Ángel Eduardo Castillo es un venezolano alto y fornido de 25 años. Él tuvo que vivir por su cuenta, sin derecho a elegir, situaciones difíciles que otras personas no llegan a experimentar en toda su vida. Desde ser víctima de dos intentos de homicidio, vivir en las calles de Colombia, trabajar en una discoteca en Ecuador y, en marzo de 2022, cruzar el inhóspito tapón del Darién descalzo en tan sólo cuatro días.
Hoy, Castillo administra un ‘albergue’ que una iglesia evangélica puso al servicio de cientos de migrantes venezolanos (sus “paisanos”, como él les dice) que llegan a Ciudad Quesada, San Carlos, sin dinero ni un lugar dónde dormir. En 2015 él vivía en Venezuela una vida cómoda que, aunque no estaba llena de lujos, sí le permitía cubrir plácidamente sus necesidades básicas. En esa época Ángel estudiaba un Técnico en Alimentación, de hecho, es el cocinero ad honorem del albergue.
Su vida cambió drásticamente cuando su medio hermano, Octavio Segundo Rondón, un líder social que promovía marchas en la región oriental de Venezuela, fue asesinado. Castillo asegura que el gran poder de convocatoria de su hermano no convenía a la autoridades venezolanas, por lo que un supuesto policía le propinó cuatro disparos en la cabeza.
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Tras la muerte de Octavio, él tomó la batuta y empezó a organizar marchas, pero su activismo también sentó mal en ciertos grupos con poder, lo que le deparó dos intentos de asesinato.
“La primera vez fue en una protesta, me persiguió una moto de la Guardia Nacional Bolivariana (GNB) pero como yo salí corriendo, ellos me dispararon con escopetas. Me dieron desde lejos con balas de corto alcance, entonces no me pudieron matar, pero me dieron una paliza, por eso tengo una cicatriz en la ceja derecha y varias en la cabeza. Me daban con la culata de las armas y con la punta de las botas. Mi novia me reconoció por la camisa, y me salvó, porque me iban a montar en una patrulla para llevarme a matar”, explicó Ángel. Como secuela, perdió parcialmente la vista del ojo izquierdo.
“La segunda vez llegaron ya en convoy con armas largas dispuestos a matarme. Pero a mí me habían informado, entonces yo pude salir antes y cuando llegaron ya no estaba, pero ya yo estaba bajo la mira. Me iba, o eventualmente me mataban“, añadió.
El segundo atentado que sufrió motivó a su madre para sacarlo de Venezuela a bordo de un barco, como polizón. Con 18 años, estaba obligado a vivir por su cuenta. Estaba completamente sólo en La Guajira, departamento costero del Caribe colombiano. Durante meses, vivió y durmió en las calles. Comió de la basura, no le avergüenza decirlo.
Estuvo cuatro meses en Colombia, hasta que su hermana Ileana, que vive en Perú, llegó a buscarlo. En Perú trabajó durante tres años en un mercado de abarrotes. No obstante, la escasez de trabajo, la xenofobia y la inmadurez de su edad motivaron su decisión de migrar a Ecuador. Es posible notar cuando se habla con Ángel que, en ese momento, él ya tenía una actitud desprendida con los lugares donde vivía, se tuvo que acostumbrar a ser nómada.
“En Ecuador duré un año y pico, ahí ya estaba trabajando como guardia de seguridad en una discoteca en un lugar que se llama Montañita, pero era un lugar donde pasaba rodeado de drogas y tuve problemas en ese sentido, me volví consumidor. Decidí irme porque estaba muy metido en eso, los supuestos amigos que uno tiene. No quería eso para mi vida y me fui. Volví a Colombia, pero siempre con el pensamiento de irme a Estados Unidos, con 23 casi 24 años”, detalló Ángel.
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En Colombia, Castillo se acercó a la ruta de Capurganá, la más utilizada por aquellos que desean cruzar el tapón del Darién hacia Panamá. Tras unos meses trabajando “en lo que podía”, el 14 de marzo de 2022 decidió emprender su viaje en compañía de “unos primos”. Junto con ellos se quedó a dormir en un hotel; sin embargo, al día siguiente no estaban ni sus familiares, ni los $800 dólares que ahorró para el viaje. Sus primos le robaron.
