Vestido y zapatos: ¢1 millón. Colegio: ¢474.000. Vacaciones de agosto y diciembre: ¢504.000. Restaurantes: ¢300.000. Peluquería: ¢112.000. Agua, luz y teléfono: ¢760.000.
Estos son algunos de los montos que una mujer exigió pagar a su expareja, Jorge Pita, como parte de la pensión alimentaria para ella y la hija de ambos, de 11 años.
La solicitud de la mujer, de origen venezolano, alcanzaba un total de ¢8 millones, pero el Juzgado de Pensiones Alimentarias de Santa Ana le fijó, hace casi dos años, un monto provisional de ¢4 millones. Pita apeló y el Juzgado de Familia se lo rebajó a ¢3,6 millones. La pensión definitiva todavía no se ha dictado.
El empresario (era dueño de un restaurante en Escazú) nació en Cuba, es nacionalizado estadounidense y radica en Costa Rica. Sostiene que los cobros que se le hacen son exorbitantes.
“Es imposible que a una niña que va al colegio cinco días a la semana con un uniforme, se le esté comprando ropa y cosas por más de ¢1 millón al mes.
”Ella (la excompañera) llevó como testigo a su peluquero y él dijo que ella iba tres veces a la semana. ¡Son cinco meses al año que se pasa esta señora en la peluquería! ¿Cuándo atiende a mi hija? Es algo increíble”, criticó.
En prisión. Pita contó a La Nación que se separó de la mujer (quien fue su segunda esposa) en julio del 2013. Entonces, ella interpuso una denuncia por violencia doméstica en su contra y luego él fue notificado de la pensión alimentaria.
Al principio, cumplió con los pagos, afirma, hasta que en diciembre del 2013 todo cambió. “Ahí se agotaron los fondos. Tuve que pagar ¢8 millones por el aguinaldo y en enero tenía que pagar $14.000 (más de ¢7 millones) por el bono escolar”, explicó.
El 8 de febrero del año pasado lo citaron a la oficina del Patronato Nacional de la Infancia (PANI) en Santa Ana, donde fue detenido por la Fuerza Pública. Cumplió 48 días de apremio corporal. “Luego me escondí”, confesó este hombre, quien tiene 70 años.
Dijo que lo hizo por no poder pagar, pero que el 13 de octubre siguiente su excompañera logró ubicarlo y de nuevo fue a prisión, esa vez por seis meses. “Ahí salen cabezas de pollo o pedazos de plástico en la comida”, narró.
Al salir, la deuda acumulada se anuló, pero ahora ya debe ¢3,6 millones de un solo mes.
Aparte de todo, afirma que le usurparon su restaurante, pues ya no aparece a nombre de la sociedad que tiene con su expareja.
Pita afirma que no tiene ni para cubrir sus propios gastos, mientras la madre de su hija sigue viviendo en su casa y, al parecer, tiene nuevos negocios.
Pero lo que más desea este padre, es que “se haga justicia” y poder ver de nuevo a su hija.
Tampoco puede ver a su otra hija, de 33 años, quien vive fuera del país, ya que, si quisiera viajar al extranjero, debe depositar ¢46 millones, correspondientes a la pensión de 13 meses.
Ana Laura Solís, abogada de Pita e integrante de la agrupación Igualdad de Derechos para los Hombres, consideró que este es un típico caso en el que las mujeres aplican un “combo” de denuncia por violencia y pensión para alienar a los padres.
Alega conocer casos en los que a las mujeres les asignaron pensiones bajas, sin razón, por lo que abogó por una equidad real.
El sistema. Elizabeth Picado, coordinadora del Juzgado de Pensiones Alimentarias de San José, aclaró que el proceso está diseñado para que sea expedito.
Sin embargo, señaló que los casos de personas adineradas se vuelven complejos porque ambas partes piden presentar mucha prueba y que el trámite se extiende hasta por dos años, donde los jueces consideran el nivel de vida que tenían los menores.
La funcionaria resaltó que, por orden de la Sala IV, los juzgadores deben fundamentar los montos provisionales, tanto con la prueba de la demandante, como con la que de oficio consigan.
Tanto la pensión provisional como la definitiva pueden ser apeladas.
Picado comentó que, en San José, el mayor porcentaje de pensiones son, en promedio, de ¢90.000. “Por expediente, no por persona”, recalcó.