas horas de enfrentar una situación indudablemente destructora, potencialmente mortal, y no sabemos qué puede pasar. La alerta roja se extendió a zonas del Pacífico Central y Pacífico Sur, así como varios cantones de Alajuela.
Se confirmó el asueto para el sector público los días 24 y 25. Distintos centros educativos cerraban sus aulas. El mensaje detrás de estas medidas era –para las personas que no estaban en zonas de evacuación– quédese en su casa y no salga.
Para los demás, era prepárese para lo peor.
Mientras tanto, el chofer de Uber que me condujo hasta la oficina se mostraba feliz: con tanta gente libre de sus obligaciones laborales, no había presas en las calles de la capital.
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Durante un breve momento del miércoles 23, las autoridades anunciaron que Otto había reducido su fuerza y se había convertido, una vez más, en tormenta tropical. El anuncio no cambiaba en gran cosa la necesidad de llevar a cabo medidas de emergencia, pero podía tener un efecto psicológico a la postre contraproducente: no nos va a pasar nada.
Esa falsa esperanza se esfumó solo unas horas más tarde cuando, a las 6 de la tarde, el Centro Nacional de Huracanes de Estados Unidos ratificó la categoría con la que Otto ingresaría a nuestro país. Sus vientos mantenían una velocidad de 120 kilómetros por hora; frente a la costa caribeña se desplazaba a 13 kilómetros cada hora. El impacto era inevitable.
Nunca volveríamos a ser los mismos después de eso.
La noche más larga
El cielo se puso negro, en parte porque el sol se ocultaba y, también, porque la calma se había terminado: había llegado la tormenta. O, reformando el dicho ante las exigencias de la realidad, el huracán.
El ojo de Otto se posó donde luego lo harían los ojos del país. Upala, un cantón que colinda con Nicaragua y que conforman los distritos del noroeste de Alajuela, recibió con más fuerza que ningún otro sitio los embates del ciclón.
El cantón, hogar de 50.000 habitantes, tuvo que soportar durante la noche vientos de 155 kilómetros por hora, mucho más fuertes de lo previsto por los lugareños y por las autoridades. La violencia de las ráfagas era suprema: al suelo caían por igual árboles arrancados de raíz y postes de electricidad. A las 8 de la noche, una oscuridad absoluta cubría las calles de Upala.
Otro lugares también se convertirían en el eje de numerosos titulares en la sección de sucesos de todos los medios de comunicación del país. Bagaces, Limón, Guayabo, Puerto Jiménez, Tortuguero, Corredores, Matina, Sarapiquí. Una lista larga, dolorosa, reflejo de la extensa diversidad que puebla este país y que, en ocasiones, desde San José parecen ser vistos solamente como los otros.
Cuando amaneció el jueves 24, el drama de los otros quedó expuesto. 10.831 personas fueron afectadas directamente por la devastación del huracán. 1.598 viviendas resultaron con daños. 412 poblados reportaron algún tipo de afectación; muchos de ellos estaban aislados: no era posible entrar o salir de ellos libremente, sin obstáculos de algún tipo.
Durante la noche previa, el Instituto Meteorológico Nacional confirmó que el ojo de la tormenta ya había abandonado el territorio nacional y que seguiría su curso cruzando la inmensidad del Océano Pacífico hasta morir.
El alivio era efímero. En varias de las localidades más afectadas, el peligro estaba lejos de ser descartado. Se anunciaban potenciales cabezas de agua bajando por los ríos desbordados hacia el centro de Upala y otros lugares. El barro había abnegado casas, destruyendo a su paso recuerdos de tiempos mejores.
Los locales comerciales y las zonas agrícolas reportaban pérdidas millonarias. En los albergues llenos de personas evacuadas se contaban historias de sacrificio, desapego y pérdida: de dolor. Había una preocupación generalizada por el bienestar de la fauna en general, sobre todo de las mascotas y otros animales domesticados.
Casa Presidencial informó que, cuando Otto pasó por encima de Upala y Bagaces, liberó una cantidad abrumadora de agua: 200 litros por metro cuadrado. Es el equivalente a un mes de precipitaciones, comprimido en apenas seis horas.
Más tarde, Luis Guillermo Solís se presentaría a una conferencia de prensa, su rostro agotado evidenciando un estrés abrumador y noches de poco sueño, para pronunciar las palabras más difíciles de su gobierno. Se confirmaba que había desaparecidos y fallecidos.
Serían 10. Los 10 nombres con que comienza este artículo.
Esperanza impermeable
Cuando el caos del desastre se tranquilizó un poco, cuando las nubes se abrieron y finalmente pudimos ver un poco de sol, los daños quedaron a plena vista. Sin embargo, también fue evidente algo mucho mayor.
Hay algo más fuerte que el barro, que los vientos huracanados, que el terror de no saber si saldrá vivo de una noche terrible: la solidaridad y la empatía.
Las cuentas de la Cruz Roja recibieron millones de colones en donaciones. Los centros de acopio de víveres y otros donativos. Fueron los propios ciudadanos del país quienes se encargaron de silenciar algunas voces divisorias y optaron por mirar, en tiempos de necesidad, más allá de los colores políticos. La vida, después de todo, es más grande que un voto.
El huracán Otto pasará a la historia y, en buena teoría, no será olvidado nunca: en cambio, será la lección que nos preparará para el futuro. Su paso arrebató una buena cuota de inocencia a un país que, hasta el 23 de noviembre, no entendía lo que significa la expresión “viento de 155 kilómetros por hora” ni “huracán de categoría II”. Ahora lo sabemos.
Sabemos también, eso sí, que hace falta algo mucho más fuerte que eso para derribar a un país que se demostró a sí mismo cuán fuerte puede ser la solidaridad desinteresada.