El 26 de mayo, Giselle Lara Alemán llegó al centro penitenciario Calle Real, en Liberia, e intentó ingresar con menos de un gramo (0,76) de cocaína en su brasier.
Ni siquiera escondió la droga, afirma ahora, sentada en un pasillo de la cárcel de mujeres El Buen Pastor (en Desamparados) donde cumple u na condena de ocho años impuesta el 8 de noviembre el Tribunal Penal de la zona, por la introducción de droga a un centro penal. La Fiscalía había pedido 10 años de reclusión.
“Era una miseria (de droga) para tantos años que me metieron”, dice y junta los dedos en un puño para enfatizar sus palabras.
“No iba ni escondida, yo la llevaba aquí encima”, expresa al tiempo que toca el borde del vestido.
Lara tiene 46 años, tres hijos y un cúmulo de equivocaciones, según cuenta. Reside en la colonia Bolaños, en La Cruz de Guanacaste, en una pequeña y vieja casa de madera que alquila en ¢15.000 y a la que “se le mete el agua”.
El día que la detuvieron, ella había ido a visitar a su expareja, quien está preso por una agresión con arma. “Él me dijo que se la pasara o sino iba a llegar a la casa, pero no a estar conmigo sino a problemas y cosas así”, aduce Lara.
Segunda vez. Aquella no fue la primera vez que cayó presa. En el 2007, Lara fue condenada por venta drogas, pero luego se benefició con un régimen de confianza, bajo el cual, iba a firmar cada mes.
Con frases cortas narra que, en aquella ocasión, las necesidades de su familia la llevaron a involucrarse en el negocio ilegal.
“No tenía cómo mantener a mis hijos porque no me alcanzaba el dinero con el trabajo que hacía”.
Para subsistir, esta mujer se dedica desde que era una niña a la ganadería, en la finca de sus padres.
Cuando se separó de su tercera pareja, su hija mayor tenía ocho años (hoy tiene 20) y Lara empezó a vender comida. “Hago arroz con leche, atoles; en la finca de mi papá tenemos ganado y cerdos, entonces hago tamales”.
Con esas actividades, junta ¢125.000 mensuales para cubrir los gastos, incluido el de la universidad de su hija mayor. Su hijo, de 18 años, abandonó el colegio para trabajar, y la menor de la casa, de 15, recibió una beca del Instituto Mixto de Ayuda Social (IMAS).
“De esto (de la droga), yo no quiero saber más; yo quiero seguir con mis ventas y sacarlos adelante como lo he hecho siempre, con el puro trabajo”, enfatiza.
Golpes. En el brazo derecho luce un corazón tatuado y en el pecho izquierdo, una cicatriz de puñalada.
“Yo me junté a los 27 años, pero él me dejó cuando se dio cuenta de que yo estaba embarazada; me dejó tirada en una carretera. Me dijo: ‘espéreme aquí’, y yo me esperé y nunca llegó”, recuerda Lara.
“Mi papá me recibió. Mi hija nació y cuando tenía un año, yo dije: ‘¡diay!, voy a juntarme para que me ayuden’, y qué va, me fue tan mal”.
”Después allá, un muchacho me habló y, ¡diay!, uno siempre se equivoca y, entonces, imagínese, me junté y me cortó toda; me hizo 12 heridas”, relata mientras se busca en el cuerpo las cicatrices.
Apelación. El 30 de julio de este año, el Congreso incorporó un nuevo artículo a la ley de estupefacientes.
La reforma rebajó la pena por introducción de droga a cárceles para mujeres en condición de pobreza, jefas de hogar en situación vulnerable o con menores de edad.
El castigo, que era de ocho a 20 años, pasó de tres a ocho. Además, se abrió la opción de que las mujeres cumplan la pena en su casa.
Marta Iris Muñoz, jefa de la Defensa Pública, consideró que condenas como la aplicada a Lara muestran que el sistema está desconociendo el cambio. Esa entidad, apelará el fallo.
Doris Arias, magistrada de la Sala III e integrante de la Comisión de Género del Poder Judicial, dijo que se han dado charlas sobre la reforma, pero que son las partes las que deben buscar la intervención de la Comisión en estos procesos.
El Ministerio Público comunicó que está elaborando un protocolo de actuación. Además, señaló que, en este caso, hubo reincidencia por parte de la imputada.