Sin opciones, vendió su teléfono por $50 y siguió su trayecto, con la colaboración de su madre, que le dio $200 más. “Con eso crucé todo el tapón hasta el campamento de la ONU en Panamá. El tapón es un negocio, yo pagué $50 para que me dejaran en la frontera entre Colombia y Panamá, en plena selva. Los guías te llevan por los caminos más difíciles”, reclamó Ángel.
Castillo recuerda que en las primeras etapas del viaje, un hombre le dijo que los guías solían dejar abandonadas a las personas, y que si eso pasaba, tenía que seguir unas bolsas azules con las que estaba marcado el camino. Así lo hizo.
“En un momento llegamos a un campamento de indígenas, y uno de ellos me dijo ‘río abajo, río abajo, de acá para allá es todo río abajo’. Bueno, lo hice. Yo entré a la selva con zapatos, mochila y dinero. Salí sin nada, salí descalzo, pero yo tenía muy buena condición física, así que pasé la selva en cuatro días”, explicó el entrevistado. El tapón del Darién tiene un área total de 575.000 hectáreas.
¿Dónde perdió sus zapatos? “Uno pasa por unos pozos de barro, de lodo, que llegan a la cintura, ahí el que lleva zapatos se le quedan atrapados y no puede meterse a buscar el zapato. Ahí perdí los dos zapatos. Yo llegué a Paso Canoas descalzo”, señaló Ángel. Don Jorge, un migrante de 72 años que escucha la conversación, reafirma que él también perdió los zapatos.
Ni Ángel ni don Jorge recuerdan con buenos sentimientos su paso por los campamentos de migrantes en Panamá. Aseguran que en la mayoría de ellos no hay dónde dormir, la comida es escasa y el agua es de mala calidad.
“Llegué a la frontera con Costa Rica y pasé tranquilamente, pero no traía nada, ni zapatos, ni plata, el buzo que traía lo había cortado para hacerlo en short. A lo lejos vi una carpa azul de OIM (Organización Internacional para las Migraciones) y me regalaron comida. Me regalaron unos zapatos dos tallas más grandes que los míos, pero en Costa Rica todo cambió de color. En Ciudad Neily me regalaron ropa y un poco de plata que me sirvió para llegar a San José.
“A uno lo ven sucio, sin bañarse, mal vestido, y lo juzgan, piensan que uno es un maleante o un drogadicto. Caminé de San José hasta Alajuela, éramos tres hombres. Ahí nos regalaron un poco más de plata con la cual pagamos un boleto a Peñas Blancas por recomendación de un autobusero, que nos dijo que ahí podíamos pasar a Nicaragua. Nos estafaron de nuevo, el autobusero nos engañó, llegamos a Peñas Blancas y no pudimos pasar, a pesar de que le pagamos. Nos tocó venirnos a San Carlos”, rememoró Castillo su travesía por Costa Rica.
Finalmente, en junio de 2022 llegó a Ciudad Quesada de San Carlos. Ángel Eduardo siguió a otros compatriotas venezolanos para buscar refugio. Deambulando por la ciudad encontró la iglesia evangélica donde hoy labora.
“Ahora hay menos migrantes que antes, cuando la gente le tocaba dormir directamente en el suelo, sin siquiera una colchoneta. El pastor me dijo que necesitaban ayuda para administrar el refugio, alguien que organizara y cocinara, y como yo soy chef, entonces le dije que sí. A mí me ofrecieron pagarme pero yo dije que no, porque yo busco ayudar, no ganar plata. Me han ayudado con ropa, comida, un techo, pero no quiero un salario. A mí no me hace falta nada”, aseguró Castillo sin titubear.
“No he vuelto a Venezuela en siete años. Yo como extranjero no puedo exigir a los costarricenses que me den nada porque esta es su casa, pero sólo pido respeto, porque el que no tenga pecado que tire la primera piedra. Siempre llegan personas malas, pero eso es normal, yo pido que no nos generalicen, no somos todos maleantes, que no nos tachen a todos por los errores de uno. Tenemos mucho para aportar”, concluyó Ángel.